CAPÍTULO XVI

CÓMO JESUCRISTO HA DESEMPEÑADO SU
OFICIO DE MEDIADOR PARA CONSEGUIR NOS LA SALVACIÓN. SOBRE SU MUERTE, RESURRECCIÓN Y ASCENSIÓN

1. Solamente en Cristo se encuentra perdón, vida, y salvación
    Todo cuanto hemos dicho hasta aquí de nuestro Señor Jesucristo debe conducirnos a que, estando nosotros condenados, muertos y perdidos por nosotros mismos, busquemos la libertad, la vida y la salvación en Él, como admirablemente lo dice san Pedro: "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hch.4, 12). Y no ha sido por casualidad, o por capricho de los hombres por lo que se le puso a Cristo el nombre de Jesús, sino que fue traído del cielo por el ángel como embajador del eterno consejo de Dios; dando como razón del nombre, que Él salvaría a su pueblo de sus pecados (Mt.1,21; Lc.1,31). Con estas palabras se le confía el cargo de Redentor, para que fuese así nuestro Salvador.
    Sin embargo, la redención se frustraría si no nos llevase de continuo y cada día hasta conseguir la perfecta salvación. Por eso, por poco que nos apartemos de Él se desvanece nuestra salvación, que reside totalmente en Él; de modo que los que no descansan y se dan por satisfechos con Él se privan totalmente de la gracia. Por ello es digno de ser meditado el aviso de san Bernardo: que el nombre de Jesús no solamente es luz, sino también alimento; y asimismo aceite, sin el cual todo alimento del alma se seca; que es sal, sin la cual todo resulta insípido; en fin, que es miel en la boca, melodía en el oído, alegría en el corazón y medicina para cl alma; y que todo aquello de que se puede disfrutar carece dI Aliciente, si no se nombra a Jesús.
    Pero hemos de considerar atentamente de qué modo nos ha a1canzado la salvación, para que no solamente estemos persuadidos y ciertos de que es Él el autor de nuestra salvación, sino también para que abrazando cuanto confirma nuestra fe, rechacemos lo que de algún modo puede apartarnos de ella. Porque como quiera que nadie puede descender a sí mismo, poner la mano en su corazón y considerar lo que es de verdad, sin sentir que Dios le es enemigo y hostil, y que, por consiguiente, necesita absolutamente procurarse algún modo de aplacarlo - lo cual no se puede conseguir sin satisfacción - es menester tener una certidumbre plena c indubitable. Porque la ira y maldición de Dios tienen siempre cercados a los pecadores, hasta que logran su absolución; porque siendo Él justo Juez, no consiente que su Ley sea violada sin el correspondiente castigo.

2. Cómo se concilian la misericordia y la justicia de Dios para con nosotros
    Pero antes de pasar más adelante, consideraremos brevemente cómo es posible que Dios, el cual nos ha prevenido con su misericordia, haya sido enemigo nuestro hasta que mediante Jesucristo se reconcilió con nosotros. Porque ¿cómo podría habernos dado en su Hijo Unigénito una singular prenda de amor, si de antemano no nos hubiera tenido buena voluntad y amor gratuito? Como parece, pues, que hay aquí alguna repugnancia y contradicción, resolveré el escrúpulo que de aquí podría seguirse.
    El Espíritu Santo afirma corrientemente en la Escritura que Dios ha sido enemigo de los hombres, hasta que fueron devueltos a su gracia y favor por la muerte de Cristo (Rom. 5, 10); que los hombres fueron malditos, hasta que su maldad fue expiada por el sacrificio de Cristo (Gál.3,10. 13); que estuvieron apartados de Dios, hasta que por el cuerpo de Cristo volvieron a ser admitidos en su compañía (Col.1,21-22). Estas maneras de expresarse se adaptan muy bien a nuestro sentido, para que comprendamos perfectamente cuán miserable e infeliz es nuestra condición fuera de Cristo. Porque si no se dijera con palabras tan claras, que la ira, el castigo de Dios y la muerte eterna pendían sobre nosotros, conoceríamos mucho peor hasta qué punto seríamos desventurados sin la misericordia de Dios, y apreciaríamos mucho menos el beneficio de la redención.
    Ejemplo: Cuando uno oyere decir: "Si Dios mientras tú eras aún pecador, te hubiera aborrecido y desechado de sí como lo merecías, ciertamente debías esperar un castigo horrible; mas como por su gratuita misericordia te mantuvo en su gracia y no permitió que te separases de Él, te libró de tal castigo"; el interesado se sentiría en parte conmovido y vería lo que debía a la misericordia de Dios. Mas si oyese también decir, según lo enseña la Escritura, que había estado muy apartado de Dios por el pecado, que había sido heredero de la muerte eterna, sujeto a la maldición, privado de toda esperanza de salvación, excluido de las bendiciones de Dios, esclavo de Satanás, cautivo bajo el yugo del pecado, y que, finalmente le estaba preparado un horrible castigo; mas que entonces intervino Cristo, e intercediendo por él tomó sobre sus espaldas la pena y pagó todo lo que los pecadores habían de pagar por justo juicio de Dios; que expió con su sangre todos los pecados que eran causa de la enemistad entre Dios y los hombres; que con esta expiación se satisfizo al Padre y se aplacó su ira; que Él es el fundamento de la paz entre Dios y nosotros; que Él es el lazo que nos mantiene en su favor y gracia, ¿no le movería esto con tanta mayor intensidad, cuanto más al vivo se le pinta ante sus ojos la gran miseria de que Dios le ha librado?
    En suma, como no somos capaces de comprender con el agradecimiento y deseo debidos la salvación y la vida que nos brinda la misericordia de Dios, sin que antes nos sintamos conmovidos con el temor de la ira de Dios y el horror de la muerte eterna, la Sagrada Escritura nos enseña a conocer que Dios está en cierta manera airado con nosotros, cuando no tenemos a Jesucristo de nuestra parte y que su mano está preparada para hundirnos en el abismo; y, al contrario, que no podemos albergar sentimiento alguno de su benevolencia y amor paterno hacia nosotros, sino en Jesucristo.

3.Fuera de Cristo somos objeto de ira. En Cristo nos hacemos objeto
de amor
Aunque este modo de hablar sea debido al deseo de Dios de acomodarse a nosotros, sin embargo es muy verdad. Porque Dios, suma justicia, no puede amar la iniquidad que ve en todos nosotros. Hay, pues, en nosotros materia y motivo para ser objeto de ira por parte de Dios. Por tanto, según la corrupción de nuestra naturaleza, y atendiendo asimismo a nuestra vida depravada, estamos realmente en desgracia de Dios y sometidos a su ira, y hemos nacido para ser condenados al infierno. Mas como el Señor no quiere destruir en nosotros lo que es suyo propio, aún encuentra en nosotros algo que amar según su gran bondad. Porque por más pecadores que seamos por culpa nuestra, no dejamos de ser criaturas suyas; y por más que nos hayamos buscado la muerte, Él nos había creado para que viviésemos. Por eso se siente movido por el puro y gratuito amor que nos tiene, a admitirnos en su gracia y favor.
    Desde luego existe una perpetua e irreconciliable enemistad entre la justicia y la maldad, en virtud de la cual, mientras permanecemos pecadores no nos puede Dios recibir en modo alguno. Por eso para suprimir todo motivo de diferencia y reconciliarnos enteramente con Él, poniendo delante la expiación que Jesucristo logró con su muerte, borra y destruye cuanta maldad hay en nosotros, para que aparezcamos justos y santos en su acatamiento en vez de manchados e impuros como antes. Por tanto es muy verdad que Dios Padre previene y anticipa con su amor la reconciliación que hace con nosotros en Cristo; o más bien, nos reconcilia con Él, porque nos ha amado primero (I Jn.4,19). Mas como hasta que Jesucristo nos socorre con su muerte, permanece en nosotros la iniquidad, que merece la indignación de Dios, y es maldita y condenada ante Él, no podemos lograr una firme y perfecta unión con Dios hasta que Cristo no nos une a Él. Realmente, si queremos tener entera seguridad de que Dios está aplacado y nos es propicio y favorable, es preciso que pongamos nuestros ojos y entendimientos solamente en Cristo; puesto que por Él solo, y por nadie más, alcanzamos que nuestros pecados no nos sean imputados, imputación que lleva consigo la ira de Dios.

4.Por esta causa dice san Pablo que el amor con que Dios nos amó antes de que el mundo fuese creado, se funda en Cristo (Ef. 1, 4). Esta doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que nostiene en que entregó a su Hijo Unigénito para que muriese (Jn. 3,16); y que, sin embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de Jesucristo fuésemos reconciliados con Él (Rom. 5, 10).

Testimonio de san Agustin. Mas, para que lo que decimos tenga mayor autoridad entre los que desean la aprobación de los doctores antiguos, alegaré solamente un pasaje de san Agustín, en el que enseña esto mismo.
    "Incomprensible", dice, "e inmutable es el amor de Dios. Porque no comenzó a amarnos cuando fuimos reconciliados con Él por la sangre de su Hijo, sino que nos amó ya antes de la creación del mundo, a fin de que fuésemos sus hijos en unión de su Unigénito, incluso antes de que fuésemos algo. Respecto a que fuimos reconciliados por la muerte de Jesucristo, no se debe de entender como si Jesucristo nos hubiese reconciliado con el Padre para que éste nos comenzase a amar, porque antes nos odiase; sino que fuimos reconciliados con quien ya antes nos amaba, aunque por el pecado estaba enemistado con nosotros. El Apóstol es testigo de si afirmo la verdad o no:  “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom.5,8). Así que ya nos amaba cuando éramos enemigos suyos y vivíamos mal. Por tanto, de una admirable y divina manera, aun cuando nos aborrecía, ya nos amaba. Porque Él nos aborrecía en cuanto éramos como Él no nos había hecho, mas como la maldad no había deshecho del todo su obra, sabía muy bien aborrecer en nosotros lo que nosotros habíamos hecho, y a la vez amar lo que Él había hecho." Tales son las palabras de san Agustín.

5.Nuestra salvación descansa en la obediencia y en la muerte de Cristo
Si alguno pregunta de qué manera Cristo, al destruir el pecado, ha suprimido la diferencia que había entre Dios y nosotros, y nos ha alcanzado la justicia, que nos le ha vuelto favorable y propicio, se puede responder de una manera general que ha cumplido esto con la obediencia durante el transcurso de su vida, como lo prueba el testimonio de san Pablo: “Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos" (Rom. 5, 19). Y en otro lugar extiende la causa del perdón que nos libró de la maldición de la Ley a toda la vida de Jesucristo: "Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley" (Gál.4,4). Por ello el mismo Cristo en su bautismo ha declarado que Él cumplía un acto de justicia al obedecer, poniendo por obra lo que el Padre le había encargado (Mt. 3,15). En resumen, desde que tomó la forma de siervo comenzó a pagar el precio de nuestra liberación, para de esta manera rescatarnos.
    Sin embargo, la Escritura, para determinar más claramente el modo de realizarse nuestra salvación, expresamente lo atribuye a la muerte de Cristo, como obra peculiar suya. Él mismo afirma que da su vida en rescate por muchos (Mt.20,28). San Pablo asegura que ha muerto por nuestros pecados (Rom. 4,25). San Juan Bautista proclamaba que Cristo había venido para quitar los pecados del mundo, porque era el Cordero de Dios (Jn. 1, 29). En otro lugar san Pablo dice que somos 'Justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre" (Rom. 3,24-25); y que somos reconciliados por su muerte (Rom. 5,9). E igualmente, que "al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5, 2 l). No seguiré citando autoridades de la Escritura, porque sería cosa de nunca acabar, y además tendremos que citar aun muchos testimonios en el curso de este tratado.
    En el sumario de la fe, que comúnmente se llama Símbolo de los Apóstoles, se guarda el debido orden al pasar del nacimiento de Cristo a su muerte y resurrección, para demostrarnos que allí está el fundamento de nuestra salvación. Sin embargo, no se excluye con ello la obediencia que demostró durante todo el curso de su vida; y así también san Pablo la comprende toda desde el principio al fin, diciendo que "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fip.2,7-8).

    Cristo se ha hecho obediente libremente. De hecho, aun en su muerte tiene el primer lugar su sacrificio voluntario; porque de nada nos hubiera servido para nuestra salvación su sacrificio, si no se hubiera ofrecido libremente. Por eso el Señor, después, de haber dicho que daba su vida por sus ovejas, añade expresamente que nadie se la quita, sino que Él mismo la entrega (Jn. 10, 15.18). En este mismo sentido decía Isaías de Él: "corno oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca" (Is. 53,7). Y el evangelio refiere que Él mismo se presentó a los sayones, saliéndoles al encuentro (Jn. 18,4) y que en presencia de Pilato se negó a defenderse, aceptando pacientemente su condenación (Mt.27, 11-14). No que no haya experimentado en sí mismo una gran repugnancia, pues había tomado sobre sí nuestras miserias, y por lo mismo fue conveniente que su obediencia y sumisión al Padre fuera probada de esta manera. Y fue una muestra del incomparable amor que nos tiene el sostener tan horribles asaltos y entre los crueles tormentos que sentía no pensar en sí mismo, para conseguir nuestro bien. De todos modos hay que tener como cierto que la única manera de que Dios pudiera ser aplacado era que Cristo, renunciando a sus propios afectos, se sometiese a la voluntad de su Padre y se dirigiese completamente por ella. En confirmación de esto cita muy a propósito el Apóstol el testimonio delsalmo: En el rollo de la Ley está escrito de mí: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón. Entonces dije: He aquí vengo (Heb. 10, 5; Sal. 40,8-9).

    El juicio y la condenación de Cristo. Mas como las conciencias temes e inquietas por el juicio de Dios no hallan reposo sino en el sacrificio y purificación de sus pecados, con toda justicia somos encaminados a Él y se nos propone la materia de la salvación en la muerte de Jesucristo. Mas como nos estaba preparada la maldición y nos tenía cercados mientras éramos reos, ante el tribunal de Dios, se nos pone ante los ojos en primer lugar la condenación de Jesucristo por Poncio Pilato, gobernador de Judea, para que comprendamos que la pena a que estábamos obligados nosotros, le ha sido impuesta al inocente. Nosotros no podíamos escapar al espantoso juicio de Dios; para librarnos de él, Jesucristo consintió en ser condenado ante un hombre mortal, incluso malvado. Porque el nombre del gobernador no solamente se consigna en razón de la certidumbre histórica, sino también para que comprendamos mejor lo que dice Isaías, "el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (ls.53,5). Porque no bastaba para deshacer nuestra condenación que Cristo muriese con una muerte cualquiera, sino que para satisfacer a nuestra redención fue necesario que escogiese un género de muerte mediante el cual, echando sobre sus espaldas nuestra condenación, y tomando por su cuenta nuestra satisfacción, nos librase de ambas cosas. Si unos salteadores le hubieran dado muerte, o hubiera perdido la vida en algún alboroto o sedición popular, en semejante muerte no existiría satisfacción a Dios. Mas al ser presentado como delincuente ante el tribunal de un juez, y al procederse contra Él de acuerdo con los trámites de ¡ajusticia, acusándolo con testigos y sentenciándolo a muerte por boca del mismo juez, con todo eso comprendemos que en sí mismo representaba a los delincuentes y malhechores.
    Hay que advertir aquí dos cosas, que ya los profetas habían anunciado y dan un consuelo muy grande a nuestra fe. Porque cuando oímos decir que Jesucristo fue llevado del tribunal del juez a la muerte, y que fue crucificado entre dos ladrones, en ello vemos el cumplimiento de aquella profecía que cita el evangelista: "Y fue contado entre los inicuos" (Is. 53,9; Me. 15,28). ¿Por qué esto? Evidentemente por hacer las veces de pecador, y no de justo e inocente; pues Él no moría por la justicia, sino por el pecado. Por el contrario, cuando oímos que fue absuelto por boca del mismo que lo condenó a muerte - pues más de una vez se vio obligado Pilato a dar públicamente testimonio de su inocencia - debemos recordar lo que dice otro Profeta: "¿He de pagar lo que no robé"? (Sal. 69,4).
    Así vemos cómo Cristo hacia las veces de un pecador o malhechor; y a la vez reconoceremos en su inocencia, que más bien padeció la muerte por los pecados de otros, que por los suyos propios. Y as¡ padeció bajo el poder de Poncio Pilato, siendo condenado con una sentencia jurídica de un gobernador de la tierra, como un malhechor; y sin embargo, el mismo juez que lo condenó, públicamente afirmó que no encontraba en Él motivo alguno de condenación Jn. 18,38).
    Vemos, pues, dónde se apoya nuestra absolución; a saber, en que todo cuanto podía sernos imputado para hacer que nuestro proceso fuese criminal ante Dios, todo ha sido puesto a cuenta de Jesucristo, de tal manera que Él ha satisfecho por ello. Y debemos tener presente esta recompensa, siempre que en la vida nos sentimos temerosos y acongojados, como si el justo juicio de Dios, que su Hijo tomó sobre sí mismo, estuviese para caer sobre nosotros.

6. La crucifixión de Cristo
Además, el mismo género de muerte que padeció no carece de misterio. La cruz era maldita, no sólo según el parecer de los hombres, sino también por decreto de la Ley de Dios (Dt. 21,22-23). Por tanto, cuando Jesucristo fue puesto en ella, se sometió a la maldición. Y fue necesario que así sucediese, que la maldición que nos estaba preparada por nuestros pecados, fuese transferida a Él, para que de esta manera quedáramos nosotros libres. Lo cual también había sido figurado en la Ley. Porque los sacrificios que se ofrecían por los pecados eran denominados con el mismo nombre que el pecado; queriendo dar a entender con ese nombre el Espíritu Santo que tales sacrificios recibían en sí mismos toda la maldición debida al pecado. Así pues, lo que fue representado en figura en los sacrificios de la Ley de Moisés, se cumplió realmente en Jesucristo, verdadera realidad y modelo de las figuras. Por tanto, Jesucristo, para cumplir con su oficio de Redentor ha dado su alma como sacrificio expiatorio por el pecado, como dice el profeta (Is.53, 5. 1 l), a fin de que toda la maldición que nos era debida por ser pecadores, dejara de sernos imputada, al ser transferida a Él.
    Y aún más claramente lo afirma el Apóstol al decir: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5,21). Porque el Hijo de Dios siendo purísimo y libre de todo vicio, sin embargo ha tomado sobre si y se ha revestido de la confusión y afrenta de nuestras iniquidades, y de otra parte nos ha cubierto con su santidad y justicia. Lo mismo quiso dar a entender en otro lugar el Apóstol al decir que el pecado ha sido condenado en la carne de Jesucristo (Rom. 8,3); dando a entender con esto que Cristo al morir fue ofrecido al Padre como sacrificio expiatorio, para que conseguida la reconciliación por Él, no sintamos ya miedo y horror de la ira de Dios.
    Ahora bien, claro está lo que quiere decir el profeta con aquel aserto: "Jehová cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (ls.53,6); a saber, que queriendo borrar nuestras manchas, las tomó sobre sí e hizo que le fueran imputadas como si Él las hubiera cometido. La cruz, pues, en que fue crucificado fue una prueba de ello, como lo atestigua el Apóstol. ,"Cristo" ' dice' "nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles" (Gál.3,13; Dt.27,26). Esto tenía presente ' san Pedro, al decir que Jesucristo "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pe.2,24), para que por la misma señal de la maldición comprendamos más claramente que la carga con que estábamos nosotros oprimidos, fue puesta sobre sus espaldas.
    Sin embargo, no hay que creer que al recibir sobre sí nuestra maldición haya perecido en ella; sino que, al contrario, al recibirla le quitó sus fuerzas, la quebrantó y la destruyó. Por tanto, la fe ve en la condenación de Cristo su absolución; y en Su maldición, su bendición. Por ello, no sin causa ensalza san Pablo tanto el triunfo de Cristo en la cruz, como si la cruz, objeto de deshonra y de infamia, se hubiera convertido en carro triunfa]; porque dice que el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, la anuló, quitándola de en medio y clavándola en la cruz; y que despojó a los principados y a las potestades, exhibiéndolos públicamente (Col. 2,15). Y no debe de maravillarnos esto, porque “Cristo, mediante el Espíritu eterno se ofreció a si mismo" (Heb. 9,14); de lo cual viene tal cambio.
    Mas para que todas estas cosas arraiguen bien en nuestros corazones, y permanezcan fijas en ellos, tengamos siempre ante nuestra consideración el sacrificio y la purificación. Porque no podríamos tener confianza total en que Jesucristo es nuestro rescate, nuestro precio y reconciliación, si no hubiera sido sacrificado. Por eso se menciona tantas veces en la Escritura la sangre, siempre que se refiere al modo de la redención; aunque la sangre que Jesucristo derramó no solamente nos ha servido de recompensa para ponernos en paz con Dios, sino que también ha sido como un baño para purificarnos de todas nuestras manchas.

7. La muerte de Cristo
Viene luego en el Símbolo de los Apóstoles, que “Fue muerto y sepultado"; en lo cual se puede ver nuevamente cómo Cristo, para pagar el precio de nuestra redención, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte nos tenía sometidos bajo su yugo; mas Él se entregó a ella para librarnos a nosotros. Es lo que quiere decir el Apóstol al afirmar que gustó la muerte por todos (Heb.2,9.15), porque muriendo hizo que nosotros no muriésemos; o - lo que es lo mismo - con su muerte nos redimió a la vida.
    Mas entre Él y nosotros hubo una diferencia; Él se puso en manos de la muerte como si hubiera de perecer en ella; pero al entregarse a ella sucedió lo contrario; Él devoró a la muerte, para que en adelante no tuviese ya autoridad sobre nosotros. En cierta manera Él permitió que la muerte lo sojuzgase, no para ser oprimido por su poder, sino al contrario, para vencerla y destruir a quien nos tenía sometidos a su tiranía. Finalmente, para destruir por la muerte al que mandaba en la muerte, a saber, el Diablo; y de esta manera 1ibrar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre" (Heb. 2,14). Y éste fue el primer fruto de su muerte.
    El segundo consistió en que, al participar nosotros de la virtud de la misma, mortifica nuestros miembros terrenos, para que en adelante no hagan las obras anteriores; da muerte al hombre viejo que hay en nosotros, para que pierda su vitalidad y no pueda producir ya fruto alguno.

La sepultura de Cristo. Esto mismo nos enseña su sepultura; que siendo nosotros sepultados juntamente con Cristo, quedemos sepultados también en cuanto al pecado. Porque cuando el Apóstol dice que “Fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte" (Rom. 6,5), que "somos sepultados juntamente con él para muerte" (del pecado) (Rom. 6,4); que por su cruz el mundo está crucificado para nosotros y nosotros al mundo (Gál. 2,19; 6,14); que hemos muerto con él (Col. 3, 3), no solamente nos exhorta a imitar el ejemplo de su muerte, sino también afirma que hay en ella una eficacia, que debe reflejarse en todos los cristianos, si no quieren que la muerte de su Redentor le resulte inútil y de ningún provecho.
    Por tanto, un doble beneficio nos brinda la muerte y sepultura de Cristo: la liberación de la muerte, que dominaba en nosotros, y la mortificación de nuestra carne.

8. Descenso a los infiernos
No hemos tampoco de olvidar su descenso a los infiernos, de gran interés para nuestra redención. Aunque por los escritos de los doctores antiguos parece que esta cláusula del descenso de Cristo a los infiernos no estuvo muy en uso en las Iglesias, sin embargo es necesario darle su puesto en el Símbolo para explicar debidamente la doctrina que traemos entre manos, pues contiene en sí misma un gran misterio, que no es posible tener en poco. Algunos de los antiguos ya la consignan, de donde se puede deducir que fue añadida algo después de los apóstoles, y poco a poco admitida en las iglesias.
     Sea como fuere, es cosa del todo cierta que fue tomada del común sentir de los fieles. Pues no hay uno solo entre los Padres antiguos que no haga mención del descenso de Cristo a los infiernos, aunque no en el mismo sentido. Mas no tiene mayor trascendencia saber por quién y en qué momento fue introducida en el Símbolo; más bien hemos de procurar que en él tengamos un sumario perfecto y completo de nuestra fe, y que nada se ponga en él, que no esté tomado de la purísima Palabra de Dios. No obstante, si algunos se resisten a admitir esta cláusula por lo que luego diremos, se verá cuán necesario es ponerla en el sumario de nuestra fe, pues rechazándola se pierde gran parte del fruto de la muerte de Jesucristo.

    Diferencia entre la sepultura y el descenso a los infiernos. Algunos piensan que no se dice con ello nada de nuevo, sino que únicamente se repite con otras palabras lo mismo que se dijo en la cláusula precedente: que Cristo fue sepultado. La razón de ellos es que el término "infierno” se toma en la Escritura muchas veces como sinónimo de sepultura. Convengo en que es verdad lo que afirman; pero hay dos razones por las que se prueba que en este lugar, infierno no quiere decir sepulcro; y ellas me deciden a no aceptar su opinión.
    Sería, en efecto, improcedente, después de haber expresado algo con palabras claras y terminantes, volver a repetir lo mismo en términos más oscuros. Porque cuando se ponen dos expresiones que significan lo mismo, conviene que la segunda sea como declaración de la primera. Pero, ¿dónde estaría tal declaración, si alguno se expresase como sigue: afirmar que Cristo fue sepultado quiere decir que descendió a los infiernos?
    Asimismo es inverosímil que en un sumario, en el que se exponen sucintamente los principales artículos y puntos de nuestra religión hayan querido los Padres antiguos poner una réplica tan superflua y tan sin propósito del artículo anterior. No dudo que cuantos examinaren diligentemente la cuestión, sin dificultad alguna estarán de acuerdo conmigo.

9. ¿Fue Cristo a libertar a los muertos?
Otros lo exponen de otra manera, y afirman que Cristo descendió al lugar donde estaban las almas de los patriarcas muertos antes de la venida de Cristo, para llevarles la nueva de su redención y librarlos de la cárcel en que estaban encerrados.
    Para ilustrar esta fantasía retuercen algunos pasajes de la Escritura, haciéndoles decir lo que ellos quieren; como lo del salmo: "quebrantó las puertas de bronce, y desmenuzó los cerrojos de hierro" (Sal. 107,16). Y de Zacarías: "Yo he sacado tus presos de la cisterna en que no hay agua" (Zac. 9, 11). Mas el salmo relata el modo cómo fueron libertados los que estaban aherrojados en tierras extrañas y lejanas; y Zacarías compara el destierro que el pueblo de Israel padecía en Babilonia a un pozo profundo y seco, o a un abismo, enseñando a la vez con ello que la salvación y libertad de toda la Iglesia era como una salida de las profundidades del infierno. No comprendo, pues, cómo posteriormente se llegó a pensar en la existencia de un cierto lugar subterráneo, al cual llamaron Limbo. Sin embargo, esta fábula, por más que haya contado con el apoyo de grandes autores, y aun hoy en día muchos la tengan por verdad, no pasa de ser una fábula. Porque es cosa pueril querer encerrar en una cárcel las almas de los difuntos. Además, ¿fue necesario que el alma de Jesucristo descendiese allí para darles la libertad? Admito de buen grado que Jesucristo las iluminó con la virtud de su Espíritu, para que comprendiesen que la gracia, que ellos solamente habían gustado, se había manifestado al mundo. Y no se andaría descaminado aplicando a este propósito la autoridad de san Pedro, cuando dice que Cristo fue y predicó a los espíritus que estaban en atalaya, - que comúnmente traducen por cárcel - (I Pe.3,19). Pues el hilo mismo del contexto nos lleva a admitir que los fieles fallecidos antes de aquel tiempo gozaban de la misma gracia que nosotros. Porque el apóstol amplifica la virtud de la muerte de Jesucristo, diciendo que penetró hasta los difuntos, cuando las almas de los fieles gozaron como de vista de la visita que con tanto anhelo habían esperado; por el contrario, se hizo saber a los réprobos que eran excluidos de toda esperanza de conseguir la salvación. Y en cuanto a que san Pedro no habla clara y distintamente de los piadosos y los impíos, no hay que tomarlo como si los mezclara sin hacer diferencia alguna entre ellos; únicamente quiso mostrar que tanto los unos como los otros, sintieron perfectamente el efecto de la muerte de Jesucristo.

10. Cristo ha llevado en su alma la muerte espiritual que nos era debida
Mas dejando aparte el Símbolo, hemos de buscar una interpretación más clara y cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de la Palabra de Dios, y que además de santa y piadosa, esté llena de singular consuelo.
    Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muerte corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del castigo de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer a su justo juicio. Por lo cual convino también que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a brazo partido con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado el aserto del profeta, que el castigo de nuestra paz fue sobre Él, que fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados (ls.53,5). Con estas palabras quiere decir que ha salido fiador y se hizo responsable, y que se sometió, como un delincuente, a sufrir todas las penas y castigos que los malhechores habían de padecer, para líbrarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido por los dolores de la muerte (Hch. 2,24). Por tanto, no debemos maravillarnos de que se diga que Jesucristo descendió a los infiernos, puesto que padeció la muerte con la que Dios suele castigar a los perversos en su justa cólera.
     Muy frívola y ridícula es la réplica de algunos, según los cuales de esta manera quedaría pervertido el orden, pues sería absurdo poner después de la sepultura lo que la precedió. En efecto, después de haber referido lo que Jesucristo padeció públicamente a la vista de todos los hombres, viene muy a propósito exponer aquel invisible e incomprensible juicio que sufrió en presencia de Dios, para que sepamos que no solamente el cuerpo de Jesucristo fue entregado como precio de nuestra redención, sino que se pagó además otro precio mucho mayor y más excelente, cual fue el padecer y sentir Cristo en su alma los horrendos tormentos que están reservados para los condenados y los réprobos.

11.Cristo ha sufrido en su alma los dolores de nuestra maldición
En este sentido dijo Pedro, que Cristo resucitó "sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella" (Hch. 2,24). No se nombra meramente la muerte, sino que expresamente se dice que el Hijo de Dios fue cercado por los dolores y angustias, que son fruto de la maldición y la ira de Dios, la cual es el principio y el origen de la muerte. Porque, ¿qué mérito hubiera tenido que Él se hubiese ofrecido a sufrir la muerte sin experimentar dolor ni padecimiento alguno, sino como si se tratara de un juego? En cambio fue un verdadero testimonio de su misericordia no rehusar la muerte hacia la que sentía tanto horror. Y no hay duda alguna que esto mismo quiso dar a entender el Apóstol en la epístola a los Hebreos, al decir que Jesucristo “fue oído a causa de su temor" (Heb. 5,7). Otros traducen: "reverencia" o "piedad"; pero la misma gramática y el tema que allí se trata muestran cuán fuera de propósito.
     Así que Jesucristo, orando con lágrimas y con grande clamor, fue oído a causa de su temor; no para ser eximido de la muerte, sino para no ser ahogado por ella como pecador, puesto que entonces nos representaba a nosotros. Ciertamente no se puede imaginar abismo más espantoso, ni que más miedo deba infundir al hombre, que sentirse dejado y desamparado de Dios, y que, cuando le invoca, no le oye; como si Dios mismo conspirara para destruir a tal hombre. Pues bien, vemos que Jesucristo se vio obligado, en fuerza de la angustia, a gritar diciendo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt. 27,46; Sal. 22, l). Pues la opinión de algunos, que Cristo dijo esto más en atención a los otros, que por la aflicción que sentía, no es en modo alguno verosímil; pues claramente se ve que este grito surgió de la honda congoja de su corazón.
    Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso en algún momento, o que se mostrase airado con Él. Porque, ¿cómo iba a enojarse el Padre con su Hijo muy amado, en quien el mismo afirma que tiene todas sus delicias (Mt. 3,17)? 0 ¿cómo Cristo iba a aplacar con su intercesión al Padre con los hombres, si le tenía enojado contra sí? Lo que afirmamos es que Cristo sufrió en sí mismo el gran peso de la ira de Dios, porque, al ser herido y afligido por la mano de Dios, experimentó todas las señales que Dios muestra cuando está airado y castiga. Por eso dice san Hilariol, que con esta bajada a los infiernos hemos nosotros conseguido el beneficio de que la muerte quede muerta. Y en otros lugares no se aparta mucho de nuestra exposición; as!, cuando dice: "La cruz, la muerte y los infiernos son nuestra vida". Y en otro lugar: “El Hijo de Dios está en los infiernos, pero el hombre es colocado en el cielo”.
    Mas, ¿a qué alegar testimonios de un particular, cuando el Apóstol dice lo mismo, afirmando que este fruto nos viene de la victoria de nuestro Señor Jesucristo, que estamos libres de la servidumbre a que estábamos sujetos para siempre a causa del temor de la muerte (Heb. 2,15)? Convino, pues, que Jesucristo venciese el temor que naturalmente acongoja y angustia sin cesar a todos los hombres; lo cual no hubiera podido realizarse, más que peleando. Y que la tristeza y angustia de Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran motivo, luego se verá claramente.
    En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satanás, contra el horror de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanzó sobre ellos la victoria y el triunfo, para que nosotros no temiésemos ya en la muerte aquello que nuestro Príncipe y Capitán deshizo y destruyó.

12.Confesemos francamente los dolores de Jesucristo, si no nos avergonzamos de su cruz
Ciertos hombres malvados y a la vez ignorantes, movidos más por malicia que por necesidad, se alzan contra mí, acusándome de que injurio sobremanera a Cristo, porque no es en absoluto razonable que Él temiese por la salvación de su alma. Además, agravan aún la calumnia añadiendo que yo atribuyo al Hijo de Dios la desesperación, lo cual es contrario a la fe.
    Por lo que respecta al temor de Jesucristo, tan claramente referido por los evangelistas, evidentemente disputan sin razón. Porque antes de que llegase la hora de su muerte, Él mismo dice que se turbó su espíritu y se entristeció; y cuando fue a su encuentro, comenzó a sentir mucho horror. Por tanto, el que afirme que todo esto fue fingido, propone una escapatoria bien infame. Y así, como muy bien dice san Ambrosio, hemos de confesar libremente la tristeza de Jesucristo, si no nos avergonzamos de la cruz. Ciertamente que si su alma no hubiera sido partícipe de la pena, Él no hubiera sido Redentor más que de los cuerpos. Así pues, fue necesario que luchase, para levantar a los que derribados por tierra, eran incapaces de ponerse en pie. Y tan lejos está esto de menoscabar su gloria celestial, que ello precisamente es un motivo más para admirar su bondad, que nunca puede ser alabada como se merece, ya que no desdeñó tomar sobre su propia persona nuestras miserias. Ésta es también la fuente del consuelo en las angustias y tribulaciones, que nos propone el Apóstol: que nuestro Mediador ha experimentado nuestras miserias para estar más pronto y dispuesto a socorrer a los infelices y miserables (Heb.4,15).

    Al sufrir, Cristo ha permanecido siempre dentro de los límites de la obediencia. Alegan también que se hace gran injuria a Jesucristo, atribuyéndole una pasión defectuosa. ¡Como si ellos fueran más sabios que el Espíritu de Dios, el cual afirma que en Jesucristo se dieron a la vez ambas cosas: el ser tentado en todo y por todo como nosotros, y, sin embargo, el haber permanecido sin pecado! No debemos, pues, extrañarnos de la debilidad y miseria a que Cristo quiso someterse, puesto que no fue obligado a ello por violencia o por necesidad, sino por el puro amor y misericordia que nos profesa. Por eso, cuanto Él padeció por nosotros por su propia voluntad, en nada menoscaba su virtud.
     Estos calumniadores se engañan al no reconocer que esta flaqueza estuvo en Jesucristo limpia y pura de toda mancha y de todo vicio y pecado, porque se mantuvo en los limites de la obediencia de Dios. Porque como en nuestra naturaleza sometida a la corrupción, no es posible hallar rectitud y moderación - ya que todos los afectos con su gran ímpetu y furia quebrantan toda medida -, ellos sin razón miden al Hijo de Dios con esta misma medida. Pero la diferencia es grandísima. Siendo Él perfecto y sin mancha alguna, moderó sus afectos de tal manera, que no fue posible hallar en ellos exceso alguno. Por eso pudo ser semejante a nosotros en sentir dolor, temor y espanto, y sin embargo, ser diferente en esta señal.

Es injuriar a Cristo, pensar que haya temido la muerte del cuerpo. Getsemaní.   Convencidos estos tales de su error, recurren a otra sutileza. Afirman que Cristo, aunque temió la muerte, no temió la maldición ni la ira de Dios, de las cuales sabía con toda certeza que estaba libre. Mas yo ruego a los lectores que consideren primero qué honra se hubiera seguido para Cristo de haber sido mucho más tímido y cobarde que muchísimos hombres de ruin corazón. Los ladrones y malhechores suelen ir a la muerte con grande ánimo y atrevimiento; son muchos los que no se inquietan por ir a morir, más que si fueran de boda; otros sufren la muerte con gran serenidad. ¿Qué constancia y grandeza de ánimo hubieran sido las del Hijo de Dios, al sentirse tan turbado y conmovido por el temor de la misma? Porque los evangelistas cuentan de Él cosas increíbles y que parecen imposibles; dice que fue tal el dolor y el tormento que experimentó, que por su cara corrieron gotas de sangre. Y esto no sucedió en presencia de los hombres, sino cuando se encontraba en un lugar retirado, elevando sus quejas al Padre. Y toda duda posible desaparece, pues fue necesario que bajasen los ángeles del cielo para consolarle de una manera nueva y desacostumbrada. ¿No sería una afrentosa vergüenza que el Hijo de Dios se hubiera mostrado tan débil, y se hubiera dejado llevar del horror a la muerte que todos normalmente padecen, hasta el punto de quedar bañado en sudor de sangre, y que sólo la presencia de los ángeles pudiera reconfortarlo?
    Ponderemos bien igualmente, aquella oración que tres veces seguidas repitió: "Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mt.26,39). Fácilmente veremos, ya que procedía de una increíble amargura de corazón, que Jesucristo sostuvo un combate mucho más arduo y difícil, que el de una muerte común.
    Por aquí se ve que esta gente contra la que discuto, habla muy osadamente de cosas que no entiende. Y la razón es que jamás han considerado de veras lo que significa, y el valor de ser rescatados y quedar libres del juicio de Dios. Nuestra sabiduría es ciertamente sentir cuánto le ha costado al Hijo de Dios redimirnos.

En medio de sus dolores, Cristo ha mantenido siempre la fe y la confianza. Si alguno pregunta si Jesucristo descendió a los infiernos cuando oró al Padre, para que lo librase de la muerte, respondo que ello no fue más que el principio. De ahí se puede concluir cuán crueles y horribles tormentos ha debido padecer al comprender que tenla que responder ante el tribunal de Dios, por llevar sobre sus hombros todas nuestras culpas y pecados.
    Aunque la virtud divina del Espíritu se ocultó por un momento, para dejar lugar a la flaqueza de la carne, sin embargo hemos de saber que la tentación ante el sentimiento del dolor y del temor fue tal, que no se opuso a la fe. Así se cumplió lo que dijo san Pedro en su sermón; que era imposible que fuese retenido por los dolores de la muerte (Heb. 2,24), ya que, a pesar de sentirse como abandonado de Dios, no perdió lo más mínimo la confianza en la bondad de Dios. Esto es lo que demuestra aquella célebre invocación que le arrancó la gran vehemencia del dolor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27,46). Aunque se sentía sobremanera angustiado, no deja, sin embargo de llamar su Dios a aquél de quien se queja que le ha abandonado.
    Con esto queda refutado el error de Apolinar y de los llamados monotelitas. Apolinar se imaginaba que en Cristo el Espíritu eterno habla hecho las veces de alma, de suerte que lo convertía en hombre sólo a medias. ¡Como si Jesucristo hubiera podido expiar nuestros pecados de otra manera que obedeciendo al Padre! ¿Y dónde radica el afecto y la voluntad de obedecer, sino en el alma? Ahora bien, sabemos que ésta se turbó en Jesucristo, a fin de que las nuestras quedasen libres de todo temor, y puedan gozar de paz y quietud.
    En cuanto a los monotelitas, los cuales pretendían que Jesucristo no tenla más que una sola voluntad, vemos cómo en cuanto hombre no quería aquello mismo que quería en cuanto era Dios. No digo que Él dominaba y vencía el temor de que hablamos con un afecto contrario; pues bien clara mente aparece la contradicción cuando dice: Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre" (Jn. 12, 27). En esta perplejidad no hubo desconcierto ni desorden alguno, como sucede en nosotros por mas que nos esforcemos en dominarnos y refrenarnos.

13. La resurrección de Cristo
Viene a continuación: resucitó de entre los muertos; sin lo cual todo cuanto hemos dicho, de nada valdría. Porque como quiera que en la cruz, la muerte y la sepultura de Jesucristo no aparece más que flaqueza, es preciso que la fe pase más allá de todo esto, para ser perfectamente corroborada. Por ello, aunque en la muerte de Cristo tenemos el pleno cumplimiento de la salvación, pues por ella somos reconciliados con Dios, se satisface al juicio divino, se suprime la maldición y queda pagada la pena, sin embargo, no se dice que somos regenerados en una viva esperanza por la muerte, sino por la resurrección.

    1º. Nuestra justificación. Cómo sea esto así, se ve muy claramente por las palabras de san Pablo, cuando dice que Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Rom.4,25); como si dijera que con su muerte se quitó de en medio el pecado, y por su resurrección quedó restaurada y restituida la justicia. Porque, ¿cómo podría Él, muriendo, librarnos de la muerte, si hubiera sido vencido por ella? ¿Cómo alcanzamos la victoria, si hubiera caído en el combate? Por eso distribuimos la sustancia de nuestra salvación entre la muerte y la resurrección de Jesucristo, y afirmamos que por su muerte el pecado quedó destruido y la muerte muerta; y que por su resurrección se estableció la justicia, y la vida renació. Y de tal manera que, gracias a la resurrección, su muerte tiene eficacia y virtud.
    Por esta razón afirma san Pablo que Jesucristo “Fue declarado Hijo de Dios por la resurrección" (Rom. 1, 4); porque entonces, finalmente mostró su potencia celestial, la cual es un claro espejo de su divinidad y un firme apoyo de nuestra fe. Y en otro lugar asegura que Cristo “Fue crucificado en debilidad", pero "vive por el poder de Dios" (2 Cor. 13,4). En este mismo sentido, tratando en otra parte de la perfección, dice: "a fin de conocerle, y el poder de su resurrección" (Flp. 3, 10). Y luego añade, que procura "la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte". Con lo cual está de acuerdo lo que dice Pedro, que Dios "le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que nuestra fe y esperanza sean en Dios" (1 Pe. 1,21); no porque la fe sea vacilante al apoyarse en la muerte de Cristo, sino porque la virtud y el poder de Dios que nos guardan en la fe, se muestra principalmente en la resurrección.
    Por tanto, recordemos que cuantas veces se hace mención únicamente de la muerte, hay que entender a la vez lo que es propio de la resurrección; y, viceversa, cuando se nombra a la sola resurrección, hay que comprender lo que compete particularmente a la muerte.
    Mas, como Cristo alcanzó la victoria con su resurrección, para ser resurrección y vida, con toda razón dice Pablo que la fe queda abolida y el Evangelio es nulo, si no estamos bien persuadidos de la resurrección de Jesucristo (1 Cor. 15,17). Por eso el Apóstol en otro lugar, después de gloriarse en la muerte de Jesucristo contra el temor de la condenación, para amplificarlo más, añade que el mismo que murió, ése es el que resucitó y ahora está delante de Dios hecho mediador por nosotros (Rom. 8,34).

2º. Nuestra santificación. Además de que, según lo hemos expuesto, de la comunicación con la cruz depende la mortificación de nuestra carne, hay que entender igualmente que hay otro fruto correspondiente a éste, que proviene de la resurrección. Porque, como dice el Apóstol, fuimos plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte, para que siendo partícipes de la resurrección, caminemos en novedad de vida (Rom. 6,4-5). Y en otro lugar, como concluye que hemos muerto con Cristo, y que debemos mortificar nuestros miembros, igualmente argumenta que, ya que hemos resucitado con Cristo, debemos buscar las cosas de arriba, y no las de la tierra (Col. 3,1-5). Con las cuales palabras no sólo se nos invita, a ejemplo de Cristo resucitado, a una vida nueva, sino que también se nos enseña que de su poder procede el que seamos regenerados en la justicia.

    3º. Nuestra resurrección. Un tercer fruto de su resurrección es que es para nosotros a modo de arras, que nos dan la seguridad de nuestra propia resurrección, cuyo fundamento y realidad cierta se apoya en la resurrección de Cristo. De esto habla el Apóstol muy por extenso en el capítulo décimoquinto de su primera epístola a los Corintios.
    Aquí de paso hay que notar que resucitó de entre los muertos, con lo cual se indica la verdad de su muerte y su resurrección; como si dijésemos que sufrió la misma muerte de los demás hombres, y que ha recibido la inmortalidad en la misma carne que, siendo mortal, tomó.

14. La ascensión de Cristo; su presencia y su acción por el Espíritu Santo
No sin motivo, después de la resurrección se pone el artículo de su ascensión a los cielos. Si bien Jesucristo, al resucitar comenzó de una manera mucho más plena a mostrar el brillo de su gloria y de su virtud, habiéndose despojado de la condición baja y vil de la vida mortal y corruptible y de la ignominia de la cruz, sin embargo, precisamente al subir a los cielos ha exaltado verdaderamente su reino. Así lo demuestra el Apóstol al decir que subió para cumplir todas las cosas (Ef. 4, 10), en cuyo testimonio el Apóstol, usando una especie de contradicción en cuanto a las palabras, advierte que hay perfecto acuerdo y conformidad entre ambas cosas. En efecto, Cristo de tal manera se alejó de nosotros, que nos está presente de una manera mucho más útil, que cuando vivía en la tierra, como encerrado en un aposento muy estrecho.
    Por esto san Juan, después de referir la admirable invitación a beber del agua de vida, continúa: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn. 7,37). Luego añade que “aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado" (Jn. 7,39). Y el mismo Señor lo atestiguó así a sus discípulos: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros" (Jn. 16,7). En cuanto a su presencia corporal, los, consuela diciendo que no los dejará huérfanos, sino que volverá de nuevo a ellos; de una manera invisible, pero más deseable, pues entonces comprenderán con una experiencia más cierta, que el mando que le había sido entregado y la autoridad que ejercitaba, eran suficientes no sólo para que los fieles viviesen felizmente, sino también para que se sintieran dichosos al morir. De hecho vemos cuánta mayor abundancia de Espíritu ha derramado, cuánto más ha ampliado su reino, cuánta mayor demostración ha hecho de su potencia, tanto en defender a los suyos, como en destruir a sus enemigos.
    Así pues, al subir al cielo nos privó de su presencia corporal, no para estar ausente de los fieles que aún andaban peregrinando por el mundo, sino para gobernar y regir el cielo y la tierra con una virtud mucho más presente que antes. Realmente, la promesa que nos hizo: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos" (Mt.28,20), la ha cumplido con su ascensión, en la cual, así como el cuerpo fue levantado sobre todos los cielos, igualmente su poder y eficacia fue difundida y derramada más allá de los confines del cielo y de la tierra.

Testimonio de san Agustín. Prefiero explicar esto con las palabras de san Agustín que con las mías. "Cristo", dice, "había de ir por la muerte a la diestra del Padre, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos con su presencia corporal, como había subido, conforme a la sana doctrina y a la regla de la fe. Porque según la presencia espiritual había de estar con sus apóstoles después de su ascensión". Y en otro lugar lo dice más extensa y claramente: "Según su inefable e invisible gracia se cumple lo que él dice: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos. Mas según la carne que el Verbo tomó, en cuanto que nació de la Virgen, en cuanto que fue apresado por los judíos, crucificado en la cruz, bajado de ella, en cuanto fue sepultado y se manifestó en su resurrección, se cumplió esta sentencia: 'a mí no siempre me tendréis' (Mt. 26, 11). ¿Por qué? Porque habiendo conversado según la presencia corporal cuarenta días con sus discípulos, mientras ellos le acompañaban y le contemplaban sin poder seguirlo, subió al cielo; y ya no está aquí, porque está sentado a la diestra del Padre (Hch. 1, 3-9); y aún está aquí, porque no se alejó según la presencia de su majestad. Así que según la presencia de su majestad siempre tenemos a Cristo; mas, según la presencia de la carne muy bien dijo a sus discípulos: 'a mí no siempre me tendréis'. Porque la Iglesia lo tuvo muy pocos días según la presencia de la carne; ahora lo tiene por la fe, y no lo ve con sus ojos”.

15. Glorificación y señorío de Cristo
Por esto se añade a continuación, que está sentado a la diestra del Padre; semejanza tomada de los reyes y los príncipes, que tienen sus lugartenientes, a los cuales encargan la tarea de gobernar. Así Cristo, en quien el Padre quiere ser ensalzado, y por cuya mano quiere reinar, se dice que está sentado a la diestra del Padre; como si se dijese que se le ha entregado el señorío del cielo y de la tierra, y que ha tomado solemnemente posesión del cargo y oficio que se le había asignado; y no solamente la tomó una vez, sino que la retiene y retendrá hasta que baje el último día a juzgar. Así lo declara el Apóstol, cuando dice que el Padre le sentó "a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia" (Ef. 1, 20-23; cfr. FIp. 2,9-11; Ef. 4,15; 1 Cor. 15,27).
    Ya hemos visto qué quiere decir que Jesucristo está sentado a la diestra del Padre; a saber, que todas las criaturas así celestiales como terrenas honren su majestad, sean regidas por su mano, obedezcan a su voluntad, y se sometan a su potencia. Y no otra cosa quieren decir los apóstoles, cuando tantas veces mencionan este tema, sino que todas las cosas están puestas en su mano, para que las rija a su voluntad (Hch.2,30-33; 3,21; Heb. 1, 8).
    Se engañan, pues, los que piensan que con estas palabras simplemente se indica la bienaventuranza a la que Cristo fue admitido. Y poco importa lo que en el libro de los Hechos testifica san Esteban: que vio a Jesucristo de pie (Hch.7,56), porque aquí no se trata de la actitud del cuerpo, sino de la majestad de su imperio; de manera que estar sentado no significa otra cosa que presidir en el tribunal celestial.

16. Los frutos del dominio de Cristo
De aquí se siguen diversos frutos para nuestra fe. Porque comprendemos que el Señor Jesús con su subida al cielo nos abrió la puerta del r ¡no del cielo, que a causa de Adán estaba cerrada'. Porque habiendo El entrado con nuestra carne 1 y como en nuestro nombre, se sigue como dice el Apóstol, que en cierta manera estamos con Él sentados en los lugares celestiales (Ef. 2,6); de suerte que no esperamos el cielo con una vana esperanza, sino que ya hemos tomado posesión de él en Cristo, nuestra Cabeza.
    Asimismo la fe reconoce que Cristo está sentado a la diestra del Padre para nuestro gran bien. Porque habiendo entrado en el Santuario, fabricado no por mano de hombres, está allí de continuo ante el acatamiento del Padre como intercesor y abogado nuestro (Heb. 7,25; 9, 11). De esta manera hace que su Padre ponga los ojos en su justicia y que no mire a nuestros pecados; y así nos reconcilia con Él, y nos abre el camino con su intercesión para que nos presentemos ante su trono real, haciendo que se muestre gracioso y clemente el que para los miserables pecadores es causa de horrible espanto.
    El tercer fruto que percibe la fe es la potencia de Cristo, en la cual descansa nuestra fuerza, virtud, riquezas y el motivo de gloriarnos frente al infierno. Porque, "subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad" (Ef. 4,8), y despojando a sus enemigos enriqueció a su pueblo y cada día sigue enriqueciéndolo con dones y mercedes espirituales.
Está, pues, sentado en lo alto, para que, derramando desde allí su virtud sobre nosotros, nos vivifique con la vida espiritual, nos santifique con su Espíritu, adorne a su Iglesia con diversos y preciosos dones, la conserve con su amparo contra todo daño y obstáculo; para reprimir y confundir con su potencia a todos los feroces enemigos de su cruz y de nuestra salvación; y, finalmente, para tener absoluto poder y autoridad en el cielo y en la tierra, hasta que venza y derribe por tierra a todos sus enemigos, que también lo son nuestros, y termine de edificar su Iglesia.
He aquí cuál es el verdadero estado de su reino y la potencia que el Padre le ha dado hasta que lleve a cabo el acto último, viniendo a juzgar a los vivos y a los muertos.

17. La vuelta de Cristo en el juicio final
Ya ahora Cristo da pruebas clarísimas a sus fieles para que reconozcan la presencia y asistencia de su virtud. Mas, como su reino está en cierta manera escondido en el mundo bajo la flaqueza de la carne, con toda razón se insta a la fe, para que considere aquella presencia visible, que Él manifestará en el último día. Porque descenderá en forma visible, como se le vio subir (Hch. 1, 11), y será visto por todos en la inefable majestad de su reino, rodeado del resplandor de su inmortalidad, con la inmensa potencia de su divinidad, y con gran acompañamiento de ángeles (Mt. 24,30).
Por esto se nos manda que esperemos a nuestro Redentor aquel día en que separará a las ovejas de los cabritos (Mt. 25,32), a los elegidos de los réprobos; y no habrá ninguno, ni vivo ni muerto, que pueda escapar a su juicio. Porque el sonido de la trompeta se oirá por todas partes, hasta en los más apartados rincones de la tierra, y con ella serán citados y emplazados ante su tribunal todos los hombres, tanto los que estén vivos como los que hubieren muerto.
Hay algunos que por vivos y muertos entienden los buenos y los réprobos. Es cierto que algunos entre los antiguos dudaron acerca de cómo se han de interpretar los vocablos “vivos” y “muertos”; pero el primer sentido expuesto, por ser más sencillo y más claro, es más propio del Símbolo, que fue escrito de acuerdo con la manera de hablar común entre el vulgo.
A esto no se opone lo que dice el Apóstol, que “está establecido para todos los hombres que mueran una sola vez” (Heb. 9,27). Porque, si bien los que en el último día del juicio vivieren en esta vida mortal no morirán según el orden y curso natural, con todo, el cambio que sufrirán, bien podrá llamarse muerte, por la semejanza que tendrá con ella. Es cierto que no todos morirán, o como dice el Apóstol, que no todos dormirán; pero todos serán trasformados (1 Cor. 15,51-52). ¿Qué significa esto? Que su vida mortal dejará de existir en un momento y será totalmente transformada en una nueva naturaleza. Nadie negará que esta manera de dejar de existir la carne no sea una muerte.
De todos modos, lo cierto es que los-vivos y los muertos serán citados para comparecer el cha del juicio. “Los muertos en Cristo resucitarán primero; luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire” (1 Tes. 4, 16—17).
Es verosímil que este articulo haya sido tomado de un sermón de Pedro, que menciona Lucas en los Hechos (Hch. 10,42), y de la solemne exhortación de san Pablo a Timoteo (2 Tim.4, 1).

18. Frutos de la vuelta y del juicio de Cristo
Es para nosotros un gran consuelo saber que la autoridad de juzgar ha sido confiada a quien nos ha constituido ya compañeros en la dignidad y el oficio de juzgar. ¡Tan lejos está de subir a su trono a condenarnos! ¿Cómo un príncipe tan clemente perdería a su pueblo? ¿Cómo la Cabeza destruiría a sus miembros? ¿Cómo el abogado condenaría a aquél cuya defensa ha tomado a su cargo? Y si el Apóstol se atreve a gloriarse de que si Cristo intercede por nosotros no hay quien pueda condenarnos (ROM. 8,33), mucho más evidente será que, siendo Cristo el intercesor, no condenará a ninguno de los que hubiere recibido bajo su protección y amparo. No es en verdad pequeña seguridad el que no tengamos que comparecer ante otro tribunal que el de nuestro Redentor, de quien debemos esperar la salvación. Además, el que ahora nos promete en su Evangelio la felicidad eterna, entonces como juez ratificará la promesa.
Así que el Padre honró al Hijo, poniendo en sus manos la autoridad absoluta de juzgar, y al obrar así tuvo en cuenta las conciencias de los suyos, que estarían temblando de temor y horror al juicio de no tener una esperanza cierta.

Origen del Símbolo de los Apóstoles. Hasta aquí he seguido el orden del Símbolo de los Apóstoles, pues como en pocas palabras contiene los puntos principales de nuestra redención, puede servir como tabla en la que considerar en particular lo que principalmente hemos de notar en Cristo.
Al llamarlo Símbolo de los Apóstoles no me preocupo mayormente de investigar quién pueda haber sido su autor. Los antiguos de común acuerdo lo atribuyen a los apóstoles, sea porque pensaban que los apóstoles lo hablan dejado redactado, o por dar autoridad a la doctrina que sabían procedía de ellos, y se había ido transmitiendo de mano en mano. Yo no dudo que este sumario ha sido admitido y ha gozado de autoridad como una confesión aprobada por común y público consentimiento de todos los fieles, ya desde el principio mismo de la Iglesia, e incluso en tiempo de los apóstoles. Y no es verosímil que haya sido compuesto por un hombre particular, ya que desde el principio ha sido tenido en gran veneración entre todos los fieles.
Lo que ante todo debemos saber es que en él se cuenta sucinta y claramente toda la historia de nuestra fe y que nada se contiene en él que no pueda confirmarse con sólidos y firmes testimonios de la Escritura.
Conocido esto, es inútil fatigarse o disputar sobre quién lo ha podido componer; a no ser que haya alguno que no se dé por satisfecho con poseer con toda certeza la verdad del Espíritu Santo, si no sabe a la vez por boca de quién ha sido anunciada, o qué mano la ha redactado.

19. Conclusión: Cristo es nuestro único tesoro
    Puesto que vemos que toda nuestra salvación está comprendida en Cristo, guardémonos de atribuir a nadie la mínima parte del mundo. Si buscamos salvación, el nombre solo de Jesús nos enseña que en Él está. Si deseamos cualesquiera otros dones del Espíritu, en su unción los hallaremos. Si buscamos fortaleza, en su señorío la hay; si limpieza, en su concepción se da; si dulzura y amor, en su nacimiento se puede encontrar, pues por él se hizo semejante a nosotros en todo, para aprender a condolerse de nosotros; si redención, su pasión nos la da; si absolución, su condena; si remisión de la maldición, su cruz; si satisfacción, su sacrificio; si purificación, su sangre; si reconciliación, su descenso a los infiernos; si mortificación de la carne, su sepultura; si vida nueva, su resurrección, en la cual también está la esperanza de la inmortalidad; si la herencia del reino de los cielos, su ascensión; si ayuda, amparo, seguridad y, abundancia de todos los bienes, su reino; si tranquila esperanza de su  juicio, la tenemos en la autoridad de juzgar que el Padre puso en sus manos.
    En fin, como quiera que los tesoros de todos los bienes están en Él, de Él se han de sacar hasta saciarse, y de ninguna otra parte. Porque los que no contentos con Él andan vacilantes de acá para allá entre vanas esperanzas, aunque tengan sus ojos puestos en Él principalmente, sin embargo no van por el recto camino, puesto que vuelven hacia otro lado una parte de sus pensamientos. Por lo demás, esta desconfianza no puede penetrar en nuestro entendimiento una vez que hemos conocido bien la abundancia de sus riquezas.


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