CAPÍTULO II

EL HOMBRE SE ENCUENTRA AHORÁ
DESPOJADO DE SU ARBITRIO, Y MISERABLEMENTE
SOMETIDO A TODO MAL

1. Peligros del orgullo y la indolencia
      Después de haber visto que la tiranía del pecado, después de someter al primer hombre, no solamente consiguió el dominio sobre todo el género humano, sino que domina totalmente en el alma de cada hombre en particular, debemos considerar ahora si, después de haber caído en este cautiverio, hemos perdido toda la libertad que teníamos, o si queda aún en nosotros algún indicio de la misma, y hasta dónde alcanza. Pero para alcanzar más fácilmente la verdad de esta cuestión, debemos poner un blanco en el cual concentrar todas nuestras disputas. Ahora bien, el mejor medio de no errar es considerar los peligros que hay por una y otra parte. Pues cuando el hombre es privado de toda rectitud, luego toma de ello ocasión para la indolencia; porque cuando se dice al hombre que por sí mismo no puede hacer bien alguno, deja de aplicarse a conseguido, como si fuera algo que ya no tiene nada que ver con él. Y al contrario, no se le puede atribuir el menor mérito del mundo, pues al momento despoja a Dios de su propio honor y se infla de vana confianza y temeridad. Por tanto, para no caer en tales inconvenientes, hay que usar de tal moderación que el hombre, al enseñarle que no hay en él bien alguno y que está cercado por todas partes de miseria y necesidad, comprenda, sin embargo, que ha de tender al bien de que está privado y a la libertad de la que se halla despojado, y se despierte realmente de su torpeza más que si le hiciesen comprender que tenía la mayor virtud y poder para conseguido.

      Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cuán necesario es lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y torpeza. En cuanto a lo primero - demostrarle su miseria -, hay muchos que lo dudan más de lo que debieran. Porque, si concedemos que no hay que quitar al hombre nada que sea suyo, también es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y vana. Porque, si no le fue lícito al hombre gloriarse de sí mismo ni cuando estaba adornado, por la liberalidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, ¿hasta qué punto no debería ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve rebajado a una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tenía? En cuanto a aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de su honra, la Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue creado a la imagen de Dios, con lo cual da a entender que era rico y bienaventurado, no por sus propios bienes, sino por la participación que tenía de Dios. ¿Qué le queda pues, ahora, sino al verse privado y despojado de toda gloria, reconocer a Dios, a cuya liberalidad no pudo ser agradecido cuando estaba enriquecido con todos los dones de su gracia? Y ya que no le glorificó reconociendo los dones que de Él recibió, que al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia. Además no nos es menos útil el que se nos prive de toda alabanza de sabiduría y virtud, que necesario para mantener la gloria de Dios. De suerte que los que nos atribuyen más de lo que es nuestro, no solamente cometen un sacrilegio, quitando a Dios lo que es suyo, sino que también nos arruinan y destruyen a nosotros mismos. Porque, ¿qué otra cosa hacen cuando nos inducen a caminar con nuestras propias fuerzas, sino encumbramos en una caña, la cual al quebrarse da en seguida con nosotros en tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras fuerzas, comparándolas con una caña, porque no es más que humo todo cuanto los hombres vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas veces san Agustín esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio más bien lo echan por tierra, que no lo confirman.
      Ha sido necesario hacer esta introducción, a causa de ciertos hombres, los cuales de ninguna manera pueden sufrir que la potencia del hombre sea confundida y destruida, para establecer en él la de Dios, por '10 cual juzgan que esta disputa no solamente es inútil, sino muy peligrosa. Sin embargo, a nosotros nos parece muy provechosa, y uno de los fundamentos de nuestra religión.

2. La opinión de los filósofos
      Puesto que poco antes hemos dicho que las potencias del alma están situadas en el entendimiento y en el corazón, consideremos ahora cada una de ellas.
      Los filósofos de común asentimiento piensan que la razón se asienta en el entendimiento, la cual corno una antorcha alumbra y dirige nuestras deliberaciones y propósitos, y rige, corno una reina, a la voluntad. Pues se figuran que está tan llena de luz divina, que puede perfectamente aconsejar; y que tiene tal virtud, que puede muy bien mandar. Y, al contrario, que la parte sensual está llena de ignorancia y rudeza, que no puede elevarse a la consideración de cosas altas y excelentes, sino que siempre anda a ras de tierra; y que el apetito, si se deja llevar de la razón y no se somete a la sensualidad, tiene un cierto impulso natural para buscar lo bueno y honesto, y puede así seguir el recto camino; por el contrario, si, se entrega a la sensualidad, ésta lo corrompe y deprava, can lo que se entrega sin freno a todo vicio e impureza.
     Habiendo, pues, entre las facultades del alma, según ellos, entendimiento, sensualidad, y apetito o voluntad, como más comúnmente se le llama, dicen que el entendimiento tiene en sí la razón para encaminar al hombre a vivir bien y santamente, siempre que él mantenga su nobleza y use de la virtud y poder que naturalmente reside en él. En cuanto al movimiento inferior, que llaman sensualidad, con el cual es atraído hacia el error, opinan que con el amaestramiento de la razón poco a poco puede ser domado y desterrado. Finalmente, a la voluntad la ponen como medio entre la razón y la sensualidad, a saber, con libertad para obedecer a la razón si le parece, o bien para someterse a la sensualidad.

3. La perplejidad de los filósofos
      Es verdad que ellos, forzados por la experiencia misma, no niegan cuán difícil le resulta al hombre erigir en sí mismo el reino de la razón; pues unas veces se siente seducido por los alicientes del placer, otras es engañado por una falsa apariencia de bien, y otras se ve fuertemente combatido por afectos desordenados, que a modo dé cuerdas - según Platón - tiran de él y le llevan de un lado para otro. Y por lo mismo dice Cicerón que aquellas chispitas de bien, que naturalmente poseemos, pronto son apagadas por las falsas opiniones y las malas costumbres. Admiten también, que tan pronto como tales enfermedades se apoderan del espíritu del hombre, reinan allí tan absolutamente, que no es fácil reprimirlas; y no dudan en compararlas a caballos desbocados y feroces. Porque, como un caballo salvaje, al echar por tierra a su jinete, respinga y tira coces sin medida, así el alma, al dejar de la mano a la razón, entregándose a la concupiscencia se desboca y rompe del todo los frenos.

      Resumen de sus enseñanzas. Por lo demás, tienen por cosa cierta que las virtudes y los vicios están en nuestra potestad. Porque si tenemos opción - dicen - de hacer el bien o el mal, también la tendremos para abstenemos de hacerlo; y si somos libres de abstenemos, también lo seremos para hacerla. Y parece realmente que todo cuanto hacemos, lo hacemos por libre elección, e igualmente cuando nos abstenemos de alguna cosa. De lo cual se sigue, que si podemos hacer alguna cosa buena cuando se nos antoja, también la podemos dejar de hacer; y si algún mal cometemos, podemos también no cometerlo. Y, de hecho, algunos de ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es beneficio de los dioses que vivamos, pero es mérito nuestro el vivir honesta y santamente. Y Cicerón se atrevió a decir; en la persona de Cota, que como cada cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha dado gracias a Dios por ella; porque - dice él - por la virtud somos alabados, y de ella nos gloriamos; lo cual no sería así, si la virtud fuese un don de Dios y no procediese de nosotros mismos1. Y un poco ,más abajo: la opinión de todos los hombres es que los bienes temporales se han de pedir a Dios, pero que cada uno ha de buscar por sí mismo la sabiduría. ,
      En resumen, ésta es la doctrina de los filósofos: La razón, que reside en el entendimiento, es suficiente para dirigimos convenientemente y mostramos el bien que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por la sensualidad; sin embargo, goza de libre elección y no puede ser inducida a la fuerza a desobedecer a la razón.

4. Los Padres antiguos han seguido excesivamente a los filósofos
      En cuanto a los doctores de la Iglesia, aunque no ha habido ninguno que no comprendiera cuán debilitada está la razón en el hombre a causa del pecado, y que la voluntad se halla sometida a muchos malos impulsos de la concupiscencia, sin embargo, la mayor parte de ellos han aceptado la opinión de los filósofos mucho más de lo que hubiera sido de desear. A mi parecer, ello se debe a dos razones. La primera, porque temían que si quitaban al hombre toda libertad para hacer el bien, los filósofos con quienes se hallaban en controversia se mofarían de su doctrina. La segunda, para que la carne, ya de por sí excesivamente tarda para el bien, no encontrase en ello un nuevo motivo de indolencia y descuidase el ejercicio de la virtud. Por eso, para no enseñar algo contrario a la común opinión de los hombres, procuraron un pequeño acuerdo entre la doctrina de la Escritura y la de los filósofos. Sin embargo, se ve bien claro por sus escritos que lo que buscaban es lo segundo, o sea, incitar a los hombres a obrar bien.
      Crisóstomo dice en cierto lugar: "Dios nos ha dado la facultad de obrar bien o mal, dándonos el libre arbitrio para escoger el primero y dejar el segundo; no nos lleva a la fuerza, pero nos recibe si voluntariamente vamos a Él". Y: "Muchas veces el malo se hace bueno si quiere, y el bueno cae por su torpeza, y se hace malo, porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedrío y no nos impone las cosas por necesidad" sino que nos da los remedios de que hemos de servimos, si nos parece bien". Y también: "Así como no podremos jamás hacer ninguna obra buena sin ayuda de la gracia de Dios, tampoco, si no ponemos lo que está de nuestra parte, podremos nunca conseguir su gracia." Y antes había dicho: "Para que no todo sea mero favor divino, es preciso que pongamos algo de nuestra parte". Y es una frase muy corriente en él: "Hagamos lo que está de nuestra parte, y Dios suplirá lo demás".
      Esto mismo es lo que dice san Jerónimo: "A nosotros compete el comenzar, a Dios el terminar; a nosotros, ofrecer lo que podemos; a Él hacer lo que no podemos."
    Claramente vemos por estas citas, que han atribuido al hombre, respecto al ejercicio de la virtud, más de lo debido, porque pensaban que no se podía suprimir la pereza de nuestra alma, sino convenciéndonos de que en nosotros únicamente está la causa de no hacer lo que debiéramos. Luego veremos con qué habilidad han tratado este punto. Aunque también mostraremos cuán falsas son estas sentencias que hemos citado.

    Imprecisión de la enseñanza de los Padres. Aunque los doctores griegos, más que nadie, y especialmente san Crisóstomo, han pasado toda medida al ensalzar las fuerzas de la voluntad del hombre, sin embargo todos los escritores antiguos, excepto san Agustín, son tan variables o hablan con tanta duda y oscuridad de esta materia, que apenas es posible deducir nada cierto de sus escritos. Por lo cual no nos detendremos en exponer sus particulares opiniones, sino solamente de paso tocaremos lo que unos y otros han dicho, según lo pida la materia que estamos tratando.
    En cuanto a los escritores posteriores, pretendiendo cada uno demostrar su ingenio en defensa de las fuerzas humanas, los unos después de los otros han ido poco a poco cayendo de mal en peor, hasta llegar a hacer creer a todo el mundo que el hombre no está corrompido más que en su naturaleza sensual, pero que su razón es perfecta, y que conserva casi en su plenitud la libertad de la voluntad. Sin embargo, estuvo en boca de todos el dicho de san Agustín: "Los dones naturales se encuentran corrompidos en el hombre, y los sobrenaturales - los que se refieren a la vida eterna - le han sido quitados del todo." Pero apenas de ciento, uno entendió lo que esto quiere decir. Si yo quisiera simplemente enseñar la corrupción de nuestra naturaleza, me contentaría con las palabras citadas. Pero es en gran manera necesario considerar atentamente qué es lo que le ha quedado al hombre y qué es lo que vale y puede, al encontrarse debilitado en todo lo que respecta a su naturaleza, y totalmente despojado de todos los dones sobrenaturales.
    Así pues, los que se jactaban de ser discípulos de Cristo se han amoldado excesivamente en esta materia a los filósofos. Porque el nombre de "libre arbitrio" ha quedado siempre entre los latinos como si el hombre permaneciese aún en su integridad y perfección. Y los griegos no han encontrado inconveniente en servirse de un término mucho más arrogante', con el cual querían decir que el hombre podía hacer cuanto quisiese.

    Antiguas definiciones del libre albedrío. Como quiera, pues, que la misma gente sencilla se halla imbuida de la opinión de que cada uno goza de libre albedrío, y que la mayor parte de los que presumen de sabios no entienden hasta dónde alcanza esta libertad, debemos considerar primeramente lo que quiere decir este término de libre albedrío, y ver luego por la pura doctrina de la Escritura, de qué facultad goza el hombre para obrar bien o mal.
    Aunque muchos han usado este término, son muy pocos los que lo han definido. Parece que Orígenes dio una definición, comúnmente admitida, diciendo que el libre arbitrio es la facultad de la razón para discernir el bien y el mal, y de la voluntad para escoger lo uno de lo otro'. Y no discrepa de él san Agustín al decir que es la facultad de la razón y de la voluntad, por la cual, con la gracia de Dios, se escoge el bien, y sin ella, el mal. San Bernardo, por querer expresarse con mayor sutileza, resulta más oscuro al decir que es un consentimiento de la voluntad por la libertad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la razón. No es mucho más clara la definición de Anselmo según la cual es una facultad de guardar rectitud a causa de sí misma. Por ello, el Maestro de las Sentencias y los doctores escolásticos han preferido la definición de san Agustín, por ser más clara y no excluir la gracia de Dios, sin la cual sabían muy bien que la voluntad del hombre no puede hacer nada . Sin embargo añadieron algo por sí mismos, creyendo decir algo mejor, o al menos algo con lo que se entendiese mejor lo que los otros habían dicho. Primeramente están de acuerdo en que el nombre de "albedrío" se debe referir ante todo a la razón, cuyo oficio es discernir entre el bien y el mal; y el término "libre", a la voluntad, que puede decidirse por una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en primer lugar a la voluntad, Tomás de Aquino piensa que una definición excelente es: "el libre albedrío es una facultad electiva que, participando del entendimiento y de la voluntad, se inclina sin embargo más a la voluntad"'. Vemos, pues, en qué se apoya, según él, la fuerza del libre arbitrio, a saber, en la razón y en la voluntad. Hay que ver ahora brevemente qué hay que atribuir a cada una de ambas partes.

5. De la potencia del libre arbitrio. Distinciones
Por lo común las cosas indiferentes6, que no pertenecen al reino de Dios, se suelen atribuir al consejo y elección de los hombres; en cambio, la verdadera justicia suele reservarse a la gracia especial de Dios y a la regeneración espiritual. Queriendo dar a entender esto, el autor del libro titulado De la vocación de los Gentiles, atribuido a san Ambrosio, distingue tres maneras de voluntad: una sensitiva, otra animal y una tercera espiritual. Las dos primeras dicen que están en la facultad del hombre, y que la otra es obra del Espíritu Santo en él. Después veremos si esto es verdad o no. Ahora mi propósito es exponer brevemente las opiniones de los otros; no refutarlas. De aquí procede que cuando los doctores tratan del libre albedrío no consideren apenas su virtud por lo que respecta a las cosas externas, sino principalmente en lo que se refiere a la obediencia de la Ley de Dios. Convengo en que esta segunda cuestión es la principal; sin embargo, afirmo que no hay que menospreciar la primera; y confío en que oportunamente probaré lo que digo.
    Aparte de esto, en las escuelas de teología se ha admitido una distinción en la que nombran tres géneros de libertad. La primera es la libertad de necesidad; la segunda, de pecado; la tercera, de miseria. De la primera dicen que por su misma naturaleza está de tal manera arraigada en el hombre, que de ningún modo puede ser privado de ella; las otras dos admiten que el hombre las perdió por el pecado. Yo acepto de buen grado esta distinción, excepto el que en ella se confunda la necesidad con la coacción. A su tiempo se verá cuanta diferencia existe entre estas dos cosas.

6. La gracia cooperante de los escolásticos
    Si se admite esto, es cosa indiscutible que el hombre carece de libre albedrío para obrar bien si no le ayuda la gracia de Dios, una gracia especial que solamente se concede a los elegidos, por su regeneración; pues dejo a un lado a los frenéticos que fantasean que la gracia se ofrece a todos indistintamente. Sin embargo, aún no está claro si el hombre está del todo privado de la facultad de poder obrar bien, o si le queda alguna, aunque pequeña y débil; la cual por sí sola no pueda nada, pero con la gracia de Dios logre también de su parte hacer el bien. El Maestro de las Sentencias, para exponer esto dice que hay dos clases de gracia necesarias al hombre para hacerlo idóneo y capaz de obrar bien; a una la llaman operante ﷓ que obra ﷓, la cual hace que queramos el bien con eficacia; a la otra cooperante ﷓ que obra juntamente ﷓, la cual sigue a la buena voluntad para ayudarla'. En esta distinción me disgusta que cuando atribuye a la gracia de Dios el hacernos desear eficazmente lo que es bueno, da a entender que nosotros naturalmente apetecernos de alguna manera lo bueno, aunque nuestro deseo no llegue a efecto. San Bernardo habla casi de la misma manera, diciendo que toda buena voluntad es obra de Dios; pero que sin embargo, el hombre por su propio impulso puede apetecer esta buena voluntad 2» Pero el Maestro de las Sentencias entendió mal a san Agustín, aunque él piensa que le sigue con su distinción.
    Además, en el segundo miembro de la distinción hay una duda que me desagrada, porque ha dado lugar a una perversa opinión; pues los escolásticos pensaron que, como él dijo que nosotros obramos juntamente con la segunda gracia, que está en nuestro poder, o destruir la primera gracia rechazándola, o confirmarla obedeciendo. Esto mismo dice el autor del libro titulado De la vocación de los gentiles, pues dice que los que tienen uso de razón son libres para apartarse de la gracia, de tal manera que hay que reputarles como virtud el que no se hayan apartado, a fin de que se les impute a mérito aunque no se pudo hacer sin que juntamente actuase el Espíritu Santo, pues en su voluntad estaba el que no se llevase a cabo.
    He querido notar de paso estas dos cosas, para que el lector entienda en qué no estoy de acuerdo con los doctores escolásticos que han sido más sanos que los nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales tanto más me separo cuanto ellos más se apartaron de la pureza de sus predecesores. Sea de esto lo que quiera, con esta distinción comprendemos qué es lo que les ha movido a conceder al hombre el libre albedrío. Porque, en conclusión, el Maestro de las Sentencias dice que no se afirma que el hombre tenga libre albedrío porque sea capaz de pensar o hacer tanto lo bueno como lo malo, sino solamente porque no está coaccionado a ello y su libertad no se ve impedida, aunque nosotros seamos malos y siervos del pecado y no podamos hacer otra cosa sino pecar.

7. La expresión "libre albedrío" es desafortunada y peligrosa
    Según esto, se dice que el hombre tiene libre albedrío, no porque sea libre para elegir lo bueno o lo malo, sino porque el mal que hace lo hace voluntariamente y no por coacción. Esto es verdad; ¿pero a qué fin atribuir un título tan arrogante a una cosa tan intrascendente? ¡Donosa libertad, en verdad, decir que el hombre no se ve forzado a pecar, sino que de tal manera es voluntariamente esclavo, que su voluntad está aherrojada con las cadenas del pecado! Ciertamente detesto todas estas disputas por meras palabras, con las cuales la Iglesia se ve sin motivo perturbada; y por eso seré siempre del parecer que se han de evitar los términos en los que se contiene algo absurdo, y principalmente los que dan ocasión de error. Pues bien, ¿quién al oír decir que el hombre tiene libre arbitrio no concibe al momento que el hombre es señor de su entendimiento y de su voluntad, con potestad natural para inclinarse a una u otra alternativa?
    Mas quizás alguno diga que este peligro se evita si se enseña convenientemente al pueblo qué es lo que ha de entender por la expresión "libre albedrío". Yo por el contrario afirmo, que conociendo nuestra natural inclinación a la mentira y la falsedad, más bien encontraremos ocasión de afianzarnos más en el error por motivo de una simple palabra, que de instruirnos en la verdad mediante una prolija exposición de la misma. Y de esto tenemos harta experiencia en la expresión que nos ocupa. Pues sin hacer caso de las aclaraciones de los antiguos sobre la misma, los que después vinieron, preocupándose únicamente de cómo sonaban las palabras, han tomado de ahí ocasión para ensoberbecerse, destruyéndose a si mismos con su orgullo.

8. La correcta opinión de san Agustín
     Y si hemos de atender a la autoridad de los Padres, aunque es verdad que usan muchas veces esta expresión, sin embargo nos dicen la estima en que la tienen, especialmente san Agustín, que no duda en llamarlo "siervo"'. Es verdad que en cierto pasaje se vuelve contra los que niegan el libre albedrío; pero la razón que principalmente da es para que nadie se atreva a negar el arbitrio de la voluntad de tal manera que pretenda excusar el pecado. Pero él mismo en otro lugar confiesa que la voluntad del hombre no es libre sin el Espíritu de Dios, pues está sometida a la concupiscencia, que la tiene cautiva y encadenada'. Y, que después de que la voluntad ha sido vencida por el pecado en que se arrojó, nuestra naturaleza ha perdido la libertad2. Y, que el hombre, al usar mal de su libre albedrío, lo perdió juntamente consigo mismo . Y que el libre albedrío está cautivo, y no puede hacer nada bueno4. Y, que no es libre lo que la gracia de Dios no ha liberado. Y, que la justicia de Dios no se cumple cuando la Ley la prescribe y el hombre se esfuerza con sus solas energías, sino cuando el Espíritu ayuda y la voluntad del hombre, no libre por sí misma, sino liberada por Dios, obedece'. La causa de todo esto la expone en dos palabras en otro lugar diciendo que el hombre en su creación recibió las grandes fuerzas de su libre albedrío, pero que al pecar las perdió'. Y en otro lugar, después de haber demostrado que el libre albedrío es confirmado por la gracia de Dios, reprende duramente a los que se lo atribuyen independientemente de la gracia. "¿Por qué, pues" - dice -, "esos infelices se atreven a ensoberbecerse del libre arbitrio antes de ser liberados, o de sus fuerzas, después de haberlo sido? No se dan cuenta de qi4e con esta expresión de libre albedrío se significa la libertad. Ahora bien, "donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Cor. 3,17). Si, pues, son siervos del pecado, ¿para qué se jactan de su libre albedrío?; porque cada cual es esclavo de aquel que lo ha vencido. Mas, si son liberados, ¿por qué gloriarse de ello como de cosa propia? ¿Es que son de tal manera libres, que no quieren ser siervos de aquel que dice: sin mí no podéis hacer nadaT18 ¿Qué más? Si el mismo san Agustín en otro lugar parece que se burla de esta expresión, diciendo: "El libre albedrío sin duda alguna es libre, pero no liberado; libre de justicia, pero siervo del pecado". Y lo mismo repite en otro lugar, y lo explica diciendo: "El hombre no está libre de la servidumbre de la justicia más que por el albedrío de su voluntad, pero del pecado no se ha liberado más que por la gracia del Redentor". El que atestigua que su opinión de la libertad no es otra sino que consiste en una liberación de ¡ajusticia, a la cual no quiere servir, ¿no está sencillamente burlándose del título que le ha dado al llamarla libre albedrío?
    Por lo tanto, si alguno quiere usar esta expresión - con tal de que la entienda rectamente - yo no me opongo a ello; mas, como al parecer, no es posible su uso sin gran peligro, y, al contrario, sería un gran bien para la Iglesia que fuese olvidada, preferiría no usarla; y si alguno me pidiera consejo sobre el particular, le diría que se abstuviera de su empleo.

9. Renunciemos al uso de un término tan enojoso
Puede que a algunos les parezca que me he perjudicado grandemente a mí mismo al confesar que todos los Doctores de la Iglesia, excepto san Agustín, han hablado de una manera tan dudosa y vacilante de esta materia, de tal forma que no se puede deducir nada cierto y concreto de sus escritos. Pues algunos tomarían esto como si yo quisiera desestimarlos por serme contrarios. Pero yo no he hecho nada más que advertir de buena fe y sin engaño a los lectores, para su provecho; pues si quieren depender de lo que los antiguos dijeron tocante a esta materia, siempre estarán en duda, pues unas veces, despojando al hombre de las fuerzas del libre albedrío le enseñan a acogerse a la sola gracia, y otras le atribuyen cierta facultad, o al menos lo parece.
    Sin embargo, no resulta difícil probar con sus escritos que, aunque se vea esa incertidumbre y duda en sus palabras, sin embargo, al no hacer ningún caso o muy poco de las fuerzas del hombre, han atribuido todo el mérito de las buenas obras al Espíritu Santo. Porque ¿qué otra cosa quiere decir la sentencia de san Cipriano, tantas veces citada por san Agustín, que no debemos gloriarnos de ninguna cosa, pues ninguna es nuestra?' Evidentemente reduce al hombre a la nada, para que aprenda a depender de Dios en todo. ¿Y no es lo mismo lo que dicen Euquerio y san Agustín, que Cristo es el árbol de la vida, al cual cualquiera que extendiese la mano, vivirá; y que el árbol de la ciencia del bien y del mal es el albedrío de la voluntad, del cual quienquiera que gustare sin la gracia, morirá?' E igualmente lo que dice san Crisóstomo, que todo hombre naturalmente no sólo es pecador, sino del todo pecado 3. Si ningún bien es nuestro, si desde los pies a la cabeza el hombre todo es pecado, si ni siquiera es lícito intentar decir de qué vale el libre albedrío, ¿cómo lo será el dividir entre Dios y el hombre la gloria de las buenas obras?
    Podría citar muchas otras sentencias semejantes a éstas de otros Padres; pero para que no se crea que escojo únicamente las que hacen a mi propósito, y que ladinamente dejo a un lado las que me son contrarias, no citaré más. Sin embargo, me atrevo a afirmar que, aunque ellos algunas veces se pasen de lo justo al ensalzar el libre albedrío, sin embargo su propósito es apartar al hombre de apoyarse en su propia virtud, a fin de enseñarle que toda su fuerza la debe buscar en Dios únicamente. Y ahora pasemos a considerar simplemente lo que, en realidad, de verdad es la naturaleza del hombre.

10.Sólo el sentimiento de nuestra pobreza nos permite glorificar a Dios y recibir sus gracias
Me veo obligado a repetir aquí otra vez lo que dije al principio de este capítulo, a saber: que ha adelantado notablemente en el conocimiento de sí mismo, quien se siente abatido y confundido con la inteligencia de su calamidad, pobreza, desnudez e ignorancia. Porque no hay peligro alguno de que el hombre se rebaje excesivamente, con tal que entienda que en Dios ha de recobrar todo lo que le falta. Al contrario, no puede atribuirse ni un adarme más de lo que se le debe, sin que se arruine con una vana confianza y se haga culpable de un grave sacrilegio, al atribuirse a sí mismo la honra que sólo a Dios se debe. Evidentemente, siempre que nos viene a la mente este ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca a nosotros y no a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos es inspirado por el que indujo a nuestros primeros padres a querer ser semejantes a Dios conociendo el bien y el mal. Si es palabra diabólica la que ensalza al hombre en sí mismo, no debíamos darle oídos si no queremos tomar consejo de nuestro enemigo. Es cosa muy grata pensar que tenemos tanta fuerza que podemos confiar en nosotros mismos. Pero a fin de que no nos engolosinemos con otra vana confianza, traigamos a la memoria algunas de las excelentes sentencias de que está llena la Sagrada Escritura, en las que se nos humilla grandemente.
El profeta Jeremías dice: "Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo" (Jer. 17,5). Y: "(Dios) no se deleita en la fuerza del caballo, ni se complace en la agilidad del hombre; se complace Jehová en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia(Sal. 147, 10). Y: "Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas; los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas" (ls.40,29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que ninguno ponga la menor confianza en sí mismo, si queremos tener a Dios de nuestra parte, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Sant. 4,6).
    Recordemos también aquellas promesas: "Yo derramaré aguas sobre el sequedal y ríos sobre la tierra árida" (Is. 44,3). Y: "A todos los sedientos: Venid a las aguas" (Is. 55, 1). Todas ellas y otras semejantes, atestiguan que solamente es admitido a recibir las bendiciones divinas el que se encuentra abatido con la consideración de su miseria. Ni hay que olvidar otros testimonios, como el de Isaías: “El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua" (ls.60,19). Ciertamente, el Señor no quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para mostrarse Él solo glorioso en ellos, les quita la confianza aun de aquellas cosas que a nuestro parecer son las más excelentes.

11.Testimonio de los padres
Por esto me ha agradado siempre sobremanera esta sentencia de san Crisóstomo: "El fundamento de nuestra filosofía es la humildad'12. Y más aún aquella de san Agustín, que dice: "Como a Demóstenes, excelente orador griego, fuera preguntado cuál era el primer precepto de la elocuencia, respondió: La pronunciación; y el segundo, la pronunciación; y el tercero, también la pronunciación; e igualmente si me preguntarais cual de los preceptos de la religión cristiana es el primero, cuál el segundo, y cuál el tercero, os respondería siempre: La humildad". Pero adviértase que él por humildad no entiende que el hombre, reconociendo en sí alguna virtud, no obstante no se ensoberbece por ello, sino que el hombre de tal manera se conozca que no encuentre más refugio que humillarse ante Dios, como lo expone en otro lugar, diciendo: "Nadie se adule ni se lisonjee; cada uno por sí mismo es un demonio; el bien que el hombre tiene, de Dios solamente lo tiene. Porque ¿qué tienes de ti sino pecado? Si quieres gloriarte de lo que es tuyo, gloríate del pecado; porque la justicia es de Dios"'. Y: "¿A qué presumimos tanto del poder de nuestra naturaleza? Está llagada, herida, atormentada y destruida. Tiene necesidad de verdadera confesión, no de falsa defensa'12. Y: "Cuando uno reconoce que no es nada en sí mismo y que ninguna ayuda puede esperar de sí, sus armas se le rompen y cesa la guerra. Y es necesario que todas las armas de la impiedad sean destruidas, rotas y quemadas y te encuentres tan desarmado, que no halles en ti ayuda alguna. Cuanto más débil eres por ti mismo, tanto mejor te recibirá Dios'13. Por esta razón él mismo, a propósito del Salmo 70, prohibe que recordemos nuestra justicia, a fin de que conozcamos la justicia de Dios, y muestra que Dios nos ensalza su gracia de manera que sepamos que no somos nada, que sólo por la misericordia de Dios nos mantenemos firmes, pues por nosotros mismos somos malos.
    Así pues, no disputemos con Dios sobre nuestro derecho, como si perdiésemos en nuestro provecho cuanto a Él le atribuimos. Porque como nuestra humildad es su encumbramiento, así el confesar nuestra bajeza lleva siempre consigo su misericordia por remedio. Y no pretendo que el hombre ceda sin estar convencido; y que si tiene alguna virtud no la tenga en cuenta, para lograr la verdadera humildad; lo que pido es que, dejando a un lado el amor de sí mismo, de su elevación y ambición - sentimientos que le ciegan y le llevan a sentir de si mismo más de lo conveniente - se contemple como debe en el verdadero espejo de la Escritura.

12. Abolición de los dones sobrenaturales
Me agrada mucho aquella sentencia de san Agustín, que comúnmente se cita: "Los dones naturales están corrompidos en el hombre por el pecado, y los sobrenaturales los ha perdido del todo." Por lo segundo entienden la luz de la fe y la justicia, las cuales bastan para alcanzar la vida eterna y la felicidad celestial. Así que el hombre, al abandonar el reino de Dios, fue también privado de los dones espirituales con los que había sido adornado para alcanzar la vida eterna. De donde se sigue que está de tal manera desterrado del reino de Dios, que todas las cosas concernientes a la vida bienaventurada del alma están en él muertas, hasta que por la gracia de la regeneración las vuelva a recobrar; a saber: la fe, el amor de Dios, la caridad con el prójimo, el deseo de vivir santa y justamente. Y como quiera que todas estas cosas nos son restituidas por Cristo, no se deben reputar propias de nuestra naturaleza, sino procedentes de otra parte. Por consiguiente, concluimos que fueron abolidas.

Corrupción de los dones naturales. Además de esto, se le quitó también al hombre la integridad del entendimiento y la rectitud del corazón. 1 esto es lo que llamamos corrupción de los dones naturales. Porque, aun que es verdad que nos ha quedado algo de entendimiento y de juicio como también de voluntad, sin embargo no podemos decir que nuestro entendimiento esté sano y perfecto, cuando es tan débil y está tan en vuelto en tinieblas. En cuanto a la voluntad, bien sabemos cuanta maldad hay en ella. Como la razón, con la cual el hombre distingue entre el bien y el mal, y juzga y entiende, es un don natural, no pudo perderse de todo; pero ha sido en parte debilitada, y en parte dañada, de tal manera que lo que se ve de ella no es más que una ruina desfigurada.
    En este sentido dice san Juan que la luz luce en las tinieblas, mas que no es comprendida por ellas (Jn. 1, 5). Con las cuales palabras se ven claramente ambas cosas; que en la naturaleza humana, por más pervertida y degenerada que esté, brillan ciertos destellos que demuestran que el hombre participa de la razón y se diferencia de las fieras brutas puesto que tiene entendimiento; pero, a su vez, que esta luz está tan sofocada por una oscuridad tan densa de ignorancia, que no puede mostrar su eficacia. Igualmente la voluntad, como es del todo inseparable de la naturaleza humana, no se perdió totalmente; pero se encuentra de tal manera cogida y presa de sus propios apetitos, que no puede apetecer ninguna cosa buena.
    Es ésta una definición perfecta, pero hay que explicarla más detalladamente.

A. CORRUPCIÓN DE LA INTELIGENCIA

     A fin de que la disquisición presente se desarrolle ordenadamente de acuerdo con la distinción que antes establecimos en el alma del hombre, de entendimiento y voluntad, es necesario que primeramente examinemos las fuerzas del entendimiento.
    Decir que el entendimiento está tan ciego, que carece en absoluto de inteligencia respecto a todas las cosas del mundo, repugnaría, no sólo a la Palabra de Dios, sino también a la experiencia de cada día. Pues vemos que en la naturaleza humana existe un cierto deseo de investigar la verdad, hacia la cual no sentiría tanta inclinación si antes no tuviese gusto por ella. Es, pues, ya un cierto destello de luz en el espíritu del hombre este natural amor a la verdad; cuyo menosprecio en los animales brutos prueba que son estúpidos y carecen de entendimiento y de razón. Aunque este deseo, aun antes de comenzar a obrar, ya decae, pues luego da consigo en la vanidad. Porque el entendimiento humano, a causa de su rudeza, es incapaz de ir derecho en busca de la verdad, y anda vagando de un error a otro, como quien va a tientas en la oscuridad y a cada paso tropieza, hasta que desaparece aquélla; así, él, al investigar la verdad deja ver cuánta es su ineptitud para lograrlo.
     Tiene además otro defecto bien notable, y consiste en que muchas veces no sabe determinar a qué deba aplicarse. Y así con desenfrenada curiosidad se pone a buscar las cosas superfluas y sin valor alguno; y en cambio, las importantes no las ve, o pasa por ellas despreciativamente. En verdad, raramente sucede que se aplique a conciencia. Y, aunque todos los escritores paganos se quejan de este defecto, casi todos han caído en él. Por eso Salomón en su Eclesiastés, después de citar las cosas en que se ejercitan los hombres creyéndose muy sabios, concluye finalmente que todos ellos son frívolos y vanos.

13.La inteligencia de las cosas terrenas y de las cosas del cielo
Sin embargo, cuando el entendimiento del hombre se esfuerza en conseguir algo, su esfuerzo no es tan en vano que no logre nada, especialmente cuando se trata de cosas inferiores. Igualmente, no es tan estúpido y tonto que no sepa gustar algo de las cosas celestiales, aunque es muy negligente en investigarlas. Pero no tiene la misma facilidad para las unas que para las otras. Porque, cuando se quiere elevar sobre las cosas de este mundo, entonces sobre todo aparece su flaqueza. Por ello, a fin de comprender mejor hasta dónde puede llegar en cada cosa, será necesario hacer una distinción, a saber: que la inteligencia de las cosas terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas celestiales.
    Llamo cosas terrenas a las que no se refieren a Dios, ni a su reino, ni a la verdadera justicia y bienaventuranza de la vida eterna, sino que están ligadas a la vida presente y en cierto modo quedan dentro de sus límites. Por cosas celestiales entiendo el puro conocimiento de Dios, la regla de la verdadera justicia y los misterios del reino celestial.

1º.Bajo la primera clase se comprenden el gobierno del Estado, la dirección de la propia familia, las artes mecánicas y liberales. A la segunda hay que referir el conocimiento de Dios y de su divina voluntad, y la regla de conformar nuestra vida con ella.

a.El orden social. En cuanto a la primera especie hay que confesar que como el hombre es por su misma naturaleza sociable, siente una inclinación natural a  establecer y conservar la compañía de sus semejantes. Por esto vemos que existen ideas generales de honestidad y de orden en el entendimiento de todos los hombres. Y de aquí que no haya ninguno que no comprenda que las agrupaciones de hombres han de regirse por leyes, y no tenga algún principio de las mismas en su entendimiento. De aquí procede el perpetuo consentimiento, tanto de los pueblos como de los individuos, en aceptar las leyes, porque naturalmente existe
en cada uno cierta semilla de ellas, sin necesidad de maestro que se las enseñe.
    A esto no se oponen las disensiones y revueltas que luego nacen, por querer unos que se arrinconen todas las leyes, y no se las tenga en cuenta, y que cada uno no tenga más ley que su antojo y sus desordenados apetitos, como los ladrones y salteadores; o que otros ﷓ como comúnmente sucede ﷓ piensen que es injusto lo que sus adversarios han ordenado como bueno y justo, y, al contrario, apoyen lo que ellos han condenado. Porque los primeros, no aborrecen las leyes por ignorar que son buenas y santas, sino que, llevados de sus desordenados apetitos, luchan contra la evidencia de la razón; y lo que aprueban en su entendimiento, eso mismo lo reprueban en su corazón, en el cual reina la maldad. En cuanto a los segundos, su oposición no se enfrenta en absoluto al concepto de equidad y de justicia de que antes hablábamos. Porque consistiendo su oposición simplemente en determinar qué leyes serán mejores, ello es señal de que aceptan algún modo de justicia. En lo cual aparece también la flaqueza del entendimiento humano, que incluso cuando cree ir bien, cojea y va dando traspiés. Sin embargo, permanece cierto que en todos los hombres hay cierto germen de orden político; lo cual es un gran argumento de que no existe nadie que no esté dotado de la luz de la razón en cuanto al gobierno de esta vida.

14.b. Las artes mecánicas y liberales
En cuanto a las artes, así mecánicas como liberales, puesto que en nosotros hay cierta aptitud para aprenderlas, se ve también por ellas que el entendimiento humano posee alguna virtud. Y aunque no todos sean capaces de aprenderlas, sin embargo, es prueba suficiente de que el entendimiento humano no está privado de tal virtud, el ver que apenas existe hombre alguno que carezca de cierta facilidad en alguna de las artes. Además no sólo tiene virtud y facilidad para aprenderlas, sino que vemos a diario que cada cual inventa algo nuevo, o perfecciona lo que los otros le enseñaron. En lo cual, aunque Platón se engañó pensando que esta comprensión no era más que acordarse de lo que el alma sabía ya antes de entrar en el cuerpo, sin embargo la razón nos fuerza a confesar que hay como cierto principio de estas cosas esculpido en el entendimiento humano.
    Estos ejemplos claramente demuestran que existe cierto conocimiento general del entendimiento y de la razón, naturalmente impreso en todos los hombres; conocimiento tan universal, que cada upo en particular debe reconocerlo como una gracia peculiar de Dios. A este reconocimiento nos incita suficientemente el mismo autor de la naturaleza creando seres locos y tontos, en los cuales representa, como en un espejo, cuál sería la excelencia del alma del hombre, si no estuviera iluminada por Su luz; la cual, si bien es natural a todos, sin embargo no deja de ser un don gratuito de su liberalidad para con cada uno en particular.
    Además, la invención misma de las artes, el modo y el orden de ensenarlas, el penetrarlas y entenderlas de verdad ﷓ lo cual consiguen muy pocos ﷓ no son prueba suficiente para conocer el grado de ingenio que naturalmente poseen los hombres; sin embargo, como quiera que son comunes a buenos y a malos, con todo derecho hay que contarlos entre los dones naturales.

15.Cuanto produce la inteligencia proviene de las gracias recibidas por
la naturaleza humana
Por lo tanto, cuando al leer los escritores paganos veamos en ellos esta admirable luz de la verdad que resplandece en sus escritos, ello nos debe servir como testimonio de que el entendimiento humano, por más que haya caído y degenerado de su integridad y perfección, sin embargo no deja de estar aún adornado y enriquecido con excelentes dones de Dios. Si reconocemos al Espíritu de Dios por única fuente y manantial de la verdad, no desecharemos ni menospreciaremos la verdad donde quiera que la halláremos; a no ser que queramos hacer una injuria al Espíritu de Dios, porque los dones del Espíritu no pueden ser menospreciados sin que Él mismo sea menospreciado y rebajado.
     ¿Cómo podremos negar que los antiguos juristas tenían una mente esclarecida por la luz de la verdad, cuando constituyeron con tanta equidad un orden tan recto y una política tan justa? ¿Diremos que estaban ciegos los filósofos, tanto al considerar con gran diligencia los secretos de la naturaleza, como al redactarlos con tal arte? ¿Vamos a decir que los que inventaron el arte de discutir y nos enseñaron a hablar juiciosamente, estuvieron privados de juicio? ¿Que los que inventaron la medicina fueron unos insensatos? Y de las restantes artes, ¿pensaremos que no son más que desvaríos? Por el contrario, es imposible leer los libros que sobre estas materias escribieron los antiguos, sin sentimos maravillados y llenos de admiración. Y nos llenaremos de admiración, porque nos veremos forzados a reconocer la sabiduría que en ellos se contiene. Ahora bien, ¿creeremos que existe cosa alguna excelente y digna de alabanza, que no proceda de Dios? Sintamos vergüenza de cometer tamaña ingratitud, en la cual ni los poetas paganos incurrieron; pues ellos afirmaron que la filosofía, las leyes y todas las artes fueron inventadas por los dioses. Si, pues, estos hombres, que no tenían más ayuda que la luz de la naturaleza, han sido tan ingeniosos en la inteligencia de las cosas de este mundo, tales ejemplos deben enseñarnos cuántos son los dones y gracias que el Señor ha dejado a la naturaleza humana, aun después de ser despojada del verdadero y sumo bien.

16. Aunque corrompidas, esas gracias de naturaleza son dones del Espíritu
Santo
Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones excelentes del Espíritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien del género humano. Porque si fue necesario que el Espíritu de Dios inspirase a Bezaleel y Aholiab la inteligencia y arte requeridos para fabricar el tabernáculo (Éx. 31,2; 35, 30-34), no hay que maravillarse si decimos que el conocimiento de las cosas más importantes de la vida nos es comunicado por el Espíritu de Dios.
    Si alguno objeta: ¿qué tiene que ver el Espíritu de Dios con los impíos, tan alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espíritu de Dios reside únicamente en los fieles, ha de entenderse del Espíritu de santificación, por el cual somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre tanto, Dios no cesa de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu a todas sus criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas. Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos sirviesen para entender la física, la dialéctica, las matemáticas y otras ciencias, sirvámonos de ellos en esto, temiendo que nuestra negligencia sea castigada si despreciamos los dones de Dios doquiera nos fueren ofrecidos.
    Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque le concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo, hay que advertir también que toda la facultad que posee de entender, y la subsiguiente inteligencia de las cosas, son algo fútil y vano ante Dios, cuando no está fundado sobre el firme fundamento de la verdad. Pues es muy cierta la citada sentencia de san Agustín, que el Maestro de las Sentencias y los escolásticos se vieron forzados a admitir, según la cual, al hombre le fueron quitados los dones gratuitos después de su caída; y los naturales, que le quedaban, fueron corrompidos. No que se puedan contaminar por proceder de Dios, sino que dejaron de estar puros en el hombre, cuando él mismo dejó de serlo, de tal manera que no se puede atribuir a si mismo ninguna alabanza.

17. La gracia general de Dios limita la corrupción de la naturaleza
Concluyendo: En toda la especie humana se ve que la razón es propia de nuestra naturaleza, la cual nos distingue de los animales brutos como ellos se diferencian por los sentidos de las cosas inanimadas Porque el que algunos nazcan locos o estúpidos no suprime la gracia universal de Dios; antes bien, tal espectáculo debe incitarnos a atribuir lo que tenemos de más a una gran liberalidad de Dios. Porque si Él no nos hubiera preservado, la caída de Adán hubiera destruido todo cuanto nos había sido dado.
    En cuanto a que unos tienen el entendimiento más vivo, otros mejor juicio, o mayor rapidez para aprender algún arte, con esta variedad Dios nos da a conocer su gracia, para que ninguno se atribuya nada como cosa propia, pues todo proviene de la mera liberalidad de Dios. Pues ¿por qué uno es más excelente que otro, sino para que la gracia especial de Dios tenga preeminencia en la naturaleza común, dando a entender que al dejar a algunos atrás, no está obligada a ninguno? Más aún, Dios inspira actividades particulares a cada uno, conforme a su vocación. De esto vemos numerosos ejemplos en el libro de los Jueces, en el cual se dice que el Señor revistió dé su Espíritu a los que Él llamaba para regir a su pueblo (6,34). En resumen, en todas las cosas importantes hay algún impulso particular. Por esta causa muchos hombres valientes, cuyo corazón Dios había tocado, siguieron a Saúl. Y cuando le comunican que Dios quiere ungirlo rey, Samuel le dice: "El Espíritu de Jehová vendrá sobre ti con poder. .. y serás mudado en otro hombre" (1 Sm. 10, 6). Esto se extiende a todo el tiempo de su reinado, como se dice luego de David que "desde aquel día en adelante (el de su unción) el Espíritu de Jehová vino sobre David" (1 Sm. 16,13).
    Y lo mismo se ve en otro lugar respecto a estos impulsos particulares. Incluso Homero dice que los hombre tienen ingenio, no solamente según se lo dió Júpiter a cada uno, sino también según como le guía cada día'. Y la experiencia nos enseña, cuando los más ingeniosos se hallan muchas veces perplejos, que los entendinúentos humanos están en manos de Dios, el cual los rige en cada momento. Por esto se dice que Dios quita el entendimiento a los prudentes, para hacerlos andar descaminados por lugares desiertos (Sal. 107,40). Sin embargo, no dejamos de ver en esta diversidad las huellas que aún quedan de la imagen de Dios, las cuales diferencian al género humano de todas las demás criaturas.

18.2º . Las cosas celestiales. Por nosotros mismos no podemos conocer al
verdadero Dios
Queda ahora por aclarar qué es lo que puede la razón humana por lo que respecta al reino de Dios, y la capacidad que posee para comprender la sabiduría celestial, que consiste en tres cosas: (1) en conocer a Dios; (2) su voluntad paternal, y su favor por nosotros, en el cual se apoya nuestra salvación; (3) cómo debemos regular nuestra vida conforme a las disposiciones de su ley.

a. No podemos por nosotros mismos conocer al verdadero Dios. Respecto
a los dos primeros puntos y especialmente al segundo, los hombres más inteligentes son tan ciegos como topos. No niego que muchas veces se encuentran en los libros de los filósofos sentencias admirables y muy atinadas respecto a Dios, pero siempre se ven en ellas confusas imaginaciones. Ciertamente Dios les ha dado como arriba dijimos un cierto gusto de Su divinidad, a fin de que no pretendiesen ignorancia para excusar su impiedad, y a veces les ha forzado a decir sentencias tales, que pudieran convencerles; pero las vieron de tal manera, que no pudieron encaminarse a la verdad, ¡y cuánto menos alcanzarla!
    Podemos aclarar esto con ejemplos. Cuando hay tormenta, si un hombre se encuentra de noche en medio del campo, con el relámpago verá un buen trecho de espacio a su alrededor, pero no será más que por un momento y tan de repente, que, antes de que pueda moverse, ya está otra vez rodeado por la oscuridad de la noche, de modo que aquella repentina claridad no le sirve para atinar con el recto camino.
    Además, aquellas gotitas de verdad que los filósofos vertieron en sus libros ¡con cuántas horribles mentiras no están mezcladas! Y finalmente, la certidumbre de la buena voluntad de Dios hacia nosotros ﷓sin la cual por necesidad el entendimiento del hombre se llena de confusión ﷓ ni siquiera les pasó por el pensamiento. Y así, nunca pudieron acercarse a esta verdad ni encaminarse a ella, ni tomarla por blanco, para poder conocer quién es el verdadero Dios y qué es lo que pide de nosotros.

19. Testimonio de la Escritura
Pero como, embriagados por una falsa presunción, se nos hace muy difícil creer que nuestra razón sea tan ciega e ignorante para entender las cosas divinas, me parece mejor probar esto con el testimonio de la Escritura, que con argumentos.
    Admirablemente lo expone san Juan cuando dice que desde el principio la vida estuvo en Dios, y aquella vida era la luz de los hombres, y que la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron (Jn. 1,4﷓5). Con estas palabras nos da a entender que el alma del hombre tiene en cierta manera algo de luz divina, de suerte que jamás está sin algún destello de ella; pero que con eso no puede comprender a Dios. ¿Por qué esto? Porque toda su penetración del conocimiento de Dios no es más que pura oscuridad. Pues al llamar el Espíritu Santo a los hombres "tinieblas", los despoja por completo de la facultad del conocimiento espiritual. Por esto afirma que los fieles que reciben a Cristo "no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Como si dijese que la carne no es capaz de tan alta sabiduría como es comprender a Dios y lo que a Dios pertenece, sin ser iluminada por el Espíritu de Dios. Como el mismo Jesucristo atestiguó a san Pedro que se debía a una revelación especial del Padre, que él le hubiese conocido (Mt. 16,17).

20. Sin regeneración e iluminación no podemos reconocer a Dios
Si estuviésemos persuadidos sin lugar a dudas de que todo lo que e Padre celestial concede a sus elegidos por el Espíritu de regeneración 1 falta a nuestra naturaleza, no tendríamos respecto a esta materia motivo alguno de vacilación. Pues así habla el pueblo fiel por boca del Profeta "Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz' (Sal. 36,9). Lo mismo atestigua el Apóstol cuando dice que "nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo" (1 Cor. 12,3). Y san Juan Bautista, viendo la rudeza de sus discípulos, exclama que nadie puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo (Jn. 3,27). Y que él por "don" entiende una revelación especial, y no una inteligencia común de naturaleza, se ve claramente cuando se queja de que sus discípulos no hablan sacado provecho alguno de tanto como les había hablado de Cristo. Bien veo, dice, que mis palabras no sirven de nada para instruir a los hombres en las cosas celestiales, si Dios no lo hace con su Espíritu. Igualmente Moisés, echando en cara al pueblo su negligencia, advierte al mismo tiempo que no pueden entender nada de los misterios divinos si el mismo Dios no les concede esa gracia. "Vosotros", dice, "habéis visto ... las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las señales y las grandes maravillas; pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír" (Dt. 29,2﷓4). ¿Qué más podría decir, si les llamara "leños" para comprender las obras de Dios? Por eso el Señor por su profeta promete como un singular beneficio de su gracia que daría a los israelitas entendimiento para que le conociesen (Jer. 24,7), dando con ello a entender evidentemente, que el entendimiento humano en las cosas espirituales no puede entender más que en cuanto es iluminado por Dios. Esto mismo lo confirmó Cristo con sus palabras, cuando dijo que nadie puede ir a Él sino aquel a quien el Padre lo hubiere concedido (Jn.6,44). ¿No es Él la viva imagen del Padre en la cual se nos representa todo el resplandor de su gloria?
    Por ello no podía mostrar mejor cuál es nuestra capacidad de conocer a Dios, que diciendo que no tenemos ojos para contemplar su imagen, que con tanta evidencia se nos manifiesta. ¿No descendió Él a la tierra para manifestar a los hombres la voluntad del Padre? ¿No cumplió fielmente su misión? Sin embargo, su predicación de nada podía aprovechar sin que el maestro interior, el Espíritu, abriera el corazón de los hombres. No va, pues, nadie a Él, si no ha oído al Padre y es instruido por Él.
     Y ¿en qué consiste este oír y aprender? En que el Espíritu Santo, con su admirable y singular potencia, hace que los oídos oigan y el entendimiento entienda. Y para que no nos suene a novedad, cita el pasaje de Isaías, en el cual Dios, después de haber prometido la restauración de su Iglesia, dice que los fieles que Él reunirá de nuevo serán discípulos de Dios (Is.54,13). Si Dios habla aquí de una gracia especial que da a los suyos, se ve claramente que la instrucción que promete darles es distinta de la que Él mismo concede indistintamente a los buenos y a los malos. Por tanto, hay que comprender que ninguno ha entrado en el reino de los cielos, sino aquél cuyo entendimiento ha sido iluminado por el Espíritu Santo.
     Pero san Pablo, más que nadie, se ha expresado claramente. Tratando a propósito de esta materia, después de condenar toda la sabiduría humana como loca y vana, después de haberla echado por tierra, concluye con estas palabras: "El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (1 Cor.2,14). ¿A quién llama "hombre natural"? Al que se apoya en la luz de la naturaleza. Éste, en verdad, no entiende cosa alguna de los misterios espirituales. ¿Acaso porque por negligencia no les presta atención? Aunque con todas sus fuerzas lo intentara, nada conseguiría, porque hay que juzgar de ellos espiritualmente. Es decir, que las cosas recónditas solamente por la revelación del Espíritu le son manifestadas al entendimiento humano, de tal manera que son tenidas por locura cuando el Espíritu de Dios no le ilumina. Y antes, el mismo apóstol había colocado por encima de la capacidad de los ojos, de los oídos y del entendimiento humano, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman, y hasta había declarado que la sabiduría humana es como un velo que nos impide contemplar bien a Dios. ¿Qué más? El mismo san Pablo dice que "Dios ha enloquecido la sabiduría del mundo" (1 Cor. 1, 20). ¿Vamos nosotros a atribuirle tal agudeza, que pueda penetrar hasta Dios y los secretos de su reino celestial? ¡No caigamos en tal locura!

21. Toda nuestra facultad viene de Dios
Por esta causa, lo que aquí quita al hombre lo atribuye en otro lugar a Dios, rogándole por los efesios de esta manera: "El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación" (Ef. 1, 17). Vemos por ello que toda la sabiduría y revelación es don de Dios. ¿Qué sigue a continuación? Que ilumine los ojos de su entendimiento. Si tienen necesidad de una nueva revelación, es que por sí mismos son ciegos. Y añade: para que sepáis cuál es la esperanza de nuestra vocación. Con estas palabras el Apóstol demuestra que el entendimiento humano es incapaz de comprender su vocación. Y no hay razón alguna para que los pelagianos digan que Dios socorre a esta torpeza e ignorancia, cuando guía el entendimiento del hombre con su Palabra a donde él sin guía no podría en manera alguna llegar. Porque David tenla la Ley, en la que estaba comprendida toda la sabiduría que se podía desear; y, sin embargo, no contento con ello, pedía a Dios que abriera sus ojos, para considerar los misterios de su Ley (Sal. 119,18). Con lo cual declaró que la Palabra de Dios, cuando ilumina a los hombres, es como el sol cuando alumbra la tierra; pero no consiguen gran provecho de ello hasta que Dios les da, o les abre los ojos para que vean. Y por esta causa es llamado "Padre de las luces" (Sant. 1, 17), porque doquiera que Él no alumbra con su Espíritu, no puede haber más que tinieblas. Que esto es así, claramente se ve por los apóstoles, que adoctrinados más que de sobra por el mejor de los maestros, sin embargo les promete el Espíritu de verdad, para que los instruya en la doctrina que antes habían oído (Jn. 14,26). Si al pedir una cosa a Dios confesamos por lo mismo que carecemos de ella, y si Él al prometérnosla, deja ver que estamos faltos de ella, hay que confesar sin lugar a dudas, que la facultad que poseemos para entender los misterios divinos, es la que su majestad nos concede iluminándonos con su gracia. Y el que presume de más inteligencia, ese tal está tanto más ciego, cuanto menos comprende su ceguera.

22. b. ¿Podemos por nosotros mismos regular bien nuestra vida?
Queda por tratar el tercer aspecto, o sea, el conocimiento de la regla conforme a la cual hemos de ordenar nuestra vida, lo cual justamente llamamos la justicia de las obras.
    Respecto a esto parece que el entendimiento del hombre tiene mayor penetración que en las cosas antes tratadas. Porque el Apóstol testifica que los gentiles, que no tienen Ley, son ley para sí mismos; y demuestran que las obras de la Ley están escritas en sus corazones, en que su conciencia les da testimonio, y sus pensamientos les acusan o defienden ante el juicio de Dios (Rom.2,11-15). Si los gentiles tienen naturalmente grabada en su alma la justicia de la Ley, no podemos decir en verdad que son del todo ciegos respecto a cómo han de vivir. Y es cosa corriente decir que el hombre tiene suficiente conocimiento para bien vivir conforme a esta ley natural, de la que aquí habla el Apóstol. Consideremos, sin embargo, con qué fin se ha dado a los hombres este conocimiento natural de la Ley; entonces comprenderemos hasta dónde nos puede guiar para dar en el blanco de la razón y la verdad.

    Definición de la ley natural. Ésta hace al hombre inexcusable. También las palabras de san Pablo nos harán. comprender esto, si entendemos debidamente el texto citado. Poco antes había dicho que los que pecaron bajo la Ley, por la Ley serán juzgados, y que los que sin Ley pecaron, sin Ley perecerán. Como lo último podría parecer injusto, que sin juicio alguno anterior fuesen condenados los gentiles, añade en seguida que su conciencia les servía de ley, y, por tanto, bastaba para condenarlos justamente. Por consiguiente, el fin de la ley natural es hacer al hombre inexcusable. Y podríamos definirla adecuadamente diciendo que es un sentimiento de la conciencia mediante el cual discierne entre el bien y el mal lo suficiente para que los hombres no pretexten ignorancia, siendo convencidos por su propio testimonio. Hay en el hombre tal inclinación a adularse, que siempre, en cuanto le es posible, aparta su entendimiento del conocimiento de sus culpas. Esto parece que movió a Platón a decir que nadie peca, si no es por ignorancia'. Sería verdad, si la hipocresía de los hombres no tuviese tanta fuerza para encubrir sus vicios, que la conciencia no sienta escrúpulo alguno en presencia de Dios. Mas como el pecador, que se empeña en evitar el discernimiento natural del bien y del mal, se ve muchas veces como forzado, y no puede cerrar los ojos, ae tal manera que, quiera o no, tiene que abrirlos algunas veces a la fuerza, es falso decir que peca solamente por ignorancia.

23.El filósofo Temistio se acercó más a la verdad, diciendo que el entendimiento se engaña muy pocas veces respecto a los principios generales, pero que con frecuencia cae en el error cuando juzga de las cosas en particular'. Por ejemplo: Si se pregunta si el homicidio en general es malo, no hay hombre que lo niegue; pero el que conspira contra su enemigo, piensa en ello como si fuese una cosa buena. El adúltero condenará el adulterio en general, sin embargo, alabará el suyo en particular. Así pues, en esto estriba la ignorancia: en que el hombre, después de juzgar rectamente sobre los principios generales, cuando se trata de sí mismo en particular se olvida de lo que había establecido independientemente de sí mismo. De esto trata magistralmente san Agustín en la exposición del versículo primero del Salmo cincuenta y siete.
     Sin embargo, la afirmación de Temistio no es del todo verdad. Algunas veces la fealdad del pecado de tal manera atormenta la conciencia del pecador, que al pecar no sufre engaño alguno respecto a lo que ha de hacer, sino que a sabiendas y voluntariamente se deja arrastrar por el mal. Esta convicción inspiró aquella sentencia: "Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”.
     Para suprimir toda duda en esta materia, me parece que Aristóteles ha establecido una buena distinción entre incontinencia e intemperancia. Dice él, que dondequiera que reina la incontinencia pierde el hombre, por su desordenada concupiscencia, el sentimiento particular de su culpa, que condena en los demás; pero que pasada la perturbación de la misma, luego se arrepiente; en cambio, la intemperancia es una enfermedad más grave, y consiste en que el hombre ve el mal que hace, y, sin embargo, no desiste, sino que persevera obstinadamente en su propósito.

24.Insuficiencia de la ley natural, que no conoce la Ley de Dios
Ahora bien, cuando oímos quje hay en el hombre un juicio universal para discernir el bien y el mal, no hemos de pensar que tal juicio esté por completo sano e íntegro. Porque si el entendimiento de los hombres tuviese la facultad de discernir entre el bien y el mal solamente para que no pretexten ignorancia, no sería necesario que conociesen la verdad en cada cosa particular; bastaría conocerla lo suficiente para que no se excusasen sin poder ser convencidos por el testimonio de su conciencia, y que desde ese punto comenzasen a sentir temor del tribunal de Dios.
Si de hecho confrontamos nuestro entendimiento con la Ley de Dios, que es la norma perfecta de justicia, veremos cuánta es su ceguera. Ciertamente no comprende lo principal de la primera Tabla', que es poner toda nuestra confianza en Dios, darle la alabanza de la virtud y la justicia, invocar su santo nombre y guardar el verdadero sábado que es el descanso espiritual. ¿Qué entendimiento humano ha olfateado y rastreado jamás, por su natural sentimiento, que el verdadero culto a Dios consiste en estas cosas y otras semejantes? Porque cuando los paganos quieren honrar a Dios, aunque los apartéis mil veces de sus locas fantasías, vuelven siempre a recaer en ellas. Ciertamente confesarán que los sacrificios no agradan a Dios si no les acompaña la pureza del corazón. Con ello atestiguan que tienen algún sentimiento del culto espiritual que se debe a Dios, el cual falsifican luego de hecho con sus falsas ilusiones. Porque nunca se podrían convencer de que lo que la Ley prescribe sobre el culto es la verdad. ¿Será razonable que alabemos de vivo y agudo a un entendimiento que por sí mismo no es capaz de entender, ni quiere escuchar a quien le aconseja bien?
    En cuanto a los mandamientos de la segunda Tabla, tiene algo más de inteligencia, porque se refiere más al orden de la vida humana; aunque aun en esto cae en deficiencias. Pues al más excelente ingenio le parece absurdo aguantar un poder duro y excesivamente riguroso, cuando de alguna manera puede librarse de él. La razón humana no puede concebir sino que es de corazones serviles soportar pacientemente tal dominio; y, al contrario, que es de espíritus animosos y esforzados hacerle frente. Los mismos filósofos no reputan un vicio vengarse de las injurias. Sin embargo, el Señor condena esta excesiva altivez del corazón y manda que los suyos tengan esa paciencia que los hombres condenan y vituperan. Asimismo nuestro entendimiento es tan ciego respecto a la observancia de la Ley, que es incapaz de conocer el mal de su concupiscencia. Pues el hombre sensual no puede ser convencido de que reconozca el mal de su concupiscencia; antes de llegar a la entrada del abismo se apaga su luz natural. Porque , cuando los filósofos designan como vicios los impulsos excesivos del corazón, se refieren a los que aparecen y se ven claramente por signos visibles. Pero los malos deseos que solicitan el corazón más ocultamente, no los tienen en cuenta.

25.A pesar de las buenas intenciones, somos incapaces por nosotros mismos de concebir el bien
Por tanto, así como justamente hemos rechazado antes la opinión de Platón, de que todos los pecados proceden de ignorancia, también hay que condenar la de los que piensan que en todo pecado hay malicia deliberada, pues demasiado sabemos por experiencia que muchas veces caemos con toda la buena intención. Nuestra razón está presa por tanto desvarío, y sujeta a tantos errores; encuentra tantos obstáculos y se ve en tanta perplejidad muchas veces, que está muy lejos de encontrarse capacitada para guiarnos por el debido camino. Sin lugar a dudas el apóstol san Pablo muestra cuán sin fuerzas se encuentra la razón para conducirnos por la vida, cuando dice que nosotros, de nosotros mismos, no somos aptos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3,5). No habla de la voluntad ni de los afectos, pero nos prohibe suponer que está en nuestra mano ni siquiera pensar el bien que debemos hacer. ¿Cómo?, dirá alguno. ¿Tan depravada está toda nuestra habilidad, sabiduría, inteligencia y solicitud, que no puede concebir ni pensar cosa alguna aceptable a Dios? Confieso que esto nos parece excesivamente duro, pues no consentimos fácilmente que quieran privarnos de la agudeza de nuestro entendimiento, que consideramos el más valioso don que poseemos. Pero el Espíritu Santo, que sabe que todos los pensamientos de los sabios del mundo son vanos y que claramente afirma que todo cuanto el corazón del hombre maquina e inventa no es más que maldad (Sal.94,11; Gn.6,3), juzga que ello es así. Si todo cuanto nuestro entendimiento concibe, ordena e intenta es siempre malo ¿cómo puede pensar algo grato a Dios, a quien únicamente puede agradar la justicia y la santidad? Y por ello se puede ver que, doquiera se vuelva nuestro entendimiento, está sujeto a la vanidad. Esto es lo que echaba muy en falta David en sí mismo cuando pedía entendimiento para conocer bien los mandatos de Dios (Sal. 119,34), dando a entender con tales palabras que no le bastaba su entendimiento, y que por ello necesitaba uno nuevo. Y esto no lo pide una sola vez, sino hasta casi diez veces reitera tal petición en un mismo salmo, denotando así cuánto necesitaba conseguir esto de Dios. Y lo que David pide para sí, san Pablo lo suele pedir en general para todas las iglesias: "No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor... " (Col. 1, 9-10; Flp. 1, 4). Adviértase que al decir que ello es un beneficio de Dios equivale a proclamar que no estriba en la facultad del hombre.
    San Agustín ha experimentado hasta tal punto esta deficiencia de nuestro entendimiento en orden a entender las cosas divinas, que confiesa que no es menos necesaria la gracia del Espíritu Santo para iluminar nuestro entendimiento, que lo es la claridad del sol para nuestros ojos'. Y no satisfecho con esto, como si no hubiera dicho bastante, se corrige al punto, diciendo que nosotros abrimos los ojos del cuerpo para ver la claridad del sol, pero que los ojos de nuestro entendimiento siempre estarán cerrados, si el Señor no los abre.

    En cada momento nuestro espíritu depende de Dios. Además, la Escritura no dice que nuestro entendimiento es iluminado de una vez para siempre, de suerte que en adelante pueda ver ya por sí mismo. Porque la cita de san Pablo poco antes mencionada, se refiere a una ininterrumpida continuidad y progreso de los fieles. Y claramente lo da a entender David con estas palabras: "Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos" (Sal. 119, 10). Pues, aunque fue regenerado y había aventajado a los demás en el temor de Dios, sin embargo, confiesa que necesita a cada momento ser enderezado por el buen camino, a fin de no apartarse de la doctrina en que ha sido instruido. Por eso en otro lugar pide que le sea renovado el espíritu de rectitud, que por su culpa había perdido (Sal. 5 1, 10), porque a Dios pertenece devolvernos lo que por algún tiempo nos había quitado, igual que dárnoslo al principio.

B. CORRUPCIÓN DE LA VOLUNTAD

26. El deseo natural del bien no prueba la libertad de la voluntad
Tenemos que examinar ahora la voluntad, en la cual principalmente reside la libertad de nuestro albedrío, pues ya hemos visto que a ella le corresponde propiamente elegir, y no al entendimiento.
    En primer lugar, a fin de que no parezca que lo que dijeron los filósofos, y fue opinión general (a saber, que todas las cosas naturalmente apetecen lo bueno), es argumento convincente para probar que existe cierta rectitud en la voluntad, hemos de advertir que la facultad del libre albedrío no debe considerarse en un deseo que procede de una inclinación natural, y no de una cierta deliberación. Porque los mismos teólogos escolásticos confiesan que no hay acción alguna del libre albedrío, más que donde la razón sopesa los pros y los contra. Con esto quieren decir que el objeto del deseo ha de estar sometido a elección, y que le debe preceder la deliberación que abra el camino hacia aquélla.
    Si de hecho consideramos cuál es este deseo natural del bien en el hombre, veremos que es el mismo que tienen las bestias. También ellas buscan su provecho, y cuando hay alguna apariencia de bien perceptible a sus sentidos, se van tras él. En cuanto al hombre, no escoge lo que verdaderamente es bueno para él, según la excelencia de su naturaleza inmortal y el dictado de su corazón, para ir en su seguimiento, sino que contra toda razón y consejo sigue, como una bestia, la inclinación natural. Por tanto, no pertenece en modo alguno al libre albedrío, el que el hombre se sienta incitado por un sentimiento natural a apetecer lo bueno; sino que es necesario que juzgue lo bueno con rectitud de juicio; que, después de conocerlo, lo elija; y que persiga lo que ha elegido.
    A fin de orillar toda dificultad hemos de advertir que hay dos puntos en que podemos engañarnos en esta materia. Porque en esta manera de expresarse, el nombre de "deseo" no significa el movimiento propio de la voluntad, sino una inclinación natural. Y lo segundo es que "bien", no quiere decir aquí la justicia o la virtud, sino lo que cada criatura natural apetece conforme a su estado para su bienestar. Y aunque el hombre apetezca el bien con todas sus fuerzas, nunca empero lo sigue. Como tampoco hay nadie que no desee la bienaventuranza, y, sin embargo, nadie aspira a ella si no le ayuda el Espíritu Santo.
    Resulta, entonces, que este deseo natural no sirve en modo alguno para probar que el hombre tiene libre albedrío, del mismo modo que la inclinación natural de todas las criaturas a conseguir su perfección natural, nada prueba respecto a que tengan libertad. Conviene, pues, considerar en las otras cosas, si la voluntad del hombre está de tal manera corrompida y viciada, que no puede concebir sino el mal; o si queda en ella parte alguna en su perfección e integridad de la cual procedan los buenos deseos.

27. El testimonio de Romanos 7,14-25 contradice a los teólogos escolásticos
Los que atribuyen a la primera gracia de Dios el que nosotros podamos querer eficazmente, parecen dar a entender con sus palabras, igualmente, que existe en el alma una cierta facultad de apetecer voluntariamente el bien, pero tan débil que no logra cuajar en un firme anhelo, ni hacer que el hombre realice el esfuerzo necesario. No hay duda de que ésta ha sido opinión común entre los escolásticos, y que la tomaron de Orígenes y algunos otros escritores antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su pura naturaleza, lo describen según las palabras de san Pablo: "No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago". “El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo" (Rom. 7,15. 18). Pero pervierten toda la disputa de que trata en aquel lugar el Apóstol. Él se refiere a la lucha cristiana, de la que también trata más brevemente en la epístola a los Gálatas, que los fieles experimentan perpetuamente entre la carne y el espíritu; pero el espíritu no lo poseen naturalmente, sino por la regeneración. Y que el Apóstol habla de los regenerados se ve porque, después de decir que en él no habita bien alguno, explica luego que él entiende esto de su carne: y, por tanto, niega que sea él quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en él. ¿Qué quiere decir esta corrección: "En mí, o sea, en mi carne"? Evidentemente es como si dijera: "No habita en mí bien alguno mío, pues no es posible hallar ninguno en mi carne". Y de ahí se sigue aquella excusa: "No soy yo quien hace el mal, sino el pecado que habita en mí", excusa aplicable solamente a los fieles, que se esfuerzan en tender al bien por lo que hace a la parte principal de su alma. Además, la conclusión que sigue claramente explica esto mismo: "Según el hombre interior" dice el Apóstol "me deleito en la Ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente" (Rom. 7,22﷓23). ¿Quién puede llevar en sí mismo tal lucha, sino el que, regenerado por el Espíritu de Dios, lleva siempre en sí restos de su carne? Y por eso san Agustín, habiendo aplicado algún tiempo este texto de la Escritura a la naturaleza del hombre, ha retractado luego su exposición como falsa e inconveniente l. Y verdaderamente, si admitimos que el hombre tiene la más insignificante tendencia al bien sin la gracia de Dios, ¿qué responderemos al Apóstol, que niega que seamos capaces incluso de concebir el bien (2 Cor.3,5)? ¿Qué responderemos al Señor, el cual dice por Moisés, que todo cuanto forja el corazón del hombre no es más que, maldad (Gn.8,21)?

    Estamos completamente bajo la servidumbre del pecado. Por tanto, habiéndose equivocado en la exposición de este pasaje, no hay por qué hacer caso de sus fantasías. Más bien, aceptemos lo que dice Cristo: "Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8,34). Todos somos por nuestra naturaleza pecadores; luego se sigue que estamos bajo el yugo del pecado. Y si todo hombre está sometido a pecado, por necesidad su voluntad, sede principal del pecado, tiene que estar estrechamente ligada. Pues no podría ser verdad en otro caso lo que dice san Pablo, que Dios es quien produce en nosotros el querer (Flp.2,13), si algo en nuestra voluntad precediese a la gracia del Espíritu Santo.
    Por tanto, dejemos a un lado cuantos desatinos se han proferido respecto a la preparación al bien; pues, aunque muchas veces los fieles piden a Dios que disponga su corazón para obedecer a la Ley, como lo hace David en muchos lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo deseo proviene de Dios. Lo cual se puede deducir de sus mismas palabras; pues al desear que se cree en él un corazón limpio, evidentemente no se atribuye a sí mismo tal creación. Por lo cual admitimos lo que dice san Agustín: "Dios te ha prevenido en todas las cosas; prevén tú alguna vez su ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las tienes de Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene de ti." Y concluye él: "Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado".


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