CAPÍTULO XVII

JESUCRISTO NOS HA MERECIDO LA GRACIA DE DIOS Y LA SALVACIÓN

1. Los méritos de Jesucristo provienen de la sola gracia de Dios
    A modo de apéndice, trataremos aquí una cuestión. Hay algunos espíritus curiosos y sutiles que, si bien confiesan que alcanzamos la salvación por Cristo, no obstante no pueden oír hablar de méritos, pues piensan que con ello se oscurece la gracia de Dios. Por eso quieren que Jesucristo sea un mero instrumento o ministro de nuestra salvación, y no su autor, su guía y capitán, como le llama Pedro (Hch.3,15).
    Admito de buen grado, que si alguno quiere oponer simplemente y en sí mismo Jesucristo al juicio de Dios, no habría lugar a mérito alguno, pues no es posible hallar en el hombre dignidad capaz de obligar a Dios. Más bien, como dice con razón san Agustín, nuestro Redentor Jesucristo en cuanto hombre es un resplandor clarísimo de la predestinación y de la gracia de Dios, puesto que la naturaleza humana que ha asumido no pudo conseguir por mérito alguno precedente de obras de fe ser lo que es. "Que me respondan", añade, "¿cómo Cristo en cuanto hombre ha podido merecer ser tomado por el Verbo coeterno con el Padre en unidad de Persona, para ser Hijo unigénito de Dios? Muéstrase, pues, en nuestra Cabeza la misma fuente de gracia de la cual corren sus diversos arroyos sobre todos sus miembros, a cada uno conforme a su medida. Con esta gracia cada uno es hecho cristiano desde el principio de, su fe, como por ella, desde que comenzó a existir, este hombre fue hecho Cristo". Y en otro lugar: "No hay ejemplo más ilustre de predestinación que el mismo Mediador. Porque el que lo ha hecho hombre justo del linaje de David, para que nunca fuese injusto, y ello sin mérito alguno precedente de su voluntad, es el mismo que hace justos a los que eran injustos, haciéndolos miembros de esa Cabeza".
    Por tanto, al tratar del mérito de Jesucristo no ponemos el principio de su mérito en Él, sino que nos remontamos al decreto de Dios, que es su causa primera, en cuanto que por puro beneplácito y graciosa voluntad lo ha constituido Mediador, para que nos alcanzase la salvación. Y por ello, sin motivo se opone el mérito de Cristo a la misericordia de Dios. Porque regla general es, que las cosas subalternas no repugnan entre sí. Por eso no hay dificultad alguna en que la justificación de los hombres sea gratuita por pura misericordia de Dios, y que a la vez intervenga el mérito de Jesucristo, que está subordinado a la misericordia de Dios.
    En cambio, a nuestras obras ciertamente se oponen, tanto el gratuito favor de Dios, como la obediencia de Cristo, cada uno de ellos según su orden. Porque Jesucristo no pudo merecer nada, sino por beneplácito de Dios, en cuanto estaba destinado para que con su sacrificio aplacase la ira de Dios y con su obediencia borrase nuestras transgresiones.
    En suma, puesto que el mérito de Jesucristo depende y procede de la sola gracia de Dios, la cual nos ha ordenado esta manera de salvación, con toda propiedad se opone a toda justicia humana, no menos que a la gracia de Dios, que es la causa de donde procede.

2. Cristo no es solamente el instrumento, sino también la causa y la materia de nuestra salvación
Esta distinción se confirma con muchos textos de la Escritura. Así: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en él cree, no se pierda" (Jn. 3,16). Vemos cómo el amor de Dios ocupa el primer lugar en cuanto causa principal y principio, y que la fe en Jesucristo sigue como causa segunda y más próxima.
    Si alguno replica que Cristo solamente es causa formal, éste tal rebaja la virtud de Cristo mucho más de lo que lo consienten las palabras que hemos alegado; porque si nosotros conseguimos la justicia por la fe, la cual reposa en Él, debemos también buscar en Él la materia de nuestra salvación.
    Esto se prueba claramente por muchos lugares. No que nosotros, dice san Juan, le hayamos amado primero, sino que él fue quien nos amó primero y envió a su Hijo en propiciación de nuestros pecados (l Jn.4,10). El término propiciación tiene mucho peso. Porque Dios, al mismo tiempo que nos amaba, de una manera inefable imposible de explicar, era enemigo nuestro, hasta que se hubo reconciliado en Cristo. A esto se refieren los siguientes lugares de la Escritura: "Él es propiciación por nuestros pecados" (I Jn.2,2). Y: "Agradó al Padre, por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz" (Col. 1, 20). Igualmente, que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Y: "nos hizo aceptos en el Amado" (EL 1, 6). Y, en fin, para que reconciliase con Dios por su cruz a los judíos y a los gentiles (Ef.2,16).
    La razón de este misterio puede verse en el capítulo primero de la epístola a los Efesios. Allí san Pablo, después de haber enseñado que nosotros fuimos elegidos en Cristo, añade que en el mismo hemos alcanzado gracia. ¿Cómo comenzó Dios a recibir en su favor y gracia a los que Él había amado antes de ser creado el mundo, sino porque desplegó su amor al ser reconciliado por la sangre de Cristo? Porque, siendo Dios la fuente de toda justicia, necesariamente el hombre mientras es pecador, lo tiene por enemigo y juez. Y por ello la justicia, cual la describe san Pablo, fue el principio de este amor: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5,21); pues quiere decir que por el sacrificio de Jesucristo hemos conseguido gratuitamente justicia, para poder ser agradables a Dios, siendo así que naturalmente éramos hijos de ira y estábamos alejados de Él por el pecado.
    Por lo demás esta distinción' es puesta de relieve siempre que la Escritura une la gracia de Cristo con el amor que Dios nos tiene; de donde se sigue que nuestro Redentor reparte con nosotros lo que Él ha adquirido. De otra manera no habría lugar a atribuirle separadamente la alabanza de que la gracia es suya y procede de Él.

3.Por su obediencia Cristo nos ha merecido y adquirido el favor del Padre
Que Jesucristo nos ha ganado de veras con su obediencia la gracia y el favor del Padre, e incluso que lo ha merecido, se deduce clara y evidentemente de muchos testimonios deja Escritura. Yo tengo por in controvertible, que si Cristo satisfizo por nuestros pecados, si pagó la pena que nosotros debíamos padecer, si con su obediencia aplacó a Dios, si,en fin, siendo justo padeció por los injustos, con su justicia nos ha adquirido la salvación; lo cual vale tanto como merecerla.
    Según lo atestigua san Pablo, nosotros somos reconciliados por la muerte de Cristo (Rom. 5, 11). Evidentemente no hay lugar a reconciliación, si no ha precedido alguna ofensa. Quiere, pues, decir el Apóstol que Dios, con quien estábamos enemistados a causa del pecado, fue aplacado por la muerte de su Hijo, de tal manera que ahora nos es propicio, favorable y amigo.
    Hay que notar también cuidadosamente la oposición que sigue: "as! como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos" (Rom. 5,19). Con lo cual quiere decir el Apóstol que,como por el pecado de Adán somos arrojados de Dios y destinados a la Perdición, de la irtisma manera por la obediencia de Cristo somos admitidos en su favor y gracia como justos. Como también afirma que "el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación" (Rom. 5,16).

4.Con su sangre y su muerte, Cristo ha satisfecho por todos en el juicio de Dios
Ahora bien, cuando decimos que la gracia nos ha sido adquirida por los méritos de Jesucristo, entendemos que hemos sido purificados por su sangre, y que su muerte fue expiación de nuestros pecados. Como dice san Juan: "su sangre nos limpia" (1 Jn. 1, 7). Y Cristo mismo: "esto es mi sangre que es derramada para remisión de los pecados" (Mt. 26,28; Lc. 22,20). Si el efecto de la sangre derramada es que los pecados no sean imputados, se sigue que a ese precio se satisfizo el juicio de Dios.
    Está de acuerdo con esto lo que dice san Juan: "He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn. 1,29). Pues contrapone Cristo a todos los sacrificios de la Ley, y dice que sólo en Él se ha cumplido lo que aquellas figuras representaban. Y bien sabemos lo que Moisés repite muchas veces: la iniquidad será expiada, el pecado será borrado y perdonado por las ofrendas.
    Finalmente, las figuras antiguas nos enseñan muy bien cuál es la virtud y eficacia de la muerte de Cristo. Esto mismo lo expone con toda propiedad el Apóstol en la epístola a los Hebreos, sirviéndose del principio: ',sin derramamiento de sangre no se hace remisión" (Heb.9,22); de donde concluye, que Cristo apareció para destruir con su sacrifico el pecado; y que fue ofrecido para quitar los pecados de muchos. Y antes había dicho que Cristo, "no por sangre de machos cabríos ni becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar santísimo habiendo obtenido eterna redención" (Heb. 9,12). Y cuando argumenta, "si la sangre de una becerra santifica para la purificación de la carne, cuánto más la sangre de Cristo limpiará vuestras conciencias de obras muertas" (Heb.9,13﷓14), es claro que los que no atribuyen al sacrificio de Jesucristo virtud y eficacia para expiar los pecados, aplacar y satisfacer a Dios, rebajan en gran manera la gracia y el beneficio de Cristo, como el mismo Apóstol lo dice poco después: "Por eso es Mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Heb.9,15).
    Es de notar la semejanza que usa san Pablo; a saber, que Cristo fue "hecho maldición por nosotros" (Gál.3,13); porque hubiera sido cosa superflua y aun absurda cargar a Cristo con la maldición, de no ser para que, pagando las deudas de los demás, les alcanzase justicia.
    Claro es también el testimonio de Isaías: "el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Is. 53, 5), pues si El no hubiera satisfecho por nuestros pecados, no se podría decir que había aplacado a Dios tomando por su cuenta toda la pena a que nosotros estábamos obligados y pagando por ella. Y concuerda con esto lo que añade el profeta: "Yo le herí por la maldad de mi pueblo”.
    Añadamos también la interpretación de san Pedro, que suprime toda la deuda: "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1 Pe.2,24), pues afirma que la carga de nuestra condenación fue puesta sobre Cristo, para librarnos de ella.

5. Cristo ha pagado el rescate de nuestra muerte
Los apóstoles afirman también claramente que Jesucristo ha pagado el precio del rescate, para que quedásemos libres de la obligación de la muerte. Así cuando dice san Pablo: "Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre" (Rom. 3,24-25). Con estas palabras el Apóstol engrandece la gracia de Dios, porque Él ha dado el precio de nuestra redención en la muerte de Jesucristo. Luego nos exhorta a que nos acojamos a su sangre, para que, consiguiendo justicia, nos presentemos con seguridad ante el tribunal de Dios.
    Lo mismo quiere decir san Pedro, al afirmar que fuimos "rescatados, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación" (1 Pe. 1, 18﷓19); porque sería improcedente la antítesis, si con este precio no se hubiera satisfecho por el pecado. Y por esta razón dice san Pablo que hemos sido comprados a gran precio (1 Cor.6,20). Y tampoco tendría valor lo que el mismo Apóstol añade en otro lugar: Porque hay un solo Mediador, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Tim. 2,5-6), si la pena que nosotros merecíamos no hubiera sido puesta sobre sus espaldas.

    Él nos ha adquirido el perdón, la justicia y la vida. Por esto el mismo Apóstol definiendo la redención en la sangre de Jesucristo la llama "perdón de pecados" (Col. 1, 14); como si dijera que somos justificados y absueltos delante de Dios en cuanto que esta sangre responde como satisfacción. Con lo cual está de acuerdo aquel otro texto, (que el acta de los decretos que había contra nosotros ha sido anulada, Col. 2, 14); porque da a entender que ha tenido lugar una compensación, por la cual quedamos libres de la condenación.
    También tienen mucho peso aquellas palabras de san Pablo: "pues si por la Ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gál. 2,21). De aquí deducimos que hemos de pedir a Cristo lo que nos darla la Ley, de haber alguno que la cumpliese; o lo que es lo mismo, que alcanzamos por la gracia de Jesucristo lo que Dios prometió en la Ley a nuestras obras: El que hiciere estas cosas vivirá en ellas (Lv. 18,5). Lo cual se confirma claramente en el sermón que predicó Pablo en Antioquía, en el cual se afirma que creyendo en Cristo somos justificados de todas las cosas de que no pudimos serlo por la Ley de Moisés (Hch. 13,39). Porque si la observancia de la Ley es tenido por justicia, ¿quién puede negar que habiendo Cristo tomado sobre sus espaldas esta carga y reconciliándonos con Dios ni más ni menos que si hubiésemos cumplido la Ley, nos ha merecido este favor y gracia?
    Esto mismo es lo que se dice a los Gálatas: "Dios envió a su Hijo nacido bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley"(Gál. 4,4). ¿A qué fin esta sumisión, si no nos hubiera adquirido la justicia, obligándose a cumplir y pagar lo que nosotros en manera alguna podíamos cumplir ni pagar?
    De ahí procede la imputación de la justicia sin obras, de que habla san Pablo; a saber, que Dios nos imputa y acepta por nuestra la justicia que sólo en Cristo se halla (Rom. 4,5-8). Y la carne de Cristo, no por otra razón es llamada mantenimiento nuestro que porque en Él encontramos sustancia de vida (Jn. 6,55). Ahora bien, esta virtud no procede sino de que el Hijo de Dios fue crucificado como precio de nuestra justicia, o como dice san Pablo, que "se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante" (Ef. 5,2). Y en otro lugar, que “Fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Rom.4,25).
    De aquí se concluye que por Cristo no solamente se nos da la salvación, sino que también el Padre en atención a Él nos es propicio y favorable. Pues no hay duda alguna de que se cumple enteramente en el Redentor lo que Dios anuncia figuradamente por el profeta Isaías: Yo lo haré por amor de mí mismo, y por amor de David mi siervo (Is. 37,35). De lo cual es fiel intérprete san Juan, cuando dice: "vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre" (1 Jn.2,l2); porque aunque no pone el nombre de Cristo, Juan, según lo tiene por costumbre, lo insinúa con el pronombre Él. Y en este mismo sentido dice el Señor: Como yo vivo por el Padre, asimismo vosotros viviréis por mí (Jn.6,57). Con lo cual concuerda lo que dice san Pablo: "Os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él" (Flm. 1, 29).

6. Jesucristo no ha merecido nada para sí mismo, porque solamente nos ha tenido a nosotros en consideración
Preguntar si Cristo ha merecido algo para sí mismo - como lo hacen el Maestro de las Sentencias y los escolásticos - es una loca curiosidad; y querer determinar esta cuestión, como ellos hacen, un atrevimiento temerario. Porque, ¿qué necesidad había de que el Hijo de Dios descendiese al mundo para adquirir para sí mismo no sé qué de nuevo?
    Además, Dios al exponer el propósito de por qué ha enviado a su Hijo, quita toda duda; no pretendió el bien y provecho de Cristo por los méritos que pudiera tener, sino que lo entregó a la muerte y no lo perdonó, por el grande amor que tenía al mundo (Rom.8,32).
    Hay que notar también el modo de expresarse que usaron los profetas a este propósito: "un niño nos es nacido, hijo nos es dado" (Is.9,6). Y: "alégrate mucho, hija de Sión; he aquí tu rey vendrá a ti" (Zac.9,9). Todas ellas demuestran que Jesucristo solamente ha pensado en nosotros y en nuestro bien. Ni tendría fuerza la alabanza del amor de Cristo que tanto encarece san Pablo, al decir que murió por sus enemigos (Rom. 5, 10); de lo cual concluimos que no pensó en sí mismo. Y el mismo Cristo claramente lo dice con estas palabras: "por ellos yo me santifico a mí mismo" (Jn. 17,19), mostrando con ello que no busca ninguna ventaja para sí mismo, pues transfiere a otros el fruto de su santidad. Es éste un punto muy digno de ser notado, que Jesucristo, para consagrarse del todo a nuestra salvación, en cierto modo se ha olvidado de sí mismo.
    Los teólogos de la Sorbona alegan sin razón el texto de san Pablo: "Por lo cual (por haberse humillado) Dios lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre" (Flp. 2,9). Porque, ¿en virtud de qué méritos pudo Cristo, en cuanto hombre, llegar a tan gran dignidad como es ser Juez del mundo, Cabeza de los ángeles, gozar de aquella suma autoridad y mando que Dios tiene, de tal manera que no hay criatura alguna, ni celestial ni terrena, ni hombre ni ángel, que pueda llegar por su virtud ni a la milésima parte de lo que Él ha llegado? La solución de las palabras de san Pablo es bien fácil y clara. El Apóstol no expone allí la causa de por qué Jesucristo ha sido ensalzado, sino que únicamente muestra un orden, que debe servirnos de dechado y ejemplo: que el engrandecimiento ha seguido a la humillación. Evidentemente no ha querido decir aquí más que lo que en otro lugar se afirma; a saber, que era necesario que Cristo padeciera estas cosas, y que entrara así en su gloria (Lc. 24,26).

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