CAPÍTULO V


I. SE REFUTAN LAS OBJECIONES EN FAVOR DEL LIBRE ALBEDRIO

1. Aunque por necesidad, pecamos voluntariamente
   Nos daríamos por satisfechos con cuanto hemos dicho acerca de la servidumbre y cautividad del libre albedrío del hombre, si no fuera porque los que pretenden engañarlo con una falsa opinión, aducen razones en contrario para refutar cuanto hemos dicho.
   En primer lugar amontonan absurdos con los cuales hacen odiosa nuestra sentencia, como si fuese contraria a la común experiencia de los hombres. Después se sirven de los testimonios de la Escritura para rebatirla. Responderemos según este mismo orden.
   Argumentan ellos así: Si el pecado es de necesidad, ya no es pecado; y si es voluntario, síguese que se puede evitar. De estas mismas armas y este mismo argumento se sirvió Pelagio contra san Agustín; sin embargo, no queremos tacharlos de pelagianos mientras no los hayamos refutado.
   Niego, pues, que el pecado deje de ser imputado como tal por ser de necesidad. Y niego también que se pueda deducir, como ellos lo hacen, que si el pecado es voluntario, se puede evitar. Porque si alguno quisiera disputar con Dios y rehuir su juicio con este pretexto, con decir que no lo puedo hacer de otra manera, tendría bien a la mano la respuesta - que ya antes hemos dado -, a saber: que no depende de la creación, sino de la corrupción de la naturaleza el que los hombres no puedan querer más que el mal, por estar sometidos al pecado. Porque, ¿de dónde viene la debilidad con que los impíos se quieren escudar y tan de buen grado alegan, sino de que Adán por su propia voluntad se sometió a la tiranía del Diablo? De ahí, pues, viene la perversión "que tan encadenados nos tiene: de que el primer hombre apostató de su Creador y se rebeló contra Él. Si todos los hombres muy justamente son tenidos por culpables a causa de esta rebeldía, no crean que les va a servir de excusa el pretexto de esta necesidad, en la cual se ve con toda claridad la causa de su condenación. Es lo que antes expuse ya, al poner como ejemplo a los diablos, por lo que claramente se ve que los que pecan por necesidad no dejan por lo mismo de pecar voluntariamente. Y al contrario, aunque los ángeles buenos no pueden apartar su voluntad del bien, no por eso deja de ser voluntad. Lo cual lo expuso muy bien san Bernardo, al decir que nosotros somos más desventurados, por ser nuestra necesidad voluntaria; la cual, sin embargo, de tal manera nos tiene atados, que somos esclavos del pecado, como ya hemos visto.
   La segunda parte de su argumentación carece de todo valor. Ellos entienden que todo cuanto se hace voluntariamente, se hace libremente. Pero ya hemos probado antes que son muchísimas las cosas que hacemos voluntariamente,  cuya elección, sin embargo, no es libre.

2. Con todo derecho, los vicios son castigados y las virtudes recompensadas
   Dicen también que si las virtudes y los vicios no proceden de la libre elección, qué no es conformé a la razón que el hombre sea remunerado o castigado. Aunque este argumento está tomado de Aristóteles, también lo emplearon algunas veces san Crisóstomo y san Jerónimo; aunque el mismo san Jerónimo no oculta que los pelagianos se sirvieron corrientemente de este argumento; de los cuales cita las palabras siguientes: "Si la gracia de Dios obra en nosotros, ella, y no nosotros, que no obramos, será remunerada".
   En cuanto a los castigos que Dios impone por los pecados, respondo que justamente somos por ellos castigados, pues la culpa del pecado reside en nosotros. Porque, ¿qué importa que pequemos con un juicio libre o servil, si pecamos con un apetito voluntario, tanto más que el hombre es convicto de pecador por cuanto esta bajo la servidumbre del pecado?
   Referente al galardón y premio de las buenas obras, ¿dónde está el absurdo por confesar que se nos da, más por la benignidad de Dios que por nuestros propias méritos? ¿Cuántas veces no repite san Agustín que Dios no galardona nuestros méritos, sino sus dones, y que se llaman premios, no lo que se nos debe por nuestro méritos, sino la retribución de las mercedes anteriormente recibidas? Muy atinadamente advierten que los méritos no tendrían lugar, si las buenas obras no brotasen de la fuente del libre albedrío; pero están muy engañados al creer que esto es algo nuevo. Porqué san Agustín no duda en enseñar a cada paso que es necesario lo que ellos piensan que es tan fuera de razón; como cuando dice: "¿Cuáles son los méritos de todos los hombres? Pues Jesucristo vino, no con el galardón que se nos debía, sino con su gracia gratuitamente dada; a todos los halló pecadores, siendo Él solo libre de pecado”, y el que libra de pecado”. Y : "Si se te da lo que se te debe, mereces ser castigado; ¿qué hacer? Dios no te castiga con la pena que merecías, sino que te da la gracia que no merecías. Si tú quieres excluir la gracia, gloríate de tus méritos”. Y: "Por ti mismo nada eres; los pecados son tuyos, pero los méritos son de Dios; tú mereces ser castigado, y cuando Dios te concede el galardón de la vida, premiará sus dones, no tus méritos". De acuerdo con esto enseña en otro lugar que la gracia no procede del mérito, sino al revés, el mérito de la gracia. Y poco después concluye que Dios precede con sus dones a todos los méritos; para de allí sacar sus méritos; y que Él da del todo gratuitamente lo que da, porque no encuentra motivo alguno para salvar. Pero es inútil proseguir, pues a cada paso se hallan en sus escritos dichos semejantes.
    Sin embargo, el mismo Apóstol les librará mejor aún de este desvarío, si quieren oír de qué principio deduce él nuestra bienaventuranza y la gloria eterna que esperamos: "A los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó" (Rom. 8,30). ¿Por qué, pues, según el Apóstol, son los fieles coronados? Porque por la misericordia de Dios, y no por sus esfuerzos, fueron escogidos, llamados y justificados.
    Cese, pues, nuestro vano temor de que no habría ya méritos si no hubiese libre albedrío. Pues sería gran locura apartarnos del camino que nos muestra la Escritura. "Si (todo) lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor.4,7). ¿No vemos que con esto quita el Apóstol toda virtud y eficacia al libre albedrío, para no dejar lugar alguno a sus méritos? Mas, como quiera que Dios es sobremanera munífico y liberal, remunera las gracias que Él mismo nos ha dado, como si procediesen de nosotros mismos, por cuanto al dárnoslas, las ha hecho nuestras.

3. La elección de Dios es lo que hace que ciertos hombres sean buenos
Alegan después una objeción, que parece tomada de san Crisóstomo: que si no estuviese en nuestra mano escoger el bien o el mal, sería necesario que todos los hombres fuesen o buenos o malos; puesto que todos tienen la misma naturaleza. No es muy diferente a esto lo que escribió el autor del libro De la vocación de los gentiles, comúnmente atribuido a san Ambrosio, cuando argumenta que nadie se apartaría jamás de la fe, si la gracia de Dios no dejase a la voluntad tal que pueda cambiar de propósito (lib. 11).
    Me maravilla que hombres tan excelentes se hayan llamado así a engaño. ¿Cómo es posible que Crisóstomo no tuviera presente que es la elección de Dios la que diferencia a los hombres? Ciertamente no hemos de avergonzarnos en absoluto de confesar lo que tan contundentemente afirma san Pablo: “No hay justo, ni aun uno" (Rom. 3, 10); pero añadimos. con él que a la misericordia de Dios se debe que no todos permanezcan en su maldad. Por tanto, como todos tenemos de naturaleza la misma enfermedad, solamente se restablecen aquellos a quienes agrada al Señor curar. Los otros, a los cuales Él por su justo juicio desampara, se van corrompiendo poco a poco hasta consumirse del todo. Y no hay otra explicación de que unos perseveren hasta el fin, y otros desfallezcan a mitad de camino. Porque la misma perseverancia es don de Dios, que no da a todos indistintamente, sino solamente a quienes le place. Y si se pregunta por la causa de esta diferencia, que unos perseveren y los otros sean inconstantes, sólo se podrá responder que Dios sostiene con su potencia a los primeros para que no perezcan, pero que a los otros no les da la misma fuerza y vigor; y esto, porque quiere mostrar en ellos un ejemplo de la inconstancia humana.

4. Las exhortaciones a vivir bien son necesarias
Objetan también que es vano hacer exhortaciones, que las amonestaciones no servirían de nada, que las reprensiones serían ridículas, si el pecador no tuviese poder por sí mismo para obedecer.
    San Agustín se vio obligado a escribir un libro que tituló De la corrección y de la gracia, porque se le objetaban cosas semejantes a éstas; y en él responde ampliamente a todas las objeciones. Sin embargo, reduce la cuestión en suma a esto: "Oh, hombre, entiende en lo que se te manda qué es lo que debes hacer; cuando eres reprendido por no haberlo hecho, entiende que por tu culpa te falta la virtud para hacerlo; cuando invocas a Dios, entiende de dónde has de recibir lo que pides" (cap. III). Casi el mismo argumento trata en el libro que tituló Del espíritu y de la letra, en el cual enseña que Dios no mide sus mandamientos conforme a las fuerzas del hombre, sino que después de mandar lo que es justo, da gratuitamente a sus escogidos la gracia y el poder de cumplirlo. Para probar lo cual no es menester mucho tiempo.
    Primeramente, no somos sólo nosotros los que sostenemos esta causa, sino Cristo y todos sus apóstoles. Miren, pues, bien nuestros adversarios cómo se van a arreglar para salir victoriosos contra tales competidores. ¿Por ventura Cristo, el cual afirma que sin Él no podemos nada (Jn. 15,5), deja por eso de reprender y castigar a los que sin Él obraban mal? ¿Acaso no exhortaba a todos a obrar bien? ¡Cuán severamente reprende san Pablo a los corintios porque no vivían en hermandad y caridad! (1 Cor. 3,3). Sin embargo, luego pide él a Dios que les dé gracia, para que vivan en caridad y en amor. En la carta a los Romanos afirma que la justicia "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" (Rom.9,16); y sin embargo, no deja luego de amonestar, exhortar y reprender. ¿Por qué, pues, no advierten al Señor que no se tome el trabajo de pedir en balde a los hombres lo que sólo Él puede darles, y de castigarlos por actos que cometen únicamente porque les falta su gracia? ¿Por qué no advierten a san Pablo que perdone a aquellos en cuya mano no está ni querer, ni correr, si la misericordia de Dios no les acompaña y guía, la cual les falta y por eso pecan? Pero de nada valen todos estos desvaríos, pues la doctrina de Dios se apoya en un óptimo fundamento, si bien lo consideramos.
    Es verdad que san Pablo muestra cuán poco valen en si mismas las enseñanzas, las exhortaciones y reprensiones para cambiar el corazón del hombre, al decir que "ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento" (1 Cor. 3,7). El es quien obra eficazmente. E igualmente vemos con qué severidad establece Moisés los mandamientos de la Ley, y cómo los Profetas insisten con celo y amenazan a quienes los quebrantan. Sin embargo, confiesan que los hombres solamente comienzan a tener entendimiento cuando les es dado corazón para que entiendan; y que es obra propia de Dios circuncidar los corazones, y hacer que de corazones de piedra se conviertan en corazones de carne; que Él es quien escribe su Ley en nuestras entrañas; y, en fin, que Él, renovando nuestra alma, hace que su doctrina sea eficaz.

5. Las exhortaciones hacen inexcusables a los obstinados
¿De qué, pues, sirven las exhortaciones?, dirá alguno. Si los impío de corazón obstinado las menosprecian, les servirán de testimonio para acusarlos cuando comparezcan ante el tribunal y juicio de Dios; y aún más: que incluso en esta vida su mala conciencia se ve presionada por ellas. Porque, por más que se quieran mofar de ellas, ni el más descarado de los hombres podrá condenarlas por malas.
Pero replicará alguno: ¿Qué puede hacer un pobre hombre, cuando la presteza de ánimo requerida para obedecer, le es negada? A esto respondo: ¿Cómo puede tergiversar las cosas, puesto que no puede imputar la dureza de su corazón más que a sí mismo? Por eso los impíos, aunque quisieran burlarse de los avisos y exhortaciones que Dios les da a pesar suyo y mal de su grado, se ven confundidos por la fuerza de las mismas.

    Con ellas prepara Dios a los creyentes a recibir la gracia de obedecer. Pero su principal utilidad se ve en los fieles, en los cuales, aunque el Señor obre todas las cosas por su Espíritu, no deja de usar del instrumento de su Palabra para realizar su obra en los mismos, y se sirve de ella eficazmente, y no en vano. Tengamos, pues, como cierta esta gran verdad: que toda la fuerza de los fieles consiste en la gracia de Dios, según lo que dice el profeta: "Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos" (Ez. 11, 19), "para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos, y los cumplan" (Ez. 11,20). Y si alguno pregunta por qué se les amonesta sobre lo que han de hacer, y no se les deja que les guíe el Espíritu Santo; a qué fin les instan con exhortaciones, puesto que no pueden darse más prisa que según lo que el Espíritu los estimule; por qué son castigados cuando han faltado, puesto que necesariamente han tenido que caer debido a la flaqueza de su carne; a quien así objeta le responderé: ¡Oh, hombre! ¿Tú quién eres para dar leyes a Dios? Si Él quiere prepararnos mediante exhortaciones a recibir la gracia de obedecer a las mismas, ¿qué puedes tú reprender ni criticar en esta disposición y orden de que Dios quiere servirse? Si las exhortaciones y reprensiones sirviesen a los piadosos únicamente ' para convencerlos de su pecado, no podrían ya por esto solo ser tenidas por inútiles. Pero, como quiera que sirven también grandemente para inflamar el corazón al amor de la justicia, para desechar la pereza, rechazar el placer y el deleite dañinos; y, al contrario, para engendrar en nosotros el odio y descontento del pecado, en cuanto el Espíritu Santo obra interiormente, ¿quién se atreverá a decir que son superfluas? Y si aún hay quien desee una respuesta más clara, hela aquí en pocas palabras: Dios obra en sus elegidos de dos maneras: la primera es desde dentro por su Espíritu; la segunda, desde fuera, por su Palabra. Con su Espíritu, alumbrando su entendimiento y formando sus corazones, para que amen la justicia y la guarden, los hace criaturas nuevas. Con su Palabra, los despierta y estimula a que apetezcan, busquen y alcancen esta renovación. En ambas cosas muestra la virtud de su mano conforme al orden de su dispensación.
    Cuando dirige esta su Palabra a los réprobos, aunque no sirve para corregirlos, consigue otro fin, que es oprimir en este mundo su conciencia mediante su testimonio, y en el día del juicio hacer que, por lo mismo, sean mucho más inexcusables. Y por esto, aunque Cristo dice que "ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió, no le trajere"; y "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí" (Jn.6,44.45), sin embargo, no por eso deja de enseñar y convida insistentemente a quienes necesitan ser enseñados interiormente por el Espíritu Santo, para que aprovechen lo que han oído. En cuanto a los réprobos, advierte san Pablo que la doctrina no les es inútil, pues les es "ciertamente olor de muerte para muerte" (2 Cor. 2,16); y sin embargo, es olor suavísimo a Dios.

II. OBJECIONES SACADAS DE LA SAGRADA ESCRITURA

6. La Ley y los mandamientos
Nuestros adversarios se esfuerzan mucho en amontonar numeroso testimonios de la Escritura, y ponen en ello gran diligencia, pues no pudiendo vencernos con autoridades traídas más a propósito que la citadas por nosotros, quieren al menos oprimirnos con su número. Pero como suele acontecer en la guerra, cuando la gente no acostumbrada 1 pelear viene a las manos, por mucho lucimiento que traigan, a los primeros golpes son desbaratados y puestos en fuga; y de la misma manera nos será a nosotros muy fácil deshacer cuanto ellos objetan, por más apariencia y ostentación de que hagan gala. Y como todos los textos que citan en contra de nosotros se pueden reducir a ciertos puntos generales de doctrina, al ordenarlos todos bajo una misma respuesta, de una vez contestaremos a varios de ellos. Por eso no es necesario responder cada uno en particular.
    Ante todo hacen mucho hincapié en los mandamientos, pensando que están de tal manera proporcionados con nuestras fuerzas, que todo cuanto en ellos se prescribe lo podemos hacer. Amontonan, pues, un gran número, y por ellos miden las fuerzas humanas. Su argumentación pro cede así: 0 bien Dios se burla de nosotros al prescribirnos la santidad la piedad, la obediencia, la castidad y la mansedumbre, y prohibirnos la impureza, la idolatría, la deshonestidad, la ira, el robo, la soberbia y otras cosas semejantes; o bien, no exige más que lo que podemos hacer
    Ahora bien, todo el conjunto de mandamientos que citan, se pueden distribuir en tres clases. Los unos piden al hombre que se convierta a Dios; otros simplemente le mandan que guarde la Ley; los últimos piden que perseveremos en la gracia que Dios nos ha otorgado. Hablemos de todos en general, y luego descenderemos a cada clase en particular.

Con sus mandamientos Dios nos demuestra nuestra impotencia. La costumbre de medir las fuerzas del hombre por los mandamientos es ya muy antigua, y confieso que tiene cierta apariencia de verdad; sin embargo afirmo que todo ello procede de una grandísima ignorancia de la Ley de Dios. Porque los que tienen como una abominación el que se diga que es imposible guardar la Ley, dan como principal argumento - muy débil por cierto - que si no fuese así se habría dado la Ley en vano. Pero al hablar as! lo hacen como si san Pablo jamás hubiera tocado la cuestión de la Ley. Porque, pregunto yo, ¿qué quieren decir estos textos de san Pablo: "Por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Rom. 3,20); “no conocí el pecado sino por la ley" (Rom. 7,7); “Fue añadida (la ley) a causa de las trasgresiones" (Gál.3,19); "la ley se introdujo para que el pecado abundase" (Rom. 5, 20)? ¿Quiere por ventura decir san Pablo que la Ley, para que no fuese dada en vano, había de ser limitada conforme a nuestras fuerzas? Sin embargo él demuestra en muchos lugares que la Ley exige más de lo que nosotros podemos hacer, y ello para convencernos de nuestra debilidad y pocas fuerzas. Según la definición que el mismo Apóstol da de la Ley, evidentemente el fin y cumplimiento de la misma es la caridad (1 Tim. 1, 5); y cuando ruega a Dios que llene de ella el corazón de los tesalonicenses, harto claramente declara que en vano suena la Ley en nuestros oídos, si Dios no inspira a nuestro corazón lo que ella enseña (1 Tes.3,12).

7. La Ley contiene también las promesas de gracia por la que nos es dado
obedecer
Ciertamente, si la Escritura no enseñase otra cosa sino que la Ley es una regla de vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo cuanto pensemos, yo no tendría dificultad mayor en aceptar su opinión. Pero, como, quiera que ella insistentemente y con toda claridad nos explica sus diversas utilidades, será mejor considerar, según lo dice el Apóstol, qué es lo que la Ley puede en el hombre.
   Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto como nos dice la Ley lo que tenemos que hacer, al punto nos enseña también que la virtud y la facultad de obedecer proceden de la bondad de Dios; por esto nos insta a que lo pidamos al Señor. Si solamente se nos propusieran los mandamientos, sin promesa de ninguna clase, tendríamos que probar nuestras fuerzas para ver si bastaban a hacer lo mandado. Mas, como quiera que juntamente con los mandamientos van las promesas que nos dicen que no solamente necesitamos la asistencia de la gracia de Dios, sino que toda nuestra fuerza y virtud se apoya en su gracia, bien a las claras nos dicen que no solamente no somos capaces de guardar la Ley, sino que somos del todo inhábiles para ella. Por lo tanto, que no nos molesten más con la objeción de la proporción entre nuestras fuerzas y los mandamientos de la Ley, como si el Señor hubiese acomodado la regla de la justicia que había de promulgar en su Ley, a nuestra debilidad y flaqueza. Más bien consideremos por las promesas hasta qué punto llega nuestra incapacidad, pues para todo tenemos tanta necesidad de la gracia de Dios.
    Mas ¿a quién se va a convencer, dicen ellos, de que Dios ha promulgado su Ley a unos troncos o piedras? Respondo que nadie quiere convencer de esto. Porque los infieles no son piedras ni leños, cuando adoctrinados por la Ley de que sus concupiscencias son contrarias a Dios, se hacen culpables según el testimonio de su propia conciencia. Ni tampoco lo son los fieles, cuando advertidos de su propia debilidad se acogen a la gracia de Dios. Está del todo de acuerdo con esto, lo que dice san Agustín: "Manda Dios lo que no podemos, para que entendamos qué es lo que debemos pedir". Y: "Grande es la utilidad de los mandamientos, si de tal manera se estima el libre albedrío que la gracia de Dios sea más honrada"'. Asimismo: 'Ta fe alcanza lo que la Ley manda; y aun por eso manda la Ley, para que la fe alcance lo que estaba mandado por la Ley; y Dios pide de nosotros la fe, y no halla lo que pide si Él no da lo que quiere hallar"'. Y: "Dé Dios lo que quiere, y mande lo que quiera" .

8. Dios nos manda convertirnos y nos convierte
Esto se comprenderá mejor considerando los tres géneros de mandamientos que antes hemos mencionado.
    Manda muchas veces el Señor, así en la Ley como en los Profetas, que nos convirtamos a Él. Pero por otra parte dice un profeta: "Conviérteme, y seré convertido ... ; porque después que me convertí tuve arrepentimiento" (Jer.31,18.19). Nos manda también que circuncidemos nuestros corazones (Dt. 10, 16); pero luego nos advierte que esta circuncisión es hecha por su mano (Dt.30,6). Continuamente está exigiendo un corazón nuevo en el hombre; pero también afirma que solamente Él es quien lo renueva (Ez. 36,26). Mas, como dice san Agustín, lo que Dios promete, nosotros no lo hacemos por nuestro libre albedrío, ni por nuestra naturaleza, sino que Él lo hace por gracia 4. Y es ésta la quinta de las reglas que san Agustín nota entre las reglas de la doctrina cristiana: que debemos distinguir bien entre la Ley y las promesas, o entre los mandamientos y la gracia. ¿Qué dirán pues ahora, los que de los mandamientos de Dios quieren deducir que el hombre tiene fuerzas para hacer lo que le manda Dios, y amortiguar de esta manera la gracia del Señor, por la cual se cumplen los mandamientos?

    Él manda y da el obedecer y perseverar. La segunda clase de mandamientos que hemos mencionado no ofrece dificultad; son aquellos en los que se nos manda honrar a Dios, servirle, vivir conforme a su voluntad, hacer lo que Él ordena, y profesar su doctrina. Pero hay muchos lugares en qu¿ se afirma que toda la justicia, santidad y piedad que hay en nosotros son don gratuito suyo.
    Al tercer género pertenece aquella exhortación que, según san Lucas, hicieron Pablo y Bernabé a los fieles: ¡que perseverasen en la gracia de Dios! (Hch. 13,43). Pero el mismo san Pablo demuestra en otro lugar a quién se debe pedir esta virtud de la perseverancia. "Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza" (Ef. 6, 10). Y en otra parte manda que no contristemos al Espíritu de Dios con el cual fuimos sellados para el día de la redención (U4,30). Pero, como los hombres no pueden hacer lo que él pide, ruega a Dios que se lo conceda a los tesalonicenses: que Su majestad los haga dignos de Su santa vocación y que cumpla en ellos todo lo que Él había determinado por su bondad, y por la obra de la fe (2 Tes. 1, 1 l). De la misma manera en la segunda carta a los Corintios, tratando de las ofrendas alaba muchas veces su buena y santa voluntad; pero poco después da gracias a Dios por haber infundido a Tito la voluntad de encargarse de exhortarlos. Luego, si Tito no pudo ni abrir la boca para exhortar a otros, sino en cuanto que Dios se lo inspiró, ¿cómo podrán ser inducidos los fieles a practicar la caridad, si Dios no toca primero sus corazones?

9. Zacarías 1,3 no prueba el libre albedrío
    Los más finos y sutiles discuten "estos testimonios" porque dicen que todo esto no impide que unamos nuestras fuerzas a la gracia de Dios, y que así Él ayuda nuestra flaqueza. Citan también pasajes de los profetas en los cuales parece que Dios divide la obra de nuestra conversión con nosotros. "Volveos a nií," dice, ". ..y yo me volveré a vosotros" (Zac. 1, 3).
    Cuál es la ayuda con la que el Señor nos asiste, lo hemos expuesto antes', y no hay por qué repetirlo de nuevo, puesto que sólo se trata de probar que en vano nuestros adversarios ponen en el hombre la facultad de cumplir la Ley, en virtud de que Dios nos pide que la obedezcamos; ya que es claro que la gracia de Dios es necesaria para cumplir lo que El manda, y que para este fin se nos promete. Pues por aquí se ve, por lo menos, que se nos pide más de lo que podemos pagar y hacer. Ni pueden tergiversar de manera alguna lo que dice Jeremías, que el pacto que había hecho con el pueblo antiguo quedaba cancelado y sin valor alguno, porque solamente consistía en la letra; y que no podía ser válido, más que uniéndose a él el Espíritu, el cual ablanda nuestros corazones para que obedezcan (Jer.31,32).
    En cuanto a la sentencia: "volveos a mí, y yo me volveré a vosotros", tampoco les sirve de nada para confirmar su error. Porque por conversión de Dios no debemos entender la gracia con que Él renueva nuestros corazones para la penitencia y la santidad de vida, sino aquella con la que testifica su buena voluntad y el amor que nos tiene, haciendo que todas las cosas nos sucedan prósperamente; igual que algunas veces se dice también que Dios se aleja de nosotros, cuando nos aflige y nos envía adversidades.
    Así, pues, como el pueblo de Israel se quejaba por el mucho tiempo que llevaba padeciendo grandes tribulaciones, de que Dios lo había desamparado y abandonado, Dios les responde que jamás les faltaría su favor y liberalidad, si ellos volvían a vivir rectamente y para Él, que es el dechado y la regla de toda justicia. Por tanto se aplica mal este lugar al querer deducir del mismo que la obra de la conversión se reparte entre Dios y nosotros.
    Hemos tratado brevemente aquí de esta materia, porque cuando hablemos de la Ley tendremos oportunidad de tratar de ello más por extenso.

10. Las promesas de la Escritura están dadas a propósito
    El segundo modo de exponer sus argumentos no difiere mucho del primero. Alegan las promesas en las cuales parece que Dios hace un pacto con nosotros, como son: "Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis" (Am. 5,14). Y: "Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho" (Is. 1, 19-20). "Si quitares de delante de mí tus abominaciones" no serás rechazado (Jer. 4, l). "Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra" (Dt. 28, l). Y otras semejantes.
    Piensan, pues, ellos que Dios se burlaría de nosotros dejando estas cosas a nuestra voluntad, si no estuviese en nuestra mano y voluntad hacerlas o dejarlas de hacer. Ciertamente que esta razón parece tener mucha fuerza, y que hombres elocuentes podrían ampliarla con muchos reparos. Porque, podrían argüir, que sería gran crueldad por parte de Dios que nos diese a entender que solamente nosotros tenemos la culpa de no estar en su gracia y así recibir de Él todos los bienes, si nuestra voluntad no fuese libre y dueña de sí misma; que sería ridícula la liberalidad de Dios, si de tal manera nos ofreciese sus beneficios, que no pudiéramos disfrutar de ellos; e igualmente en cuanto a sus promesas, si para tener efecto, las hace depender de una cosa imposible.
    En otro lugar hablaremos de las promesas que llevan consigo alguna condición, para que claramente se vea que, aunque la condición sea imposible de cumplir, sin embargo no hay absurdo alguno en ellas.
    En cuanto a lo que al tratado presente toca, niego que el Señor sea cruel o inhumano con nosotros, cuando nos exhorta y convida a merecer sus beneficios y mercedes, sabiendo que somos del todo impotentes para ello. Porque, como las promesas son ofrecidas tanto a los fieles como a los impíos, cumplen con su deber respecto a ambos. Pues así como el Señor con sus mandamientos aguijonea la conciencia de los impíos para que no se duerman en el deleite de sus pecados, olvidándose de sus juicios, igualmente con sus promesas, en cierta manera les hace ver con toda certeza cuán indignos son de su benignidad. Porque, ¿quién negará que es muy justo y conveniente que el Señor haga bien a los que le honran, y que castigue con severidad a los que le menosprecian? Por tanto, el Señor procede justa y ordenadamente, cuando a los impíos, que permanecen cautivos bajo el yugo del pecado, les pone como condición, que si se retiran de su mala vida, entonces Él les enviará toda clase de bienes; y ello aunque no sea más que para que entiendan que con justas razones son excluidos de los beneficios que se deben a los que verdaderamente honran a Dios.
    Por otra parte, como Él procura por todos los medios inducir a los fieles a que imploren su gracia, no será extraño que procure conseguir en ellos tanto provecho con sus promesas, como lo hace, según hemos visto, con sus mandamientos. Cuando en sus mandamientos nos enseña cuál es su voluntad, nos avisa de nuestra miseria, dándonos a entender cuán opuestos somos a su voluntad; y a la vez somos inducidos a invocar su Espíritu, para que nos guíe por el recto camino. Pero, como nuestra pereza no se despierta lo bastante con los mandamientos, añade Él sus promesas, las cuales nos atraen con una especie de dulzura a que amemos lo que nos manda. Y cuanto más amamos la justicia, con tanto mayor fervor buscarnos la gracia de Dios. He aquí como con estas amonestaciones: si quisiereis, si oyereis.... Dios no nos da la libre facultad ni de querer, ni de oír, y sin embargo no se burla de nuestra impotencia; porque de esta manera hace gran beneficio a los suyos, y también que los impíos sean mucho más dignos de condenación.

11. Los reproches de la Escritura no son vanos
También los de la tercera clase tienen gran afinidad con los precedentes, porque alegan pasajes en los que Dios reprocha su ingratitud al pueblo de Israel, pues solamente gracias a la liberalidad de Dios ha recibido todo género de bienes y de prosperidad. Así cuando dice: "El amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros, y caeréis a espada ... por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová" (Nm. 14,43). Y: "Aunque os hablé desde temprano y sin cesar, no oísteis; y os llamé, y no respondisteis; haré también a esta casa ... como hice a Silo" (Jer. 7,13). Y: "Esta es la nación que no escuchó la voz de Jehová su Dios, ni admitió corrección;... Jehová ha aborrecido y dejado la generación objeto de su ira" (Jer. 7,28). Y: "porque habéis endurecido vuestro corazón y no habéis obedecido al Señor, todos estos males han caído sobre vosotros" (Jer.32,23). Estos reproches, dicen, ¿cómo podrían aplicarse a quienes podrían contestar: ciertamente nosotros no deseábamos más que la prosperidad, y temíamos la adversidad; por tanto, que no hayamos obedecido al Señor, ni oído su voz para evitar el mal y ser mejor tratados se ha debido a que, estando nosotros sometidos al pecado, no pudimos hacer otra cosa. Por tanto, sin razón nos echa en cara Dios los males que padecemos, pues no estuvo en nuestra mano evitarlos?

    La conciencia de los malos les convence de su mala voluntad. Con todo derecho son castigados. Para responder a esto, dejando el pretexto de la necesidad, que es frívolo y sin importancia, pregunto si se pueden excusar de no haber pecado. Porque si se les convence de haber faltado, no sin razón Dios les echa en cara que por su culpa no les ha mantenido en la prosperidad. Respondan, pues, si pueden negar que la causa de su obstinación ha sido su mala voluntad. Si hallan dentro de sí mismos la fuente del mal ¿a qué molestarse en buscar otras causas fuera de ellos, para no aparecer como autores de su propia perdición?
    Por tanto, si es cierto que los pecadores por su propia culpa se ven privados de los beneficios de Dios y son castigados por su mano, sobrado motivo hay para que oigan tales reproches de labios de Dios; a fin de que si obstinadamente persisten en el mal, aprendan en sus desgracias más bien a acusar a su maldad y a abominar de ella, que no a echar la culpa a Dios y tacharle de excesivamente riguroso. Y si no se han endurecido del todo, y hay en ellos aún cierta docilidad, que conciban de sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos son infelices y están perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazón que es verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los piadosos las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella solemne oración de Daniel (Dn. 9).
    En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judíos, a los cuales Jeremías por mandato de Dios muestra las causas de sus miserias, aunque no pudo suceder más que lo que Dios había dicho antes: "Tú, pues, les dirás todas estas palabras, pero no te oirán; los llamarás, y no te responderán" (Jer. 7,27). Pero ¿con qué fin hablaba el profeta a gente sorda? Para que a pesar de sí mismos y a la fuerza comprendiesen que era verdad lo que oían, a saber: que era un horrendo sacrilegio echar a Dios la culpa de sus desventuras, cuando era únicamente de ellos.
    Con estas tres soluciones podrá cada uno librarse fácilmente de la infinidad de testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen
amontonar, tanto sobre los mandamientos, como sobre los reproches de Dios a los pecadores, para erigir y confirmar el ídolo del libre albedrío del hombre.
    Para vergüenza de los judíos, dice el salmo: "Generación contumaz y rebelde; generación que no dispuso su corazón" (Sal. 78,8). Y en otro
salmo exhorta el Profeta a sus contemporáneos a que no endurezcan sus corazones (Sal. 95,8); y con toda razón, pues toda la culpa de la rebeldía estriba en la perversidad de los hombres. Pero injustamente se deduce de aquí que el corazón puede inclinarse a un lado o a otro, puesto que es Dios el que lo prepara. El Profeta dice: "Mi corazón incliné a cumplir tus estatutos" (Sal. 119,112), porque de buen grado y con alegría se había entregado al Señor; pero no se ufana de haber sido él el autor de este buen afecto, ya que en el mismo salmo confiesa que es un don de Dios.
   Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta a los fieles a que se ocupen de su salvación con temor y temblor, por ser Dios el que produce el querer y el hacer (Flp. 2,12﷓13). Es cierto que les manda que pongan mano a la obra, y que no estén ociosos; pero al decirles que lo hagan con temor y solicitud, los humilla de tal modo, que han de tener presente que es obra propia de Dios lo mismo que les manda hacer. Con lo cual enseña que los fieles obran pasivamente, si así puede decirse, en cuanto que el cielo es quien les da la gracia y el poder de obrar, a fin de que no se atribuyan ninguna cosa a sí mismos, ni se gloríen de nada.
    Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a "añadir virtud a la fe" (2 Pe. 1, 5), no nos atribuye una parte de la obra, como si algo hiciéramos por nosotros mismos, sino que únicamente despierta la pereza de nuestra carne, por la que muchas veces queda sofocada la fe. A esto mismo viene lo que dice san Pablo: "No apaguéis al Espíritu" (I Tes. 5,19), porque muchas veces la pereza se apodera de los fieles, si no se la corrige.
    Si hay aún alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el poder de alimentar la luz que se les ha dado, fácilmente se puede refutar su ignorancia, ya que esta misma diligencia que pide el Apóstol no viene rnás que de Dios. Porque también se nos manda muchas veces que nos limpiemos de toda contaminación (2 Cor. 7, 1), y sin embargo, el Espíritu Santo se reserva para sí solo la dignidad de santificar.
    En conclusión; bien claro se ve por la palabras de san Juan, que lo que pertenece exclusivamente a Dios nos es atribuido a nosotros por una cierta concesión. "Cualquiera que es engendrado de Dios", dice, "se guarda a sí mismo" (I Jn. 5,18). Los apóstoles del libre albedrío hacen mucho hincapié en esta frase, como si dijese que nuestra salvación se debe en parte a la virtud de Dios, y en parte a nosotros. Como si ese guardarse de que habla el apóstol, no nos viniera también del cielo. Y por eso Cristo ruega al Padre que nos guarde del mal y del Maligno. Y sabemos que los fieles cuando luchan contra Satanás no alcanzan la victoria con otras armas que con las de Dios. Por esta razón san Pedro, después de mandar purificar las almas por obediencia a la verdad (I Pe. 1,22), añade como corrigiéndose: "por el Espíritu".
    Para concluir, san Juan en pocas palabras prueba cuán poco valen y pueden las fuerzas humanas en la lucha espiritual, cuando dice que "todo aquél que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él" (I Jn. 3,9). Y da la razón en otra parte: porque nuestra fe es la victoria que vence al mundo (I Jn. 5,4).

12. Explicación de Deuteronomio 30,11-14
Sin embargo, alegan un texto de la Ley de Moisés, que parece muy contrario a nuestra solución. Después de haber promulgado la Ley, declara ante el pueblo lo siguiente: este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos ni en el cielo, sino muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que lo cumplas (Dt. 30, 11).
    Si estas palabras se entienden de los mandamientos simplemente, confieso que nos veríamos muy apurados para responder; porque, aunque se podría argüir que se dice de la facilidad para entender los mandamientos, y no para cumplirlos, siempre quedaría alguna duda y escrúpulo. Pero el Apóstol, que es un excelente intérprete, nos ahorra andar con elucubraciones, al afirmar que Moisés se refiere en este lugar a la doctrina del Evangelio (Rom. 10, 8). Y si alguno osadamente afirma que san Pablo retorció el texto aplicándolo al Evangelio, aunque semejante osadía no deja de sonar a impiedad y poca religiosidad, sin embargo, además de la autoridad del Apóstol, tenemos medios para convencer a ese tal. Porque si Moisés hablara solamente de los mandamientos, el pueblo se hubiera llenado de vana confianza; pues ¿qué les hubiera quedado sino arruinarse, si hubieran querido guardar la Ley con sus propias fuerzas, como si fuera algo fácil? ¿Dónde está esa facilidad, para guardarla, si nuestra naturaleza fracasa, y no hay quien no tropiece al intentar caminar?
    Por tanto, es evidente que Moisés con estas palabras se refería al pacto de misericordia, que había promulgado juntamente con la Ley. Pues poco antes había dicho que es menester que nuestros corazones sean circuncidados por Dios (Dt. 30,6), para que le amemos. Y así Él puso la facilidad de que luego habla, no en la virtud del hombre, sino en el favor, y ayuda del Espíritu Santo, que poderosamente lleva a cabo su obra en nuestra debilidad. Por tanto, el texto no se puede entender únicamente de los mandamientos, sino también, y mucho más, de las promesas del Evangelio, las cuales muy lejos de atribuirnos la facultad de alcanzar la justicia, la destruyen completamente. Considerando san Pablo que la salvación nos es presentada en el Evangelio, no bajo la dura, difícil e imposible condición que emplea la Ley, - a saber: que tan sólo la alcanzan los que hubieren cumplido todos los mandamientos -, sino con una condición fácil y sencilla, aplica este testimonio para confirmar cuán liberalmente ha sido puesta en nuestras manos la misericordia de Dios. Por tanto, este testimonio no sirve en absoluto para establecer la libertad en la voluntad del hombre.

13. Para humillarnos y para que nos arrepintamos con su gracia, Dios a veces nos retira temporalmente sus favores
Suelen traer también como objeción algunos testimonios, por los que se muestra que Dios retira algunas veces su gracia a los hombres, para que consideren hacia qué lado van a volverse. Así se dice en Oseas: "Andaré y volveré a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen mi rostro" (Os. 5,15). Sería ridículo, dicen, que el Señor pensase que Israel le había de buscar, si sus corazones no fuesen capaces de inclinarse a una parte u otra. Como si no fuese cosa corriente que Dios por sus profetas se muestre airado, y deje ver su deseo de abandonar a su pueblo hasta que cambie su modo de vivir.
    Pero ¿qué pueden deducir nuestros adversarios de tales amenazas? Si pretenden que el pueblo, abandonado de Dios, puede por sí mismo convertirse a El, tienen en contra suya toda la Escritura; y si admiten que es necesaria la gracia de Dios para la conversión, ¿a qué fin disputan con nosotros?
    Pero quizás digan que admiten que la gracia de Dios es necesaria, pero de tal manera que el hombre hace algo de su parte. Mas ¿cómo lo prueban? Evidentemente que no por el texto citado, ni por otros semejantes. Porque es muy distinto decir que Dios deja de su mano al hombre para ver en qué parará, a afirmar que socorre la flaqueza del mismo para robustecer sus fuerzas.
    Pero preguntarán, ¿qué quieren, entonces, decir estas dos maneras de hablar? Respondo que vienen a ser como si Dios dijera: Puesto que no saco provecho alguno de este pueblo aconsejándole, exhortándole y reprendiéndole, me apartaré de él un poco, y consentiré en silencio que se vea afligido. Quiero ver si por ventura, al sentirse oprimido por grandes tribulaciones, se acuerda de mí y me busca. Cuando se dice que Dios se apartará de él, se quiere dar a entender que le privará de su Palabra; al afirmar que quiere ver qué es lo que los hombres harán en su ausencia, quiere significar, que secretamente les probará por algún tiempo con varias tribulaciones; y tanto lo uno como lo otro lo hace para humillarnos. Porque si Él con su Espíritu no nos concediese docilidad, el castigo de las tribulaciones, en vez de lograr nuestra corrección, sólo conseguiría quebrantarnos.
     Falsamente se concluye, por tanto, que el hombre dispone de algunas fuerzas, cuando Dios, enojado con nuestra continua contumacia y cansado de ella, nos desampara por algún tiempo, ﷓ privándonos de su Palabra, mediante la cual en cierta manera nos comunica su presencia ﷓, y ve lo que en su ausencia hacemos; pues Él hace todo esto únicamente para forzarnos a reconocer que por nosotros mismos no podemos ni somos nada.

14. Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia
También argumentan de la manera corriente de hablar, que no sólo los hombres, sino también la Escritura emplea, según la cual se dice que las buenas obras son nuestras, y que no menos hacemos lo que es santo y agradable a Dios, que lo malo y lo que le disgusta. Y si con razón nos son imputados los pecados por proceder de nosotros, por la misma razón hay que atribuirnos también las buenas obras. Pues, no está conforme con la razón decir, que nosotros hacemos las cosas que Dios nos mueve a hacer, si por nosotros mismos somos tan incapaces como una piedra para hacerlas. Por eso concluyen que, aunque la gracia de Dios sea el agente principal, sin embargo, expresiones como las mencionadas significan que nosotros tenemos cierta virtud natural para obrar.
    Si ellos no acentuasen más que el primer punto: que las buenas obras si dice que son nuestras, les objetaría que también se dice que es nuestro el pan, que pedimos a Dios nos lo conceda. Por tanto, ¿qué se puede decir del título de posesión, sino que por la liberalidad de Dios y su gratuita merced se hace nuestro lo que de ninguna manera nos pertenecía? Así que, o admiten el mismo absurdo en la oración del Señor, o que no tengan por cosa nueva el que se llamen nuestras las buenas obras, en las cuales el único título para que sean nuestras es la liberalidad de Dios.

Los malos cometen el mal por su propia malvada voluntad. Pero la segunda objeción encierra mayor dificultad. Se asegura que la Escritura afirma muchas veces que nosotros servimos a Dios, guardamos su justicia, obedecemos su Ley, y que nos dedicamos 1 obrar bien. Siendo todo esto cometido propio del entendimiento y de la voluntad del hombre ¿cómo podría atribuirse a la vez al Espíritu de Dios y a nosotros, si nuestra facultad y poder no tuviese cierta comunicación con la potencia de Dios?
    Será fácil desentendernos de estos lazos, si consideramos bien cómo el Espíritu de Dios obra en los santos.
    Primeramente, la semejanza que aducen está aquí fuera de propósito; porque ¿quién hay tan insensato que crea que Dios mueve al hombre ni más ni menos que como nosotros arrojamos una piedra? Ciertamente, tal cosa no se sigue de nuestra doctrina. Nosotros contamos entre las facultades del hombre el aprobar, desechar, querer y no querer, procurar, resistir; es decir, aprobar la vanidad, desechar el verdadero bien, querer lo malo, no querer lo bueno, procurar el pecado, resistir a la justicia. ¿Qué hace el Señor en todo esto? Si quiere usar de la perversidad del hombre como instrumento de su ira, la encamina y dirige hacia donde le place para realizar mediante los malvados sus obras buenas y justas. Por tanto, cuando vemos a un hombre perverso servir a Dios, satisfaciendo su propia maldad, ¿podremos por ventura compararlo con una piedra, que arrojada por mano ajena, va, no por su movimiento o sentimiento, o su propia voluntad? Vemos, pues, la gran diferencia que existe.

    Los creyentes, por su voluntad regenerada y fortalecida por el Espíritu Santo, quieren el bien. Y ¿qué decir de los buenos, de los cuales se trata principalmente? Cuando el Señor erige en ellos su reino, les refrena y modera su voluntad para que no se vea arrebatada por apetitos desordenados, según tiene ella por costumbre conforme a su inclinación natural. Por otra parte, para que se incline a la santidad y la justicia, la endereza conforme a la norma de su justicia, la forma y dirige; para que no vacile ni caiga, la fortalece y confirma con la potencia de su Espíritu.
    De acuerdo con esto, responde san Agustín a tales gentes: "Tú me dirás: a nosotros nos obliga a hacer, no hacemos por nosotros. Es verdad lo uno y lo otro. Tú haces y te hacen hacer, eres movido para que hagas; y tú obras bien, cuando el que es bueno es quien te hace obrar. El Espíritu de Dios que te hace hacer, es el que ayuda a los que hacen; su nombre de 'Ayudador' denota que también tú haces algo"'. Esto es lo que dice san Agustín.
    En la primera parte de esta sentencia afirma que la operación del hombre no queda suprimida por el movimiento e intervención del Espíritu Santo; porque la voluntad, que es guiada para que se encamine hacia el bien es de naturaleza. Pero luego añade que del nombre "Ayudador" se puede deducir que nosotros hacemos algo; esto no hay que tomarlo como si nos atribuyese algo por nosotros mismos, sino que para no retenernos en nuestra indolencia, concuerda de tal manera la operación de Dios con la nuestra, que el querer sea de naturaleza, pero el querer bien, de la gracia. Por eso un poco antes había dicho: Si Dios no nos ayuda, no solamente no podremos vencer, sino ni siquiera pelear.

15. Por la gracia hacemos las obras que el Espíritu de Dios hace en nosotros
Por aquí se ve que la gracia de Dios - según se toma este nombre cuando se trata de la regeneración -, es la regla del Espíritu para encaminar y dirigir la voluntad del hombre. No puede dirigirla sin corregirla, sin que la reforme y renueve; de ahí que digamos que el principio de la regeneración consiste en que lo que es nuestro sea desarraigado de nosotros. Asimismo no la puede corregir sin que la mueva, la empuje, la lleve y la mantenga. Por eso decimos con todo derecho, que todas las acciones que de allí proceden son enteramente suyas.
    Sin embargo, no negamos que es muy gran verdad lo que enseña san Agustín2: que la voluntad no es destruida por la gracia, sino más bien reparada. Pues se pueden admitir muy bien ambas cosas: que se diga que está restaurada la voluntad del hombre, cuando, corregida su malicia y perversidad, es encaminado a la verdadera justicia, y que a la vez se afirme que es una nueva voluntad pues tan pervertida y corrompida está, que tiene necesidad de ser totalmente renovada.
    Ahora no hay nada que nos impida decir que nosotros hacemos lo que el Espíritu de Dios hace en nosotros, aunque nuestra voluntad no pone nada suyo, que sea distinto de la gracia.
    Debemos recordar lo que ya hemos citado de san Agustín: que algunos trabajan en vano para hallar en la voluntad del hombre algún bien que sea propio de ella, porque todo cuanto quieren añadir a la gracia de Dios para ensalzar el libre albedrío, no es más que corrupción, como si uno aguase el vino con agua encenagada y amarga. Mas, aunque todo el bien que hay en la voluntad procede de la pura inspiración del Espíritu, como el querer es cosa natural en el hombre, no sin razón se dice que nosotros hacemos aquellas cosas, de las cuales Dios se ha reservado la alabanza con toda justicia. Primeramente, porque todo lo que Dios hace en nosotros, quiere que sea nuestro, con tal que entendamos que no procede de nosotros: y, además, porque nosotros naturalmente estamos dotados de entendimiento, voluntad y deseos, todo lo cual Él lo dirige al bien, para sacar de ello algo de provecho.

III. OTROS PASAJES DE LA ESCRITURA

16. Génesis 4,7
Los demás testimonios que toman de acá y de allá de la Escritura, no ofrecen gran dificultad, ni siquiera a las personas de mediano entendimiento: siempre que tengan bien presentes las soluciones que hemos dado.
    Citan lo que está escrito en el Génesis: “A ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él" (Gn.4,7), e interpretan este texto del pecado, como si el Señor prometiese a Caín, que el pecado no podría enseñorearse de su corazón, si el trabajare en dominarle. Pero nosotros afirmamos que está más de acuerdo con el contexto y con el hilo del razonamiento referirlo a Abel, y no al pecado. La intención de Dios en este lugar es reprender la envidia perniciosa que Caín había concebido contra su hermano Abel; y lo hace aduciendo dos razones; la primera, que se engañaba al pensar que era tenido en más que su hermano ante Dios, el cual no admite más alabanza que la que procede de la justicia y la integridad. La segunda, que era muy ingrato para con Dios por el beneficio que de Él había recibido, pues no podía sufrir a su propio hermano, menor que él, y que estaba a su cuidado.
    Mas, para que no parezca que abrazamos esta interpretación porque la otra nos es contraria, supongamos que Dios habla del pecado. En tal caso, o el Señor le promete que será superior, o le manda que lo sea. Si se lo manda, ya hemos demostrado que de esto no se puede obtener prueba alguna para probar el libre albedrío. Si se lo promete, ¿dónde está el cumplimiento de la promesa, pues Caín fue vencido por el pecado, del cual debía enseñorearse?
    Dirán que en la promesa iba incluida una condición tácita, como si Dios hubiese querido decir: Tú lograrás la victoria, si luchas. Pero ¿quién puede admitir tergiversaciones semejantes? Porque si este señorío se refiere al pecado, no hay duda posible de que se trata de un mandato de Dios, en el cual no se dice lo que podemos, sino cuál es nuestro deber, aunque no lo podamos hacer. Sin embargo, la frase y la gramática exigen que Caín sea comparado con Abel, porque siendo él el primogénito no sería pospuesto a su hermano, si él con su propio pecado no se hubiera rebajado.

17. Romanos 9,16
Aducen también el testimonio del Apóstol, cuando dice: "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene rnisericordia" (Rom.9,16). De lo cual concluyen, que hay algo en la voluntad y en el impulso del hombre que aunque débil, ayudada no obstante por la misericordia de Dios, no deja de tener éxito.
Mas si considerasen razonablemente a qué se refiere el Apóstol en este pasaje, no abusarían tan inconsideradamente del mismo. Bien sé que pueden aducir como defensores de su opinión a Orígenes y a san Jerónimo 1; pero no hace al caso saber sus fantasías sobre este lugar, si nos consta lo que allí ha querido decir san Pablo. Ahora bien, él afirma que solamente alcanzarán la salvación aquellos a quienes el Señor tiene a bien dispensarles su misericordia; y que para cuantos Él no ha elegido está preparada la ruina y la perdición. Antes había expuesto la suerte y condición de los réprobos con el ejemplo de Faraón; y con el de Moisés había confirmado la certeza de la elección gratuita. Tendré, dice, misericordia, de quien la tenga. Y concluye que aquí no tiene valor alguno el que uno quiera o corra, sino el que Dios tenga misericordia. Pero si el texto se entiende en el sentido de que no basta la voluntad y el esfuerzo para lograr una cosa tan excelente, san Pablo diría esto muy impropiamente. Por tanto, no hagamos caso de tales sutilezas: No depende, dicen, del que quiere ni del que corre; luego hay una cierta voluntad y un cierto correr. Lo que dice san Pablo es mucho más sencillo: no hay voluntad ni hay correr que nos lleven a la salvación; lo único que nos puede valer es la misericordia de Dios. Pues no habla aquí de una manera distinta de lo que lo hace escribiendo a Tito: "Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia" (Tit.3,4-5). Incluso los que arguyen que san Pablo ha dado a entender que existe una cierta voluntad y un cierto correr, por haber negado que sea propio del que quiere o del que corre conseguir la salvación, incluso ellos no admitirán que yo argumente de la misma forma, diciendo que hemos hecho algunas buenas obras, porque san Pablo niega que hayamos alcanzado la gracia de Dios mediante ellas. Pues si les parece deficiente esta manera de argumentar, que abran bien los ojos, y verán que la suya no puede salvarse de la acusación de falaz.
    También es firme la razón en que se funda san Agustín, al afirmar que si se hubiera dicho que no es propio del que quiere ni del que corre, porque no bastan ni la voluntad ni el correr, se podría también dar la vuelta al argumento, y concluir que no es propio de la misericordia de Dios, ya que tampoco obraría ella sola. Pero como esto segundo es del todo absurdo, con toda razón concluye san Agustín que por eso se dice que no existe ninguna voluntad humana buena, si no la prepara el Señor; no que debamos querer y correr, sino que lo uno y lo otro lo hace Dios en nosotros.
    No menos neciamente fuerzan algunos el texto de san Pablo: "somos colaboradores de Dios" (1 Cor. 3,9). Es indudable que se debe limitar únicamente a los ministros; y se llaman cooperadores, no porque pongan algo de sí mismos, sino porque Dios obra mediante ellos, después de haberlos hecho idóneos para serlo, adornándolos con los dones necesarios.

18. Eclesiástico 15,14-17
Aportan también el testimonio de¡ libro del Eclesiástico, aunque, como se sabe, su autor es de dudosa autoridad. Pero aunque no le repudiemos - que podríamos hacerlo con toda razón - ¿qué es lo que allí se dice en confirmación del libre albedrío? Se dice que el hombre, después de haber sido creado, fue dejado a su libre albedrío, y que Dios le impuso unos mandamientos que guardar, los cuales a su vez le guardarían a él; que la vida y la muerte, el bien y el mal fueron puestos ante el hombre, para que escogiese según su gusto.
    Aceptemos que el hombre haya recibido en su creación el poder de escoger la vida o la muerte. ¿Qué sucederá, si respondemos que lo perdió? Desde luego, no es mi intención contradecir a Salomón, quien afirma que el hombre al principio fue creado bueno, y que él ha inventado por sí mismo muchas perversas novedades (Ecl. 7,29). Mas, como el hombre al degenerar y no permanecer en el estado en el cual Dios lo creó, se echó a perder a si mismo y todo cuanto tenía, cuanto se dice que recibió en su primera creación no se puede aplicar a su naturaleza viciada y corrompida. Así que no solamente respondo a éstos, sino también al mismo autor del Eclesiastico, quien quiera que sea, de esta manera: Si queréis enseñar al hombre a buscar en sí mismo el poder de alcanzar la salvación, vuestra autoridad no es de tanto valor ni merece tanta estima, que pueda menoscabar en lo más mínimo la Palabra de Dios, dotada de plena certeza. Mas, si solamente queréis reprimir la maldad de la carne, que imputando sus vicios a Dios pretende vanamente excusarse, y por esto decís que el hombre tiene una naturaleza buena dada por Dios, y que él ha sido causa de su propia ruina y perdición, entonces yo afirmo lo mismo; con tal que convengamos también en que por su culpa se halla ahora despojado de aquellos dones y gracias con que el Señor le habla adornado al principio, y así confesemos a la vez que el hombre tiene ahora necesidad de médico, y no de abogado.

19. Lucas 10, 30
No hay cosa que más corrientemente tengan en la boca que la parábola de Cristo sobre el buen samaritano, en la cual se dice que los ladrones dejaron a un viajero medio muerto en el camino. Sé muy bien que lo que de ordinario se enseña es que la persona de este viajero representa la desgracia del linaje humano. De aquí arguyen nuestros adversarios: El hombre no ha sido de tal manera asaltado por el pecado y por el Diablo, que no le quede aún algo de vida y algunas reliquias de los bienes que antes poseía, puesto que se dice que le dejaron medio muerto. Porque ¿dónde, dicen, estaría aquella media vida, si no le quedase aún al hombre parte de su entendimiento y de su voluntad?
    En primer lugar, si yo no admitiese su alegoría ¿qué podrían alegar?Porque es indudable que los doctores antiguos en esta alegoría han ido más allá del sentido literal propio que el Señor pretendía con tal parábola. Las alegorías no deben ir más allá de lo que permite el sentido senalado por la Escritura; pues lejos están de ser suficientes y aptas para probar una doctrina determinada.
    Tampoco me faltan razones con las que poder refutar toda esta fantasía, porque la Palabra de Dios no dice que el hombre tiene media vida, sino que está muerto del todo en cuanto a la vida bienaventurada. San Pablo cuando habla de nuestra redención no dice que nosotros estábamos medio muertos y hemos sido curados; dice que estando muertos hemos sido resucitados. Él no llama a recibir la gracia de Cristo a los que viven a medias, sino a los que están muertos y sepultados (EL 2,5; 5,14). Está de acuerdo con esto lo que dice el Señor que ha llegado la hora en que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios (Jn. 5,25). ¿Cómo podrán oponer una vana alegoría a tan claros testimonios de la Escritura?
    Pero supongamos que esta alegoría tenga tanto valor como un testimonio. ¿Qué pueden concluir contra nosotros? El hombre está medio vivo, luego tiene alguna parte de vida, a saber, alma capaz de razón; aunque no penetre hasta la sabiduría celestial y espiritual, tiene un cierto juicio para conocer lo bueno y lo malo; tiene cierto sentimiento de Dios, aunque no verdadero conocimiento del mismo. Pero ¿en qué se resuelven todas estas cosas? Evidentemente no pueden lograr que no sea verdad lo que dice san Agustín, y que incluso los mismos escolásticos admiten: que los dones gratuitos pertinentes a la salvación han sido quitados al hombre después del pecado; y que los dones naturales han quedado mancillados y corrompidos.
    Por tanto, quede firmemente asentada esta verdad: que el entendimiento del hombre de tal manera está apartado de la justicia de Dios, que no puede imaginar, concebir, ni comprender más que impiedad, impureza y abominación. E igualmente que su corazón de tal manera se halla emponzoñado por el veneno del pecado, que no puede producir más que hediondez. Y si por casualidad brota de él alguna apariencia de bondad, sin embargo el entendimiento permanece siempre envuelto en hipocresía y falsedad, y el corazón enmarañado en una malicia interna.

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