CAPÍTULO VII

LA LEY FUE DADA, NO PARA RETENER EN SÍ MISMA AL PUEBLO ANTIGUO, SINO PARA ALIMENTAR LA ESPERANZA DE LA SALVACIÓN QUE DEBÍA TENER EN JESUCRISTO, HASTA QUE VINIERA

1.La religión mosaica, fundada sobre el pacto de la gracia, apuntaba
hacia Jesucristo
De todo cuanto hemos expuesto se deduce muy fácilmente que la Ley no fue dada, casi cuatrocientos años después de la muerte de Abraham, para apartar de Cristo al pueblo elegido, sino precisamente para tener los ánimos en suspenso hasta que viniese, y para incitarlos a un mayor deseo de esta venida, y animarlos en esta esperanza, a fin de que no desmayasen con lo largo de la espera.
    Por Ley no entiendo solamente los diez mandamientos, los cuales nos dan la regla para vivir piadosa y santamente, sino la forma de la religión tal y como Dios la promulgó por medio de Moisés. Porque Moisés no fue dado como legislador, para que abrogase la bendición prometida al linaje de Abraham, sino que más bien vemos cómo a cada paso trae a la memoria a los judíos el pacto gratuito hecho con sus padres, del cual ellos eran los herederos, como si él hubiera sido enviado para renovarlo.

    Sentido espiritual de las ceremonias. Esto se vio con toda evidencia en las ceremonias. Porque, ¿qué cosa más vana y más frívola, que el que los hombres ofrezcan grasa y olor hediondo de animales para reconciliarse con Dios, o refugiarse en una aspersión de agua o de sangre para lavar la impureza del alma? En suma, si se considera en sí mismo todo el culto y servicio de Dios prescrito por la Ley, como si no contuviese en sí figuras a las cuales correspondía la verdad, evidentemente no parecería más que una farsa. Por esto, no sin razón, lo mismo en el discurso de Esteban que en la epístola a los Hebreos, se hace notar diligentemente el texto en el que Dios manda a Moisés fabricar el tabernáculo y todo cuanto a él pertenecía conforme al modelo que le había sido mostrado en el monte (Hch. 7,44; Heb. 8, 5; Éx. 25,40). Porque si no hubiera en todas estas cosas un fin espiritual determinado, al que todas ellas fueran enderezadas, los judíos hubieran perdido en ellas su tiempo y su trabajo, no menos que los gentiles con sus fantasías.
    Los hombres mundanos, que no hacen jamás caso alguno de la religión y la piedad, no pueden oír ni nombrar, sin sentir fastidio, tantas clases de ritos y ceremonias; y no sólo se maravillan de que Dios haya querido sobrecargar al pueblo judío con tantas, sino que incluso las menosprecian y se burlan de ellas, como si fuesen juego de niños. Esto les sucede porque no consideran el fin de las mismas; pues si se separan de él las figuras de la Ley, no pueden por menos de ser consideradas vanas y frívolas. Pero el modelo, del que hemos hecho mención, muestra bien claramente que. no ha dispuesto Dios los sacrificios, para que los que le servían se ocupasen en ejercicios terrenos, sino más bien para levantar su entendimiento más alto. Lo cual se puede comprender por su misma naturaleza, pues siendo Él espíritu, no puede darse por satisfecho con un culto y servicio que no sea espiritual. Así lo confirman muchas sentencias de los profetas, que acusan a los judíos de necedad, por creer que Dios hacía caso de los sacrificios como eran en sí mismos. ¿Tenían ellos, por ventura, la intención de derogar en algo la Ley? De ningún modo. Mas, precisamente porque eran sus verdaderos intérpretes, querían de esta manera dirigir a los judíos por el verdadero y recto camino del cual muchos de ellos se habían apartado, andando descarriados.

    La Ley moral y ritual no está vacía de Cristo. Debemos, pues, concluir de lo dicho, que puesto que a los judíos se les ofreció la gracia de Dios, la Ley no ha estado privada de Cristo. Porque Moisés les propuso como fin de su adopción, que fuesen un reino sacerdotal para Dios (Éx. 19,6); lo cual ellos no hubieran podido conseguir de no haber intervenido una reconciliación mucho más excelente que la sangre de las víctimas sacrificadas. Porque, ¿qué cosa podría haber menos conforme a la razón, que el que los hijos de Adán, que nacen todos esclavos del pecado por contagio hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta manera hechos participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les viniera de otra parte? ¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados, si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que la plenitud de la gracia, que los judíos solamente hablan gustado en el tiempo de la Ley, ha sido manifestada en Cristo: "Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio" (1 Pe.2,9). Pues la acomodación de las palabras de Moisés tiende a demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo se manifestó, que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios.

2. La Ley moral y ritual era un pedagogo que conducía a Cristo
Hay que notar aquí de paso que el reino que se fundó en la casa de David, es una parte de la Ley, y está contenido en la misión que le fue dada a Moisés. De donde se sigue que Cristo, lo mismo en todos los descendientes de Leví, que en los de David, ha sido puesto ante los ojos del pueblo judío, como en dos espejos: porque como ya he dicho, ellos no hubieran podido ser reyes y sacerdotes delante de Dios, por ser esclavos del pecado y de la muerte, y estar manchados por su propia corrupción.
    Por ahí puede verse claramente cuánta verdad es lo que dice san Pablo: que los judíos estaban como confinados bajo la disciplina de un maestro de escuela hasta que viniese la semilla en favor de la cual se había hecho la promesa (Gál.3,24). Pues como Jesucristo no se había manifestado aún íntimamente, eran semejantes a muchachos cuya rudeza y poca capacidad no puede penetrar completamente los misterios de las cosas celestiales.
    De qué manera han sido guiados como de la mano mediante las ceremonias a Cristo, lo hemos dicho ya, y podemos entenderlo mejor por muchos testimonios de la Escritura. Porque aunque tenían que ofrecer todos los días nuevos sacrificios para reconciliarse con Dios, sin embargo Isaías promete que todos los pecados serán expiados con un solo y único sacrificio. Y lo mismo lo confirma Daniel (1s. 53,5; Dan. 9,26﷓27). Los sacerdotes elegidos de la tribu de Leví entraban en el santuario; sin embargo, se dijo que Dios había escogido uno solo, y que había confirmado con juramento solemne que sería sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal. 110,4). Usábase entonces la unción con aceite; pero Daniel, según lo había visto en su visión, dice que habrá otra. Y para no alargarnos más, el autor de la epístola a los Hebreos amplia y claramente demuestra desde el capítulo cuarto al once, que las ceremonias no valen para nada, ni sirven de cosa alguna, hasta que no lleguemos a Cristo.

    Cristo es el fin de la Ley. Por lo que hace a los diez mandamientos, recordemos muy bien lo que dice san Pablo en otro lugar: "el fin de la Ley es Cristo, para justicia a todo aquél que cree" (Rom. 10, 4). E igualmente lo que dice en otro lugar: que Jesucristo es el espíritu o el alma que da vida a la letra, la cual por sí misma es mortífera (2 Cor. 3, 6). Porque en el primer pasaje dice que en vano somos enseñados con preceptos en qué consiste la justicia, mientras Jesucristo no nos la dé, tanto por imputación gratuita, como por el Espíritu de regeneración; por lo cual con toda razón llama a Jesucristo cumplimiento y fin de la Ley; porque de nada nos aprovecharía saber qué es lo que Dios pide de nosotros, si Cristo no socorriese a los que se encuentran oprimidos por un yugo y una carga insoportables.
    En otro lugar dice que la Ley ha sido dada a causa de las transgresiones (Gál. 3,19); a saber, para humillar a los hombres convenciéndolos de su condenación. Y como es ésta la única preparación para ir a Cristo, todo cuanto Él dice en diversas frases concuerda muy bien. Mas, como tenía que combatir con engañadores, los cuales enseñaban que los hombres alcanzaban la justicia por las obras de la Ley, para refutar su error se vio obligado a tomar algunas veces en sentido preciso y estricto el término de "Ley﷓﷓﷓, como si denotase únicamente la norma del bien vivir, bien que cuando se habla de ella en su totalidad, no hay que separar de la misma el pacto de la adopción gratuita.

3. La Ley moral hace surgir la maldición
    Es necesario explicar en pocas palabras de qué modo somos precisamente más inexcusables por haber sido enseñados por la Ley moral, y ello en orden a incitarnos a pedir perdón.
    Si es verdad que la Ley nos muestra la perfecta justicia, síguese también que la entera observancia de la Ley es perfecta justicia delante de Dios, por la cual el hombre es tenido y reputado por justo delante del tribunal de Dios. Por eso Moisés, después de promulgar la Ley, no duda en poner como testigos al cielo y a la tierra de que había propuesto al pueblo de Israel la vida y la muerte, el bien y el mal (Dt. 30,19). Y no podemos decir que la perfecta obediencia de la Ley no sea remunerada con la vida eterna, como el Señor lo ha prometido.
    Por otra parte, es menester también considerar si nuestra obediencia es tal que podamos con justo título esperar confiados la remuneración. Porque ¿de qué nos serviría saber que el premio de la vida eterna consiste en guardar la Ley, si no sabemos también que por este medio podemos alcanzar la vida eterna? Y aquí precisamente es donde se pone de manifiesto la debilidad de la Ley. Porque al no hallarse en ninguno de nosotros ese modo perfecto de guardar la Ley, somos excluidos de las promesas de la vida eterna y caemos en maldición perpetua. Y no me refiero a una cuestión de hecho, sino a lo que necesariamente tiene que acontecer. Porque, como quiera que la doctrina de la Ley excede en mucho a la capacidad de los hombres, podemos muy bien contemplar de lejos las promesas que se nos hacen, pero no podemos obtener provecho alguno de las mismas. Lo único que nos queda es ver mejor a su luz nuestra propia miseria, en cuanto que se nos priva de toda esperanza de salvación, y no vemos otra cosa que la muerte.
    Por otra parte, se ofrecen ante nuestros ojos las horribles amenazas que allí se formulan, y que no pesan solamente sobre algunos, sino que incluyen a todos sin excepción. Y nos oprimen y acosan con un rigor tan inexorable, que vemos la muerte como certísima en la Ley.

4. Sin embargo las promesas de la Ley no son inútiles
    Así que si solamente consideramos la Ley, no nos queda más que desalentarnos, confundirnos y desesperarnos, pues por ella somos todos condenados, maldecidos y arrojados de la bienaventuranza que promete a los que la guardan.
    Dirá quizás alguno, ¿es posible que de tal manera se burle Dios de nosotros? Porque, ¿qué falta para que sea una burla, mostrarle al hombre una esperanza, convidarlo y exhortarle a ella, afirmar que nos está preparada, y que al mismo tiempo no haya camino ni modo de llegar a ella?
    A esto respondo, que aunque las promesas de la Ley por ser condicionales dependen de la perfecta obediencia de la Ley - que en ningún hombre puede hallarse -, sin embargo no han sido dadas en vano. Porque después de comprender nosotros que no nos sirven de nada, ni tienen eficacia alguna, a no ser que Dios por su bondad gratuita quiera recibirnos sin consideración alguna de nuestras obras, y que por la fe aceptemos aquella su bondad que nos presenta en su Evangelio, estas mismas promesas no dejan de ser eficaces, incluso con la condición que se les pone. Porque entonces el Señor nos concede gratuitamente todas las cosas, y su liberalidad llega hasta no rechazar nuestra imperfecta obediencia, sino que, perdonándonos lo que nos falta, la acepta por buena e íntegra, y, por consiguiente, nos hace partícipes del fruto de las promesas legales, como si hubiésemos cumplido por entero la condición.
    Mas, como esta materia se tratará con mucha mayor amplitud cuando tratemos de la justificación por la fe, no me extenderé más en ella al presente.

5. Nadie puede cumplir la Ley
En cuanto a lo que dijimos, que es imposible observar la Ley, es necesario explicarlo y probarlo brevemente, porque comúnmente se tiene esto por una sentencia absurda, de tal manera que san Jerónimo no duda en condenarla como herética. Qué razón ha tenido para ello, es cosa que no me interesa; me basta saber cuál es la verdad.
Yo llamo imposible a lo que por ordenación y decreto de Dios no existió nunca ni existirá jamás. Si consideramos desde su principio el mundo, afirmo que no ha habido santo alguno, que mientras vivió en la prisión de este cuerpo mortal, haya tenido un amor tan perfecto, que haya amado a Dios con todo su corazón, con todo su entendimiento, con toda su alma y con todas sus fuerzas; y asimismo, afirmo que no ha habido ninguno que no haya sido tocado por la concupiscencia. ¿Quién dirá que no es esto verdad? Conozco muy bien la clase de santos que se ha imaginado la vana superstición, con una pureza y santidad tales, que los mismos ángeles del cielo apenas se pueden comparar con ellos. Pero esto no es más que una imaginación suya frente a la autoridad de la Escritura, que enseña otra cosa, y contra la misma experiencia. Y afirmo también que jamás habrá ninguno que llegue a ser verdaderamente perfecto, mientras no se vea libre del peso de este cuerpo mortal. Numerosos y muy claros son los testimonios de la Escritura, que prueban este punto.
    Salomón en la dedicación del templo decía: "No hay hombre que no peque" (1 Re. 8,46). David dice: "No se justificará delante de ti ningún ser humano" (Sal. 143,2). Lo mismo afirma Job en varios lugares. Pero mucho más claro que todos se expresa san Pablo, diciendo: "el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu contra la carne" (Gál. 5,17); y para probar que todos cuantos están bajo la Ley son malditos, no da más razón sino lo que está escrita: "Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para hacerlas" (Gál. 3, 10; Dt. 27,16). Con lo cual da a entender, o mejor dicho, da por cierto, que no hay ninguno que pueda permanecer en ellas. Ahora bien, todo cuanto se dice en la Escritura hay que aceptarlo por eterno y necesario, de tal manera que no puede suceder de otra manera.
    Con esta misma sutileza molestaban los pelagianos a san Agustín. Decían que era una afrenta contra Dios suponer que Él pueda mandar más de lo que los fieles con su gracia pueden hacer. Él, para escapar de la calumnia, respondía', que el Señor podría, si lo quisiera, hacer que el hombre tuviese una perfección angélica, pero que nunca lo había hecho ni lo haría jamás, por haberlo así afirmado en la Escritura. Yo no niego esto, pero añado, que no hay por qué andar discutiendo de la potencia de Dios contra su verdad; por lo cual digo que no hay por qué burlarse, si alguno afirma que es imposible que sucedan determinadas cosas, que nuestro Señor ha anunciado que no sucederán jamás.
    Pero si, no obstante, se quiere discutir la palabra, el Señor, cuando los discípulos le preguntaron quién podría salvarse, responde:  “Paralos hombres esto es imposible, mas para Dios todo es posible" (Mt. 19,26). San Agustín muestra con firmísimas razones que jamás, mientras vivimos en esta carne corruptible, daremos a Dios el perfecto y legítimo amor que le debemos. El amor, dice, procede de tal manera del conocimiento, que ninguno puede amar perfectamente a Dios, sin que primero haya conocido perfectamente su bondad. Ahora bien, nosotros mientras peregrinamos por este mundo no le vemos sino oscuramente y como en un espejo; por lo tanto, el amor que le profesamos no puede ser perfecto.
    Por lo tanto, tengamos como cosa cierta, que es imposible que mientras vivimos en la carne cumplamos la Ley, debido a la debilidad de nuestra naturaleza, como en otro lugar probaremos con el testimonio de san Pablo.

LOS TRES USOS DE LA LEY MORAL

6. 1º. Revela a los hombres su impotencia, su pecado, su arrogancia
Mas, para que se entienda mejor toda esta cuestión, resumamos el oficio y uso de la Ley, que llaman moral, la cual puede decirse que comprende tres partes.
    La primera es que cuando propone la justicia de Dios, es decir, la que a Dios le es grata, hace conocer a cada uno su propia injusticia, le da la certeza y el convencimiento de ello, condenándolo, en conclusión. Y es necesario que el hombre, que está ciego y embriagado por su amor propio, se vea forzado a conocer y confesar su debilidad e impureza; pues si no se le demuestra con toda evidencia su vanidad y se le convence de ella, está tan hinchado por una torpe confianza en sus fuerzas, que es imposible que comprenda y se dé cuenta de cuánta es su debilidad, cuando con su fantasía no hace más que ponderarlas. Pero tan pronto como comienza a compararlas con la dificultad de la Ley, encuentra un motivo para deponer su arrogancia. Porque aunque haya tenido muy alta opinión de sus fuerzas, sin embargo, al punto ve que se encuentran gravadas con un peso tan grande, que le hace vacilar, hasta desfallecer finalmente por completo. Y así, instruido el hombre de esta manera con la doctrina de la Ley, se despoja de la arrogancia que antes le cegaba.
     Es necesario asimismo que el hombre sea curado de otra enfermedad que también le aqueja, y es la soberbia. Mientras él descansa solamente en su juicio humano, en lugar de la verdadera justicia pone una hipocresía, satisfecho con la cual, se enorgullece frente a la gracia de Dios, al amparo de no sé qué observancias inventadas en su cabeza. Pero cuando se ve forzado a examinar su modo de vivir conforme a la balanza de la Ley de Dios, dejando a un lado las fantasías de una falsa justicia que había concebido por sí mismo, ve que está muy lejos de la verdadera santidad; y, por el contrario, cargado de vicios, de los que creía estar libre. Porque las concupiscencias están tan ocultas y enmarañadas, que fácilmente engañan al hombre y hacen que no las vea. Y no sin razón dice el Apóstol, que él no había sabido lo que era la concupiscencia hasta que la Ley le dijo: "No codiciarás" (Rom. 7,7). Pues si no es descubierta y sacada de su escondrijo por la Ley, destruirá en secreto al hombre infeliz sin que él se entere siquiera.

7. La Ley hace abundar para todos el pecado, la condenación y la muerte
    Así que la Ley es como un espejo en el que contemplamos primeramente nuestra debilidad, luego la iniquidad que de ella se deriva, y finalmente la maldición que de ambas procede; exactamente igual que vemos en un espejo los defectos de nuestra cara. Porque el que no ha tenido la posibilidad de vivir justamente, por necesidad se halla atascado en el cieno del pecado; y tras el pecado viene luego la maldición. Por lo tanto, cuanto más nos convence la Ley de que somos hombres que hemos cometido grandes faltas, tanto más nos muestra que somos dignos de pena y de castigo.
    A este propósito dice san Pablo: "por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Rom.3,20); pues en este texto muestra el Apóstol solamente el primer oficio de la Ley, que claramente aparece en los pecadores que aún no han sido regenerados. A lo mismo vienen las sentencias siguientes: "la ley se introdujo para que el pecado abundase" (Rom. 5,20); y por consiguiente, que es "ministerio de muerte", que "produce ira" (2 Cor. 3,7; Rom. 4,15). Porque no hay duda alguna de que cuanto más aguijoneada se ve la conciencia con el sentimiento del pecado, tanto más crece la maldad, puesto que a la transgresión se junta la rebeldía y contumacia contra el legislador. No queda, pues, sino que ella arme la ira de Dios, para que destruya al pecador, porque por sí misma no puede hacer otra cosa que acusar, condenar y destruir. Como escribe san Agustín: "Si el espíritu de gracia falta, la ley no sirve para otra cosa que para acusarnos y darnos muerte”.
    Al decir esto no se hace injuria alguna a la Ley ni se rebaja en nada su dignidad. Porque si nuestra voluntad estuviera fundada y regulada por la obediencia a la Ley, sin duda alguna bastaría para nuestra salvación su solo conocimiento. Mas como quiera que nuestra naturaleza carnal y corrompida lucha mortalmente con la Ley espiritual de Dios, y no puede corregirse en absoluto con su disciplina, no queda sino que la Ley, que fue dada para la salvación, caso de encontrar sujetos bien dispuestos, se convierta en ocasión de muerte y de pecado. Puesto que todos somos convencidos de transgresores de la misma, cuanto más claramente muestra ella la justicia de Dios, tanto más, por contraste, descubre nuestra iniquidad; cuanta mayor certidumbre nos da del premio de vida y de salvación, preparado para los que obran con justicia, tanto más confirma la ruina dispuesta para los inicuos. Tan lejos, pues, estamos de hacer injuria al expresarnos así, que no sabríamos cómo sería posible engrandecer más la bondad de Dios. Pues con esto se ve claramente que sólo nuestra maldad e iniquidad nos impide conseguir y gozar de la bienaventuranza que nos presenta la Ley. Y con esto encontramos más motivos de tomarle gusto a la gracia de Dios, que suple en nosotros la deficiencia de la Ley, y de amar más la misericordia de Dios, que nos otorga esta gracia, por la cual aprendemos que su Majestad no se cansa nunca de hacernos bien, amontonando a diario beneficios sobre beneficios.

8. La Ley nos lleva de esa manera a recurrir a la gracia
En cuanto a que nuestra iniquidad y condenación es firmada y sellada con el testimonio de la Ley, esto no se hace, si nos aprovechamos de ella, para que desesperados, lo echemos todo por tierra, y nos abandonemos a nuestra ruina, desalentados. Es cierto que los réprobos desfallecen de esta manera; pero eso les sucede por la obstinación de su espíritu. Mas los hijos de Dios han de llegar a una conclusión muy distinta.
    El Apóstol afirma que todo el mundo queda condenado por el juicio de la ley, a fin de que toda boca sea tapada, y todo el mundo se vea obligado a Dios (Rom. 3,19). Y en otro lugar dice: "Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos." (Rom. 11,32). Osea, para que dejando a un lado la vana opinión que tenían de sus fuerzas, comprendan que no viven ni existen más que por la sola potencia de Dios; para que vacíos de toda otra confianza se acojan a su misericordia y a ésta sola tomen como justicia y méritos suyos, la cual se presenta en Jesucristo, a todos los que con verdadera fe la desean, la procuran y esperan en ella. Porque Dios en los mandamientos solamente remunera la perfecta justicia, de la cual todos estamos faltos; y, al contrario, se muestra juez severo de los pecados. Pero en Cristo resplandece su rostro lleno de gracia y dulzura para con nosotros, aunque seamos miserables e indignos pecadores.

9. Testimonio de san Agustín
En cuanto a la ensenanza que hemos de sacar de la Ley para implorar el auxilio divino, san Agustín habla de ello en diversos lugares. Así escribe a Hilario: "La Ley manda, para que nosotros, esforzándonos en hacer lo que manda y no pudiendo hacerlo por nuestra flaqueza, aprendamos a implorar el favor de la gracia de Dios". Y a Aselio: "La utilidad de la Ley es convencer al hombre de su debilidad, y forzarlo a que busque la medicina de la gracia que se halla en Jesucristo". Y a Inocencio Romano le escribe: "La Ley manda; la gracia da la fuerza para bien obrar". Y a Valentino: "Manda Dios lo que no podemos hacer, para que sepamos qué es lo que debemos pedirle". Y: "Se ha dado la Ley para hacernos culpables; para que siendo culpables, temieseis, y temiendo, pidieseis perdón, y no presumieseis de vuestras fuerzas" I. Y también: "La Ley ha sido dada para esto, para hacernos de grandes pequeños, a fin de mostrar que por nosotros mismos no tenemos fuerzas para vivir justamente, y viéndonos de esta manera necesitados, indignos y pobres, nos acogiésemos a la gracia". Y luego, dirigiéndose a Dios: "Hazlo así, Señor, hazlo así, misericordioso Señor; manda lo que no podemos cumplir; o por mejor decir, manda lo que no podemos cumplir sin tu gracia, para que cuando los hombres no puedan cumplirlo con sus fuerzas, sea toda boca tapada y nadie se tenga por grande; que todo el mundo se vea pequeño, y se vea culpable delante de Dios" .
    Pero no es necesario acumular testimonios de san Agustín sobre esta materia, ya que escribió todo un libro sobre el particular., al que puso por título Del Espíritu y de la Letra.
    Respecto a la segunda utilidad, no la expone tan claramente. Quizás porque pensaba que la segunda era mera consecuencia de la primera, o porque no estaba tan convencido de la misma, o bien porque no conseguía formularla tan distinta y claramente como quería.
    Aunque esta utilidad de que hemos hablado convenga propiamente a los hijos de Dios, sin embargo, también se aplica a los réprobos. Pues si bien ellos no llegan, como los fieles, hasta el punto de sentirse confusos según la carne, para renovarse según el hombre interior, que es el Espíritu, sino que aterrados se dejan llevar por la desesperación, sin embargo sirve para manifestarles la equidad del juicio de Dios el que sus conciencias se vean de tal manera atormentadas por el remordimiento; ya que ellos, en cuanto les es posible, tergiversan siempre el juicio de Dios. Y aunque por ahora no se revele el juicio del Señor, sin embargo sus conciencias de tal manera se ven abatidas por el testimonio de la Ley y de sus propias conciencias, que bien claramente dejan ver lo que han merecido.

10. 2º . La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas
El segundo cometido de la Ley es que aquellos que nada sienten de lo que es bueno y justo, sino a la fuerza, al oír las terribles amenazas que en ella se contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no porque su corazón se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto un freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro su maldad, que de otra manera dejarían desbordarse. Pero esto no les hace mejores ni más justos delante de Dios; porque, sea por temor o por vergüenza por lo que no se atreven a poner por obra lo que concibieron, no tienen en modo alguno su corazón sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que cuanto más se contienen, más vivamente se encienden, hierven y se abrasan interiormente en sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer cualquier maldad, si ese terror a la Ley no les detuviese. Y no solamente eso, sino que además aborrecen a muerte a la misma Ley, y detestan a Dios por ser su autor, de tal manera que si pudiesen, le echarían de su trono y le privarían de su autoridad, pues no le pueden soportar porque manda cosas santas y justas, y porque se venga de los que menosprecian su majestad.
    Este sentimiento se muestra más claramente en unos que en otros; sin embargo existe en todos los que no están regenerados; no se sujetan a la Ley voluntariamente, sino únicamente a la fuerza por el gran temor que le tienen. Sin embargo, esta justicia forzada es necesaria para la común utilidad de los hombres, por cuya tranquilidad se vela, al cuidar de que no ande todo revuelto y confuso, como acontecería, si a cada uno le fuese lícito hacer lo que se le antojare.

    Para los futuros creyentes, la Leyes una gracia preparatoria. Yauna los mismos hijos de Dios no les es inútil que se ejerciten en esta pedagogía, cuando no tienen aún el Espíritu de santificación, y se ven agitados por la intemperancia de la carne. Porque mientras en virtud del temor al castigo divino se reprimen y no se dejan arrastrar por sus desvaríos, aunque no les sirva de mucho por no tener aún dominado su corazón ' no obstante, en cierta manera se acostumbran a llevar el yugo del Señor, sometiéndose a su justicia, para que cuando sean llamados no se sientan del todo incapaces de sujetarse a sus mandamientos, como si fuera cosa nueva y nunca oída.
    Es verosímil que el Apóstol quisiera referirse a esta función de la Ley cuando dice que "la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y los pecadores, para los irreverentes y profanos, para los parricidas y los matricidas, para los homicidas, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana doctrina" (1 Tim. 1, 9). Porque con estas palabras prueba que la Ley es un freno para la concupiscencia de la carne, la cual de no ser así refrenada, se desmandaría sin medida alguna.

11. El testimonio de la experiencia
A ambos propósitos se puede aplicar lo que dice el Apóstol en otro lugar, que la Ley ha sido para los judíos un pedagogo que los encaminara a Cristo (Gál. 3,24). Porque hay dos clases de hombres a los que ella dirige hacia Cristo con sus enseñanzas.
    Los primeros son aquellos de quienes hemos hablado, que por confiar excesivamente en su propia virtud y justicia, no son aptos para recibir la gracia de Dios, si no desechan primero esta opinión. Y así la Ley, al ponerles delante de los ojos su miseria, hace que se humillen, preparándolos de esta manera a desear lo que ellos creían que no les faltaba.
    Los segundos son los que tienen necesidad de freno para ser retenidos, a fin de que no suelten las riendas al ímpetu de su carne y se olviden por completo de vivir según la justicia. Porque donde quiera que no domina aún el Espíritu de Dios, son tan enormes y exorbitantes a veces las concupiscencias, que hay peligro de que el alma, enredada en ellas, caiga en olvido y menosprecio de Dios. Y evidentemente así sucedería, si no proveyera el Señor con este remedio de retener con el freno de su Ley a aquellos en los que aún domina la carne. Por eso, cuando no regenera inmediatamente a los que ha escogido para la vida eterna, los mantiene hasta el tiempo de su visitación por medio de la Ley en el temor, que no es puro ni perfecto, cual conviene a los hijos de Dios; pero sí útil durante aquel tiempo, para que conforme a su capacidad sean como guiados de la mano a la verdadera piedad.
    De esto tenemos tantas experiencias, que no es necesario alegar ningún ejemplo. Porque todos aquellos que durante algún tiempo vivieron en la ignorancia de Dios convendrán en que mediante el freno de la Ley se mantuvieron en un cierto temor y respeto de Dios, hasta que regenerados por el Espíritu de Dios, comenzaron a amarle de verdad y de corazón.

12. 3º. La Ley moral revela la voluntad de Dios a los creyentes
El tercer oficio de la Ley, y el principal, que pertenece propiamente al verdadero fin de la misma, tiene lugar entre los fieles, en cuyos corazones ya reina el Espíritu de Dios, y en ellos tiene su morada. Porque, aunque tienen la Ley de Dios escrita y grabada en sus corazones con el dedo de Dios, o sea, que como están guiados por el Espíritu Santo son tan afectos a la Ley que desean obedecer a Dios, sin embargo, de dos maneras les es aún provechosa la Ley, pues es para ellos un excelente instrumento con el cual cada día pueden aprender a conocer mucho mejor cuál es la voluntad de Dios, que tanto anhelan conocer, y con el que poder ser confirmados en el conocimiento de la misma. Igual que un siervo, que habiendo decidido ya en su corazón servir bien a su amo y agradarle en todas las cosas, sin embargo siente la necesidad de conocer más familiarmente sus costumbres y manera de ser, para acomodarse a ellas más perfectamente. Pues nadie ha llegado a tal extremo de sabiduría, que no pueda con el aprendizaje cotidiano de la Ley adelantar diariamente más y más en el perfecto conocimiento de la voluntad de Dios.
    La Ley les exhorta a la obediencia. Además, como no sólo tenemos necesidad de doctrina, sino también de exhortación, aprovechará también el creyente de la Ley de Dios, en cuanto que por la frecuente meditación de la misma se sentirá movido a obedecer a Dios, y así fortalecido, se apartará del pecado. Pues conviene que los santos se estimulen a sí mismos de esta manera; pues si bien en su espíritu tienen una cierta prontitud para aplicarse a obrar bien, sin embargo están siempre agobiados por el peso de la carne, de tal manera que no pueden nunca cumplir enteramente su deber. A la carne la Ley le es como un látigo para hacerla trabajar; igual que a un animal perezoso, que no se mueve sino a fuerza de palos. Y aún digo más; que la Ley será, incluso para el hombre espiritual por no estar aún libre del peso de la carne, como un aguijón que no le permitirá estarse ocioso ni dormirse.
    Este oficio de la Ley tenía sin duda presente David, cuando la colmaba de tantas alabanzas: "La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel... ; los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran los corazones... ;" (Sal. 19,7). Y: "Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino" (Sal. 119,105) y otros innumerables testimonios que hay en este salmo. Y no se opone esto a los testimonios que hemos citado del Apóstol en los cuales muestra, no la utilidad de la Ley respecto del hombre regenerado, sino lo que puede aportar por sí misma al hombre. En cambio el Profeta en estos textos expone cuánta es la utilidad de la Ley para aquellos a los que el Señor interiormente inspira prontitud para obedecerle. Y no hace mención solamente de los mandamientos, sino que añade también la promesa de la gracia, que, por lo que a los fieles se refiere, no debe de ser separada, y que convierte en dulce lo que es amargo. Porque, ¿qué habría menos amable que la Ley, si solamente nos exigiera el cumplimiento del deber con amenazas, llenando nuestras almas de temor? Sobre todo demuestra David, que en la Ley ha conocido él al Mediador, sin el cual no hay placer ni alegría posibles.

13. Error de los antinomistas
Incapaces de establecer esta diferencia, algunos ignorantes rechazan temerariamente a Moisés en general y sin excepción alguna, y arrinconan las dos tablas de la Ley. La razón de esto es su opinión de que no es conveniente que los cristianos profesen una doctrina, que contiene en sí la administración de la muerte.
    Tal opinión hemos de rechazarla por completo, ya que Moisés ha expuesto admirablemente que la Ley, aunque en el pecador no puede causar más que la muerte, sin embargo en el regenerado produce un fruto y una utilidad muy distintos. Pues estando ya para morir, declara ante todo el pueblo: "Aplicad vuestro corazón a todas las palabras que yo os testifico hoy, para que las mandéis a vuestros hijos, a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta Ley; porque no os es cosa vana; es vuestra vida..." (Dt. 32,46-47).
    Y si nadie puede negar que en la Ley se propone un modelo perfectísimo de justicia, hay que decir, o que no debemos tener regla alguna de bien, o que es menester tener por regla a la Ley de Dios. Porque no hay muchas reglas de vivir, sino una sola, la cual es perpetua e inmutable. Por lo cual, lo que dice David: que el hombre justo medita día y noche en la Ley del Señor (Sal. 1, 2), no hay que entenderlo de una época determinada, sino que conviene a todos los tiempos y a todas las épocas hasta el fin del mundo.
    Y no debemos atemorizarnos ni intentar huir de su obediencia porque exige una santidad mucho más perfecta de la que podemos tener mientras estamos encerrados en la prisión del cuerpo; porque, cuando estamos en gracia de Dios, no ejerce su rigor, forzándonos de tal manera que no se dé por satisfecha hasta que no hayamos cumplido cuanto nos manda; sino que, exhortándonos a la perfección a la cual nos llama, nos muestra el fin hacia el cual nos es provechoso y útil tender, si queremos cumplir con nuestro deber; y este tender incansablemente es suficiente. Porque toda esta vida no es más que una carrera, al fin de la cual el Señor nos hará la merced de llegar al término hacia el cual ahora tendemos y hacia el cual van encaminados todos nuestros esfuerzos, aunque estamos muy lejos aún de él.

14.En Cristo queda abolida la maldición de la Ley, pero la obediencia
permanece
Así que la Ley sirve para exhortar a los fieles, no para complicar sus conciencias con maldiciones. Incitándolos una y otra vez los despierta de su pereza y los estimula para que salgan de su imperfección. Hay muchos que por defender la libertad de la maldición de la Ley dicen que ésta ha sido abrogada y que no tiene valor para los fieles ﷓ sigo hablando de la Ley moral ﷓, no porque no siga prescribiendo cosas justas, sino únicamente para que ya no siga significando para ellos lo que antes, y no los condene y destruya pervirtiendo y confundiendo sus conciencias. San Pablo bien claramente muestra esta derogación de la Ley. Y que el Señor también la haya enseñado se ve manifiestamente por el hecho de no haber refutado la opinión de que Él había de destruir y hacer vana la Ley, lo cual no hubiera hecho si no se le hubiera acusado de ello. Ahora bien, tal opinión no se hubiera podido difundir sin algún pretexto o razón, por lo cual es verosímil que nació de una falsa exposición de la doctrina de Cristo; pues casi todos los errores suelen tomar ocasión de la verdad. Por tanto, para no caer nosotros también en el mismo error, será necesario que distingamos cuidadosamente lo que está abrogado en la Ley, y lo que aún permanece en vigor.
     Cuando el Señor afirma que Él no había venido a destruir la Ley, sino a cumplirla, y que no faltaría ni una tilde hasta que pasasen el cielo y la tierra y todo se cumpliese (Mt. 5,17), con estas palabras muestra bien claramente que la reverencia y obediencia que se debe a la Ley no ha sido disminuida en nada por su venida. Y con toda razón, puesto que Él vino para poner remedio a sus transgresiones. Así que de ningún modo es rebajada la doctrina de la Ley por Cristo, pues ella, enseñándonos, amonestándonos, con reprensiones y correcciones nos prepara y forma para toda buena obra.

15.Llevando sobre sí nuestra maldición, Cristo nos hace hjos de Dios
Respecto a lo que dice san Pablo de la maldición, evidentemente no pertenece al oficio de instruir, sino solamente a la fuerza que tiene para aprisionar las conciencias. Porque la Ley no solamente enseña, sino que exige cuentas autoritariamente de lo que manda. Si no se hace lo que manda, y aún digo más, si halla deficiencias en alguna de las cosas que prescribe, al momento pronuncia la horrible sentencia de maldición. Por esta causa dice el Apóstol que todos los que dependen de las obras de la Ley están malditos, puesto que está escrito: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley para hacerlas (Gál. 3, 10; Dt. 17,16). Y dice que todos cuantos están debajo de la Ley no fundan su justicia en el perdón de los pecados, por el cual quedamos libres del rigor de la misma. Y por eso Pablo nos enseña que hemos de librarnos de las cadenas de la Ley, si no queremos perecer miserablemente en ellas. ¿De qué cadenas? De aquella rigurosa y dura exacción con que nos persigue, llevándolo todo con sumo rigor sin dejar falta alguna sin castigo.
    Para librarnos de esta maldición, Cristo se hizo maldición por nosotros, porque está escrito: "Maldito todo el que pende del madero" (Dt. 21,23; Gál. 3,13). Y en el capítulo siguiente el Apóstol dice que Cristo estuvo sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban debajo de la Ley; pero en seguida añade: para que gozásemos del privilegio de hijos. ¿Qué quiere decir con esto? Para que no estuviésemos oprimidos por un cautiverio que tuviese apresadas nuestras conciencias con el horror de la muerte.
    No obstante, a pesar de todo, ha de quedar bien establecido que la autoridad de la Ley no es rebajada en absoluto, y que debemos profesarle la misma reverencia y obediencia.

16.Sus ceremonias quedan abolidas en cuanto al uso, porque Cristo ha realizado todos sus efectos
La razón es distinta para las ceremonias, las cuales no fueron abolidas en cuanto a su efecto, sino en cuanto a su uso. Y el que Cristo con su venida las haya hecho cesar, no les quita nada de su santidad, sino más bien las enaltece y ensalza. Porque así como se hubieran reducido antiguamente a una simple farsa, de no haberse mostrado en ellas la virtud y eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo, igualmente si no cesaran nos sería hoy imposible entender el fin para el que fueron instituidas. Y por eso san Pablo, para probar que su observancia no sólo es superflua, sino incluso nociva, dice que fueron sombra de lo que ha de venir, y que el cuerpo de las mismas se nos muestra en Cristo (Col. 2,17). Vemos, pues, cómo al ser abolidas resplandece mucho mejor en ellas la verdad, que si aún siguiese representando veladamente a Jesucristo, que ya ha aparecido públicamente. Y he aquí también por qué en la muerte de Jesucristo se rasgó el velo del templo en dos partes (Mt.27,51). Porque se había ya manifestado la imagen viva y perfecta de los bienes celestiales, que en las ceremonias antiguas aparecía solamente en sombras, según dice el autor de la epístola a los Hebreos (Heb. 10, 1). A esto viene también lo que dice Cristo; que la Ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado (Lc. 16,16). No porque los patriarcas del Antiguo Testamento se hayan visto privados de la predicación que contiene en sí la esperanza de salvación y de vida eterna, sino porque solamente de lejos y como entre sombras vieron lo que nosotros hoy en día contemplamos con nuestros ojos.
     Juan Bautista da la razón de por qué fue necesario que la Iglesia comenzase por tales rudimentos para ir subiendo poco a poco; a saber, porque "la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo." Jn. 1, 17). Porque si bien en los antiguos sacrificios se prometió la verdadera remisión de los pecados, y el arca de la alianza fue una cierta prenda del amor paternal de Dios, sin embargo todo ello no hubiera pasado de una sombra, de no estar fundado en la gracia de Jesucristo, en quien únicamente se halla sólida y eterna firmeza.
     De todas formas estemos bien seguros de que aunque las ceremonias y ritos de la Ley hayan cesado, sin embargo, por el fin y la intención de las mismas se puede conocer perfectamente cuánta ha sido su utilidad
antes de la venida de Cristo, quien, al hacer que cesasen, ratificó con su muerte la virtud y eficacia de las mismas.

17.Para san Pablo, la Ley ritual ha cesado; pero la Ley moralpermanece
Un poco más de dificultad tiene la razón que da san Pablo, al decir: "Ya nosotros, estando muertos en vuestros pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, quenos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz" (Col. 2,13﷓14). Porque parece que quiere llevar más adelante la abolición de la Ley, incluso hasta no tener ya nada que ver con sus decretos e instituciones. Pero se engañan los que entienden esto simplemente de la Ley moral, bien que exponen, que tal abolición se refiere a su inexorable severidad, y no a su doctrina.
    Otros, considerando más detenidamente las palabras de san Pablo, ven con razón que esto propiamente se refiera a la ley ritual, y prueban que san Pablo usa muchas veces el término "decreto" en este sentido. Así a los efesios les dice: "Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno,... aboliendo en su carne.. . la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, ("decretos") para crear en sí mismo de los dos un nuevo pueblo... " (Ef. 2,14﷓15). No hay duda alguna de que en este lugar se trata de las ceremonias, pues en él se dice que esta Ley era una pared que diferenciaba y separaba a los judíos de los gentiles (Ef. 2,14-15). Por esto yo también admito que los que sostienen esta segunda opinión critican con razón el parecer de los primeros. No obstante, me parece que ellos mismos no exponen suficientemente lo que quiere decir el Apóstol, pues no puedo admitir que confundan estos dos testimonios, como si quisiera decir lo mismo el uno que el otro.
    Por lo que hace a la Epístola a los Efesios, el sentido es el siguiente: el Apóstol desea darles la certeza de que están admitidos e incorporalos a la coffiunión con el pueblo de Israel, y les da como razón, que el impedimento que antes los dividía, a saber: las ceremonias, ha quedado suprimido; porque los ritos de las abluciones y sacrificios que consagraban al Señor los diferenciaban de los gentiles.
    En cambio, ¿quién no ve que en la epístola a los Colosenses el Apóstol toca un misterio más alto? Se trata allí de las observancias mosaicas, que los falsos apóstoles querían imponer al pueblo cristiano. Y lo mismo que en la epístola a los Gálatas, al tratar de esta misma materia la toma desde mucho más arriba, llevándola en cierta manera hasta su mismo principio y origen, igualmente lo hace en este lugar. Porque si en las ceremonias no se considera más que la necesidad de abolirlas, ¿a qué viene que el Apóstol las llame "obligación"; y tal obligación que es contraria a nosotros? E igualmente ¿por qué se iba a hacer consistir casi toda nuestra salvación en su abolición? Por todo lo cual se ve claramente que hay que atender aquí a otra cosa distinta de la exterioridad de las ceremonias. Y creo haber encontrado su verdadero sentido, si se me concede que es cierto lo que dice con toda verdad san Agustín1; o mejor dicho, lo que él ha sacado de las clarísimas palabras de] Apóstol; a saber, que en las ceremonias judaicas había más bien confesión de los pecados, que no expiación de los mismos. Porque, ¿qué otra cosa hacían con sus sacrificios, sino confesar que eran dignos de muerte, ya que en su lugar ponían un animal, al que sacrificaban? ¿Qué hacían con sus purificaciones, sino testimoniar que eran impuros? De esta manera renovaban la obligación de su pecado e impureza; pero con esta declaración no la pagaban en absoluto. Y por esto dice el Apóstol que la remisión de los pecados que había bajo el primer pacto fue realizada por la muerte de Jesucristo (Heb.9,15). Con toda razón, por tanto, llama el Apóstol a las ceremonias, obligaciones contrarias a los que se servían de ellas, pues con las mismas testificaban y daban a entender su condenación e impureza. Y no contradice esto el que los padres del Antiguo Testamento hayan sido partícipes de la misma gracia que nosotros, porque ellos lograron esto por Cristo, no por las ceremonias, a las cuales el Apóstol en el lugar citado diferencia de Cristo, en cuanto que ellas, después de haber sido revelado el Evangelio, oscurecían su gloria.
    Vemos, pues, que las ceremonias, en sí mismas consideradas, son Ramadas con toda propiedad obligaciones contrarias a la salvación de los hombres; pues eran a modo de escrituras auténticas, para obligar a las conciencias a declarar sus faltas. Por ello, como los falsos apóstoles quisieran obligar a los cristianos a seguir guardándolas, san Pablo, considerando según su primer origen su verdadero significado, avisó con toda razón a los colosenses del peligro en que iban a caer, si consentían que los oprimieran de este modo. Porque juntamente con esto perdían el beneficio de Cristo, en cuanto que con una única y perpetua expiación, había abolido para siempre esas observancias de cada día, que vallan únicamente para poner de relieve los pecados, pero en modo alguno para expiarlos.

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INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO SEGUNDO
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