CAPÍTULO XV


PARA SABER CON QUÉ FIN HA SIDO ENVIADO JESUCRISTO POR EL PADRE Y LOS BENEFICIOS QUE SU VENIDA NOS APORTA,
DEBEMOS CONSIDERAR EN ÉL PRINCIPALMENTE TRES COSAS:
SU OFICIO DE PROFETA, EL REINO Y EL SACERDOCIO

1. Los tres oficios de Cristo
   Dice muy bien san Agustín, que aunque los herejes prediquen el nombre de Cristo, sin embargo no les sirve de fundamento común con los fieles, sino que permanece como bien propio de la Iglesia; porque si se considera atentamente lo que pertenece a Cristo, no se le podrá encontrar entre dos herejes más que de nombre; pero en cuanto al efecto y la virtud no está entre ellos. De la misma manera en el día de hoy, aunque los papistas digan a boca llena que el Hijo es Redentor del mundo, sin embargo, como se contentan con confesado de boca, pero de hecho le despojan de su virtud y dignidad, se les puede aplicar con toda propiedad lo que dice san Pablo, que no tienen Cabeza (Col. 2,19).
   Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de salvación y descanse confiada en Él, debemos tener presente el principio de que el oficio y cargo que le asignó el Padre al enviarlo al mundo; consta de tres partes; puesto que ha sido enviado como Profeta, como Rey, y como Sacerdote. Aunque de poco nos serviría conocer estos títulos, si no comprendiésemos a la vez el fin y el uso de los mismos. Porque también los papistas los tienen en la boca, pero fríamente y con muy poco provecho, pues ni entienden, ni saben lo que contiene en sí cada uno de ellos.

1°. La profecía de Jesucristo es el cumplimiento de  todas las profecías.
   Ya hemos dicho que aunque Dios antiguamente estuvo enviando profetas a los judíos continuamente y sin interrupción, y qué de este modo no los privó jamás de la doctrina que les era útil y suficiente para la salvación; sin embargo, tuvieron siempre en sus corazones arraigada creencia de que era necesario esperar hasta la venida del Mesías para conseguir plena claridad y comprensión. Esta opinión se había divulgado incluso entre los samaritanos, que nunca habían entendido la verdadera religión, como se ve claramente por lo que la samaritana respondió a nuestro Redentor: "Cuando él (el Mesías) venga, nos enseñará todas las cosas" (Jn.4,25). Por su parte, los judíos tampoco habían inventado esto; simplemente creían lo que los profetas les prometían en sus profecías y oráculos divinos. Entre ellas es muy ilustre la de Isaías: "He aquí que yo le di por testigo a los pueblos, por jefe y por maestro a las naciones” (Is.55,4). De la misma manera que antes le había llamado Ángel y Embajador del alto consejo de Dios (Is. 9, 6). En el mismo sentido el Apóstol, queriendo ensalzar la perfección de la doctrina evangélica, después de decir que Dios muchas veces y de muchas maneras habló antiguamente por los profetas a los padres, añade que finalmente nos ha hablado a nosotros por su Hijo muy amado (Heb.1, 1-2). Mas como los profetas tenían la misión de mantener a la Iglesia en suspenso, y sin embargo darles en qué apoyarse hasta la venida del Mediador, los fieles, dispersos por todas partes, se quejaban de que estaban privados de este beneficio ordinario: "No vemos ya nuestras señales", decían" "no hay mas profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cuándo:' (Sal. 74,9).
   Mas cuando se le determinó a Daniel el tiempo de la venida de Jesucristo, se le ordenó también clausurar la visión y la profecía (Dan.12,4); no sólo para hacer más auténtica la profecía allí contenida, sino también para infundir mayor paciencia a los fieles, al verse por algún tiempo privados de profeta, sabiendo que el cumplimiento y fin de todas las revelaciones estaba muy cercano.

2. Lo que contiene el nombre de Cristo
    Debemos, pues, advertir que el nombre de Cristo se extiende a estos tres oficios. Porque es bien sabido que tanto los profetas, como los sacerdotes y los reyes, bajo la Leyeran ungidos con aceite sagrado, dedicado a esto. De aquí que al Mediador prometido se le haya dado el nombre de Mesías, que quiere decir "ungido". Y aunque admito que fue así llamado especialmente por razón de su reino, sin embargo también la unción profética, y sacerdotal conservan su valor y no se deben menospreciar.

   La profecía de Jesucristo pertenece a todo su cuerpo. De la unción profética se hace expresa mención en Isaías con estas palabras: "El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de cárcel" (Is.61,1). Vemos, pues, que fue ungido por el Espíritu Santo para ser mensajero y testigo de la gracia del Padre; y no como quiera y de la manera ordinaria y común que los otros, pues se le diferenció de todos los demás maestros, que tenían el mismo oficio y encargo.
   Conviene notar aquí otra vez que no recibió la unción para sí, a fin
de que enseñara, sino para todo su cuerpo, a fin de que resplandeciese en
la predicación ordinaria del Evangelio la virtud del Espíritu Santo.

Cristo ha puesto fin a todas las profecías. Queda, pues, por inconcuso y cierto que con la perfección de su doctrina ha puesto fin a todas las profecías; de tal manera que todo el que no satisfecho con el Evangelio pretende añadir algo, anula su autoridad. Porque la voz que desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado; a él oíd" (Mt.3,17; 17,5), lo elevó con un privilegio singular por encima de todos los demás. De la Cabeza se derramó esta unción sobre sus miembros, como lo había profetizado Joel "y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas" (Jl. 2, 28).
   Respecto a la afirmación de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido dado "por sabiduría" (1 Cor. 1, 30), y en otro lugar, que en Él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento” (Col. 2, 3), su sentido es un poco diverso del argumento que al presente tratamos; a saber, que fuera de Él no hay nada que valga: la pena conocer, y que cuantos comprenden mediante la fe cómo es Él, tienen el conocimiento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el Apóstol escribe en otro lugar acerca de sí mismo: "me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Cor. 2, 2): porque no es lícito ir más allá de la simplicidad del Evangelio. Y la misma dignidad profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la perfecta sabiduría se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseñado.

3. 2°. La realeza de Jesucristo
Paso ahora a tratar del reino, del que hablaríamos en vano sin utilidad alguna, si no estuviesen ya advertidos los lectores de que este reino es por su naturaleza espiritual. Así, por el contrario, podrán comprender su utilidad y el provecho que les aporta; y, en definitiva, toda su virtud y eternidad. Y aunque el ángel en Daniel atribuya la eternidad a la persona de Jesucristo (Dan. 2,44), sin embargo con toda razón el ángel en san Lucas lo aplica a la salvación del pueblo (Lc. 1, 33).

   a. Sobre la Iglesia. No obstante comprendamos que la eternidad de la Iglesia es de dos clases: la primera se extiende a todo el cuerpo de la Iglesia; la segunda es propia de cada uno de sus miembros. A la primera hay que referir lo que se dice en el salmo: “Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mí, como la luna será firme para siempre y como un testigo fiel en el cielo" (Sa1.89,35-37). Porque no hay duda que en este lugar promete Dios por mediación de su Hijo, perpetuo defensor y protector de la Iglesia, ya que solamente en Jesucristo se cumplió esta profecía. Porque después de la muerte de Salomón la majestad del reino de Israel cayó por tierra en su mayor parte, y con grande  afrenta y perjuicio de la casa de David fue traspasada a un hombre particular. Y con el correr del tiempo se fue menoscabando más y más, hasta quedar por completo destruida en una vergonzosa ruina. Está de acuerdo con esto la exclamación de Isaías: “Su generación, ¿quién la contará?" (Is.53,8). Porque de ta1 manera afirma que Cristo había de resucitar después de su muerte, que lo junta con sus miembros.
   Por lo tanto, siempre que oímos que Jesucristo tiene una potencia eterna,
entendamos que esta potencia es la fortaleza y defensa con que se mantiene la perpetuidad de la Iglesia, para que entre tanta agitación como la sacude, entre, los movimientos y tempestades tan graves y espantosos que la amenazan, no obstante permanezca sana y salva. Así también cuando David se burla del atrevimiento de los enemigos, que en vano se esfuerzan por hacer pedazos el yugo de Dios y de su Cristo, dice que en vano se alborotan los reyes y los pueblos" (Sal.2, 1), porque el que mora en los cielos es lo suficientemente fuerte para reprimir y quebrantar su furor.
   Con estas palabras exhorta a los fieles a tener buen ánimo, cuando
Vean que la Iglesia es oprimida; y la razón es que tiene un Rey que la
guardará perpetuamente. Igualmente cuando el Padre dice a su Hijo:
“Siéntate a mi diestra, hasta qué ponga a tus enemigos por estrado de
tus pies" (Sal. 110, 1), nos advierte que por muchos y muy fuertes enemigos que conspiren contra la Iglesia para destruirla, nunca tendrán tantas fuerzas, que puedan prevalecer contra el decreto inmutable. Dios, mediante el cual constituye a su Hijo como Rey eterno. De donde se sigue que es imposible que el Diablo con todas las fuerzas del mundo pueda jamás destruir la Iglesia, fundada sobre el trono eterno de Cristo.

b. Sobre los fieles. También en cuanto al uso particular de cada uno de los fieles, esta misma eternidad debe elevarnos a la esperanza de la inmortalidad que nos está prometida. Porque bien vemos que cuanto es terreno y de este mundo, es temporal y caduco. Por eso Cristo, a fin de levantar nuestra esperanza al cielo, afirma que su reino no es de este mundo (Jn.18,36). En resumen, cuando oímos decir que el reino de Cristo es espiritual, despertado s con esta palabra, dejémonos llevar por la esperanza de una vida mejor; y tengamos por cierto que si ahora estamos bajo la protección de Jesucristo, es para gozar eternamente del fruto en la otra vida.

4: El reino espiritual de Cristo
En cuanto a la afirmación de que no podemos comprender la naturaleza y utilidad del reino de Cristo, si no comprendemos que es espiritual, se prueba fácilmente porque nuestra condición es miserable durante el curso de nuestra vida, pues siempre debemos batallar bajo la cruz. ¿De qué nos serviría ser acogidos en el imperio del Rey del cielo, si el fruto de esta gracia no se extendiese más que a esta vida? Por eso hemos de comprender que toda la felicidad que nos es prometida en Cristo no consiste en las comodidades exteriores, para que vivamos una vida alegre y tranquila, y tengamos muchas riquezas y estemos seguros de que no encontraremos obstáculo alguno, y gocemos de los pasatiempos que la carne suele buscar, sino más bien que toda la felicidad se debe referir a la vida celestial.
Sin embargo, así como en el mundo se juzga que es próspero el estado de una nación, tanto por tener provisiones abundantes de todas las cosas necesarias y por mantener la paz interior, como por sus fuertes fortalezas y defensas, que la protegen de los ataques de sus enemigos; igualmente Cristo enriquece a los suyos de todo lo necesario para la salvación de sus almas, y los fortalece con la fortaleza de espíritu para que resistan inexpugnables e invencibles contra todos los ataques de sus enemigos espirituales. De donde deducimos que reina más por nosotros que por sí mismo, tanto por dentro como por fuera; para que enriquecidos con los dones del Espíritu, de los cuales naturalmente estamos faltos y vacíos, y recibiéndolos en la medida en que Dios sabe que nos son convenientes, sintamos por tales primicias que estamos verdaderamente unidos con Dios para llegar a una perfecta bienaventuranza; Y que confiados en la potencia de este mismo Espíritu, no dudemos que saldremos victoriosos contra el Diablo, contra el mundo, y contra todo género de cosas, que pudieran hacernos daño de alguna manera. Es lo que indica la respuesta de Cristo a los fariseos: que el reino de Dios no vendrá con señales exteriores, por que está dentro de nosotros (Lc.17,20-21). Es verosímil que los fariseos, habiendo oído que Jesucristo se tenía por aquel Rey, en cuyo tiempo y mediante el cual se había de esperar la suprema bendición de Dios, en tono de burla le pidiesen que hicieran ver las señales. Mas Cristo, queriendo prevenir a los que eran demasiado inclinados a las cosas terrenas, les manda que entren dentro de sus conciencias, porque el reino de Dios no es sino "justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rom.14, 17).
De qué nos aprovecha el reino de Cristo. Con esto se nos enseña en pocas palabras de qué nos aprovecha el reino de Cristo. Porque, no siendo terreno, carnal, ni sujeto a corrupción, sino espiritual, nos orienta hacia la vida eterna, para que con paciencia pasemos esta vida presente entre miserias, hambre, frío, menospreciosos, injurias, y otras molestias; satisfechos únicamente con saber que tenemos un Rey, que nunca dejará de socorremos en todas nuestras necesidades, hasta que concluido el término de la guerra, seamos llamados al triunfo. Porque su manera de reinar es tal, que nos comunica todo cuanto ha recibido del Padre. Y siendo así que Él nos arma y fortalece con su potencia, nos adorna con su hermosura y magnificencia y nos enriquece con sus riquezas, todo esto ha de servimos grandemente para gloriarnos y sentir tanta confianza que no temamos en modo alguno combatir con el Diablo, con el pecado y con la muerte. Finalmente, puesto que estamos revestidos de su justicia, pasemos valientemente por todas las infamias con que el mundo nos hiere, y pongámoslas a sUs pies; y así como Él tan liberalmente nos llena de sus dones, nosotros por nuestra parte demos frutos que sirvan a su gloria.

5. Cristo confiere los dones del Espíritu Santo
Por esto su unción real no nos es propuesta como si fuera hecha con aceite, o con ungüentos aromáticos y preciosos, sino que se le llama el Cristo de Dios, porque sobre Él había reposado el espíritu de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza y temor de Dios (Is. 11,2). Este es el aceite de alegría con el que el salmo dice que fue ungido más que todos sus compañeros (Sal. 45, 8); pues si no hubiera en él tal excelencia y abundancia, todos seríamos pobres, y estaríamos hambrientos.
Mas Él, según hemos dicho, no fue enriquecido sólo para sí mismo, sino para que repartiese su abundancia con los que estaban secos y sedientos. Pues se dice que el Padre no ha dado el Espíritu a su Hijo con medida (Jn. 3, 34); pero antes se da también la razón: para que de su plenitud todos recibamos, y gracia sobre gracia (Jn.1,16). De esta fuente proviene aquella liberalidad, que menciona san Pablo, por la cual la gracia es distribuida de diversas maneras a los fieles "conforme a la medida del don de Cristo" (Ef. 4, 7). Con todo esto queda suficientemente probado que el reino de Cristo no consiste en deleites y pompas terrenas, sino en el Espíritu; y que para ser partícipes de él debemos renunciar al mundo.
En el bautismo de Cristo se nos propuso una muestra visible de esta sagrada unción de Cristo, cuando el Espíritu se posó sobre Él en forma de paloma (Jn.1,92; Lc.3,22). Y que con el nombre de unción se denota el Espíritu y sus dones, no es cosa nueva, ni tampoco debe parecer a nadie cosa absurda, ya que de nadie más que de Él recibimos la sustancia con que ser alimentados. Y principalmente en lo que se refiere a la vida celestial, no hay en nosotros ni una gota de virtud, excepto lo que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros, el cual ha elegido a Jesucristo como sede suya, para que de Él manasen en abundancia las riquezas celestiales de las que tan faltos y necesitados estamos. Y precisamente porque los fieles permanecen invencibles, fortalecidos con la fortaleza misma de su Rey, y porque son enriquecidos sobremanera con sus riquezas espirituales, es por lo que no sin motivo son llamados "cristianos".

    El reino eterno de Cristo. Por lo demás, la autoridad de san Pablo cuando dice que Cristo entregará el reino a Dios y al Padre, y que Él mismo se le someterá, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor. 15,24﷓28), no quita nada a la eternidad de que hemos hablado; porque el Apóstol no quiere decir sino que en aquella perfecta gloria la manera de gobernar no será como ahora. Porque el Padre ha dado todo el poder a su Hijo para que nos lleve de su mano, nos dirija, nos acoja bajo su tutela y nos socorra en todas nuestras necesidades. De esta manera, mientras permanecemos lejos de Dios peregrinando por este mundo, Cristo media e intercede por nosotros para hacernos llegar poco a poco a una perfecta unión con Dios. Realmente el que Él esté sentado a la diestra del Padre es tanto como decir que es embajador o lugarteniente del Padre con plenitud de poder, porque Dios quiere regir y defender a la Iglesia mediante la persona de su Hijo. Y así lo expone san Pablo a los efesios, diciendo que ha sido colocado a la diestra del Padre para que sea Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef. 1, 20﷓23).

    La gloria de Cristo. Es lo que dice en otro lugar: que le ha sido dado a Cristo un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla y toda lengua confiese que Él está en la gloria de Dios Padre (Flp. 2,9-11). En estas mismas palabras nos muestra el orden del reino de Cristo tal cual es necesario para nuestra necesidad presente. Y así concluye muy bien san Pablo, que Dios en el último día será por sí mismo Cabeza única de su Iglesia; pues entonces Cristo habrá cumplido enteramente cuanto pertenece al oficio de regir y conservar la Iglesia, que había sido puesto en sus manos. Por esto mismo la Escritura le llama comúnmente Señor, porque el Padre le ha constituido sobre nosotros con la condición de que quiere ejercer su autoridad y dominio por medio de Él. “Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra - como hay muchos dioses y muchos señores -para nosotros, sin embargo, sólo hay un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para el; y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las casas, y nosotros por medio de él” (I Cor.8,5-6); así dice san Pablo. Y de sus palabras se puede concluir legítimamente que Jesucristo es el mismo Dios que por boca de Isaías dijo que era Rey y Legislador de la Iglesia (ls.33,22). Porque aunque Cristo declara en muchos lugares que toda la autoridad y el mando que posee es beneficio y merced del Padre, con esto no quiere decir, sino que reina con majestad y virtud divina; pues precisamente adoptó la persona de Mediador, para descender del seno del Padre y de su gloria incomprensible y acercarse a nosotros.

    Debemos obedecer a Cristo. Con lo cual tanto más nos ha obligado a que de buen grado y libremente nos sometamos a hacer cuanto nos mandare y a ofrecerle nuestros servicios con alegría y prontitud de corazón. Pues si bien ejerce el oficio de Rey y de Pastor con los fieles, que voluntariamente se le someten, sabemos que por el contrario lleva en su mano un cetro de hierro para quebrantar y desmenuzar como si fueran vasijas de alfarero a todos los rebeldes y contumaces (Sal. 2,9). Y también sabemos que "juzgará entre las naciones, las llenará de cadáveres; quebrantará las cabezas en muchas tierras" (Sal. 110, 6). De ello se ven ya algunos ejemplos actualmente; pero su pleno cumplimiento será el último acto del reino de Jesucristo.

6. 3º. El sacerdocio de Jesucristo
En cuanto a su sacerdocio, en resumen hemos de saber que su fin y uso es que Jesucristo haga con nosotros de Mediador sin mancha alguna, y con su santidad nos reconcilie con Dios. Mas como la maldición consiguiente al pecado de Adán, justamente nos ha cerrado la puerta del cielo, y Dios, en cuanto que es Juez, está airado con nosotros, es necesario para aplacar la ira de Dios, que intervenga corno Mediador un sacerdote que ofrezca un sacrificio por el pecado. Por eso Cristo, para cumplir con este cometido, se adelantó a ofrecer su sacrificio. Porque bajo la Ley no era lícito al sacerdote entrar en el Santuario sin el presente de la sangre; para que comprendiesen los fieles que, aunque el sacerdote fue designado como intercesor para alcanzar el perdón, sin embargo Dios no podía ser aplacado sin ofrecer la expiación por los pecados. De esto trata por extenso el Apóstol en la carta a los Hebreos desde el capítulo séptimo hasta casi el final del décimo. En resumen afirma, que la dignidad sacerdotal compete a Cristo en cuanto por el sacrificio de su muerte suprimió cuanto nos hacía culpables a los ojos de Dios, y satisfizo por el pecado.
    Cuán grande sea la importancia de esta cuestión, se ve por el juramento que Dios hizo, del cual no se arrepentirá: "Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec" (Sal. 110,4); pues no hay duda de que con ello Dios quiso ratificar el principio fundamental en que descansaba nuestra salvación. Porque, ni por nuestros ruegos ni oraciones tenemos entrada a Dios, si primero no nos santifica el Sacerdote y nos alcanza la gracia, de la cual la inmundicia nos separa.

    La muerte e intercesión de Cristo nos trae la confianza y la paz. Así vemos que hemos de comenzar por la muerte de Cristo, para gozar de la eficacia y provecho de su sacerdocio; y de ahí se sigue que es nuestro intercesor para siempre, y que por su intercesión y súplicas alcanzamos favor y gracia ante el Padre. Y de ello surge, además de la confianza para invocar a Dios, la seguridad y tranquilidad de nuestras conciencias, puesto que Dios nos llama a Él de un modo tan humano, y nos asegura que cuanto es ordenado por el Mediador le agrada.
    Bajo la Ley Dios había mandado que se le ofreciesen sacrificios de animales; pero con Cristo el procedimiento es diverso, y consiste en que Él mismo sea sacerdote y víctima, puesto que no era posible hallar otra satisfacción adecuada por los pecados, ni se podía tampoco encontrar un hombre digno para ofrecer a Dios su Unigénito Hijo.

    Podemos ofrecernos a Dios como sacrificio viviente. Cristo tiene además el nombre de sacerdote, no solamente para hacer que el Padre nos sea favorable y propicio, en cuanto que con su propia muerte nos ha reconciliado con Él para siempre, sino también Para hacernos compañeros y partícipes con Él de tan grande honor. Porque aunque por nosotros mismos estamos manchados, empero, siendo sacerdotes en él (Ap. 1, 6), nos ofrecemos a nosotros mismos y todo cuanto tenemos a Dios, y libremente entramos en el Santuario celestial, para que los sacrificios de oraciones y alabanza que le tributamos sean de buen olor y aceptables ante el acatamiento divino. Y lo que dice Cristo, que Él se santifica a sí mismo por nosotros (Jn. 17,19), alcanza también a esto; porque estando bañados en su santidad, en cuanto que nos ha consagrado a Dios su Padre, bien que por otra parte seamos infectos y malolientes, sin embargo le agradamos como puros y limpios, e incluso como santos y sagrados.
    Y a este propósito viene la unción del santuario, de que habla Daniel (Dan. 9,24). Porque se debe notar la oposición entre esta unción y la otra usada entonces figurativa; como si dijera el ángel que, disipadas las sombras y figuras, el sacerdocio quedaría manifiesto en la Persona de Cristo.
    Por ello es tanto más detestable la invención de los que no satisfechos con el sacerdocio de Cristo, se atreven a arrogarse la atribución de sacrificarlo; como se hace a diario en el mundo del papado, donde la misa es considerada como oblación expiatoria de los pecados.

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DE LA

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POR JUAN CALVINO

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