CAPÍTULO XII


JESUCRISTO, PARA HACER DE MEDIADOR TUVO
QUE HACERSE HOMBRE

1. Para reconciliarnos con Dios el  Mediador debía ser verdadero Dios
   Fue sobremanera necesario que el que había de ser nuestro Mediador fuese verdadero Dios y hombre. Si se pregunta qué clase de necesidad fue ésta, no se trata de una necesidad simple y absoluta, como suele llamarse, sino que procedió el eterno decreto de Dios, de quien dependía la salvación de los hombres.
   Dios, nuestro clementísimo Padre, dispuso lo que sabía nos era más útil y provechoso. Porque, habiéndonos nuestros pecados apartado totalmente del reino de Dios, como si entre Él y nosotros se hubiera interpuesto una nube, nadie que no estuviera relacionado con Él podía negociar y concluir la paz. ¿Y quién podía serlo? ¿Acaso alguno de los hijos de Adán? Todos ellos, lo mismo que su padre, temblaban a la idea de comparecer ante el acatamiento de la majestad divina. ¿Algún ángel? También ellos tenían necesidad de una cabeza, a través de la cual quedar sólida e indisolublemente ligados y unidos a Dios. No quedaba más solución que la de que la majestad divina misma descendiera a nosotros, pues no había nadie que pudiera llegar hasta ella.

   Debía ser "Dios con nosotros”; es decir, hombre. Y así convino que el Hijo de Dios se hiciera "Emmanuel"; o sea, Dios con nosotros, de tal manera que su divinidad y la naturaleza humana quedasen unidas. De otra manera no hubiera habido vecindad bastante próxima, ni afinidad lo suficientemente estrecha para poder esperar que Dios habitase con nosotros. ¡Tanta era la enemistad reinante entre nuestra impureza y la santidad de Dios! Aunque el hombre hubiera perseverado en la integridad y perfección en que Dios lo había creado, no obstante su condición y estado eran excesivamente bajos para llegar a Dios sin Mediador. Mucho menos, por lo tanto, podría conseguirlo, encontrándose hundido con su ruina mortal en la muerte y en el infierno, lleno de tantas manchas y fétido por su corrupción y, en una palabra, sumido en un abismo de maldición.
   Por eso san Pablo, queriendo presentar a Cristo como Mediador, lo llama expresamente hombre: "Un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2,5). Podría haberlo llamado Dios, o bien omitir el nombre de hombre, como omitió el de Dios; mas como el Espíritu Santo que hablaba por su boca, conocía muy bien nuestra debilidad ha usado como remedio aptísimo presentar entre nosotros familiarmente al Hijo de Dios, como si fuera uno de nosotros. Y así, para que nadie se atormente investigando dónde se podrá hallar este Mediador, o de qué forma se podría llegar a Él, al llamarle hombre nos da a entender que está cerca de nosotros, puesto que es de nuestra carne.
   Y esto mismo quiere decir lo que en otro lugar se explica más ampliamente; a saber, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Heb.4, 15).


2. Sin la encarnación del Hijo no podríamos llegar a ser hijos de Dios y sus herederos
Esto se entenderá aún más claramente si consideramos cuál ha sido la importancia del papel de Mediador; a saber, restituirnos de tal manera en la gracia de Dios, que de hijos de los hombres nos hiciese hijos de Dios; de herederos del infierno, herederos del reino de los cielos. ¿Quién hubiera podido hacer esto, si el mismo Hijo de Dios no se hubiera hecho hombre asumiendo de tal manera lo que era nuestro que a la vez nos impartiese por gracia, lo que era suyo por naturaleza?
   Con estas arras de que el que es Hijo de Dios por naturaleza ha tomado un cuerpo semejante al nuestro y se ha hecho carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, para ser una misma cosa con nosotros, poseemos una firmísima confianza de que también nosotros somos hijos de Dios; ya que Él no ha desdeñado tomar como suyo lo que era nuestro, para que, a su vez, lo que era  suyo nos perteneciera a nosotros; y de esa manera ser juntamente con nosotros Hijo de Dios e Hijo del hombre. De aquí procede aquella santa fraternidad que Él mismo nos enseña, diciendo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn.20, 17). Aquí radica la certeza de nuestra herencia del reino de los cielos; en que nos adopté como hermanos suyos, parque si somos hermanos, se sigue que juntamente con Él somos herederos (Rom. 8, 17).

   Sólo la vida podía triunfar sobre la muerte; la justicia sobre el pecado; la potencia divina, sobre los poderes del mundo. Asimismo fue muy necesario que aquél que había de ser nuestro Redentor fuese verdadero Dios y verdadero hombre, porque había de vencer a la muerte. ¿Quién podría hacer esto sino la Vida? Tenía que vencer al pecado. ¿Quién podía logrado, sino la misma Justicia? Había de destruir las potestades del mundo y del aire. ¿Quién lo conseguiría sino un poder mucho más fuerte que el mundo y el aire? ¿Y dónde residen la vida, la justicia, el mando y señorío del cielo, sino en Dios? Por eso Dios en su clemencia se hizo Redentor nuestro en la persona de su Unigénito, cuando quiso redimirnos.

3. Había que ofrecer una obediencia perfecta en nuestra naturaleza humana,
para triunfar del juicio y de la muerte.
   EI segundo requisito de nuestra reconciliación con Dios era que el hombre,  que con su desobediencia se había perdido, con el remedio de su obediencia satisficiese el juicio de Dios y pagase su deuda por el pecado. Apareció, pues, nuestro Señor Jesucristo como verdadero hombre, se revistió de la persona de Adán, y tomó su nombre poniéndose en su lugar para obedecer al Padre y presentar ante su justo juicio nuestra carne como satisfacción y sufrir en ella la pena y el castigo que habíamos merecido. En resumen, como Dios solo no puede sentir la muerte, ni el hombre solo vencerla, unió la naturaleza humana con la divina para someter la debilidad de aquélla a la muerte, y así purificarla del pecado y obtener para ella la victoria con la potencia de la divina, sosteniendo el combate de la muerte por nosotros.
   De ahí que los que privan a Jesucristo de su divinidad o de su humanidad menoscaban su majestad y gloria y oscurecen su bondad. Y, por otra parte, no infieren menor injuria a los hombres al destruir su fe, que no puede tener consistencia, si no descansa en este fundamento.

   Cristo, hijo de Abraham y de David. Asimismo era necesario que el Redentor fuera hijo de Abraham y de David, como Dios lo había prometido en la Ley y en los Profetas. De lo cual las almas piadosas sacan otro fruto; a saber, que por el curso de las generaciones, guiados de David a Abraham, comprenden mucho más perfectamente que nuestro Señor es aquél Cristo tan celebrado en las predicciones de los Profetas.
    Conclusión. Mas, sobre todo conviene que retengamos, como lo acabo de decir, que el Hijo de Dios nos ha dado una excelente prenda de la relación que tenemos con Él en la naturaleza que participa en común con nosotros, y en que habiéndose revestido de nuestra carne, ha destruido la muerte y el pecado, a fin de que fuesen nuestros el triunfo y la victoria; y que ha ofrecido en sacrificio la carne que de nosotros había tomado, para borrar nuestra condenación expiando nuestros pecados, y aplacar la justa ira del Padre.

4. Refutación de una vana especulación
El que considere estas cosas con la atención que merecen, despreciará ciertas extravagantes especulaciones que llevan tras de sí a algunos espíritus ligeros y amigos de novedades. Tal es la cuestión que algunos suscitan afirmando que, aunque el género humano no hubiera tenido necesidad de redención, sin embargo, Jesucristo no hubiera dejado de encarnarse.
    Convengo en que ya al principio de la creación y en el estado perfecto de la naturaleza Cristo fue constituido Cabeza de los ángeles y de los hombres. Por eso san Pablo le llama "el Primogénito de toda creación" (Col. 1, 15). Mas como toda la Escritura claramente afirma que se ha revestido de nuestra carne para ser nuestro Redentor, sería notable temeridad imaginarse otra causa o fin distintos.
    Es cosa manifiesta que Cristo ha sido prometido para restaurar el mundo, que estaba arruinado, y socorrer a los hombres, que se habían perdido. Y así su imagen fue figurada bajo la Ley en los sacrificios, para que los fieles esperasen que Dios les sería favorable, reconciliándose con ellos por la expiación de los pecados.
    Como quiera que a través de todos los siglos, incluso antes de que la Ley fuese promulgada, jamás fue prometido el Mediador sino con sangre, de aquí deducimos que fue destinado por el eterno consejo de Dios para purificar las manchas de los hombres, porque el derramamiento de sangre es señal de reparación de las ofensas. Y los profetas no han hablado de Él, sino prometiendo que vendría para ser la reconciliación de Dios con los hombres. Bastará para probarlo el célebre testimonio de Isaías, en que dice que será herido por nuestras rebeliones, para que el castigo de nuestra paz sea sobre Él; y que será sacerdote que se ofreciese a sí mismo en sacrificio; que sus heridas serán salvación para otros, y que por haber andado todos descarriados como ovejas, plugo a Dios afligirlo, para que llevase sobre sí las iniquidades de todos (Is. 53,4-6).
    Cuando se nos dice que a Jesucristo se le ordenó por un decreto divino socorrer a: los miserables pecadores, querer investigar más allá de estos límites es ser excesivamente curioso y necio. Él mismo, al manifestarse al mundo, dijo que la causa de su venida era aplacar a Dios y llevarnos de la muerte a la vida. Lo mismo declararon los apóstoles. Por eso san Juan, antes de referir que el Verbo se hizo carne, cuenta la transgresión del hombre (Jn. 1,9-10). Pero lo mejor es que oigamos al mismo Jesucristo hablar acerca de su misión. Así cuando dice: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquél que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn. 3,16). Y: “Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán" (Jn.5,25). Y: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá" (Jn. 11,25). Y: "El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido" (Mt. 18, 1 l). Y: “Los sanos no tienen necesidad de médico" (Mt. 9,12). Sería cosa de nunca acabar querer citar todos los pasajes relativos a esta materia. Todos los apóstoles nos remiten a este principio.
    Evidentemente, si Cristo no hubiera venido para reconciliarnos con Dios, su dignidad sacerdotal perdería casi todo su sentido; ya que el sacerdote es interpuesto entre Dios y los hombres "para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados" (Heb. 5, l). No sería nuestra justicia, porque fue hecho sacrificio por nosotros para que Dios no nos imputase nuestros pecados (2 Cor. 5,19). En una palabra; sería despojarle de todos los títulos y alabanzas con que la Escritura lo ensalza. Y asimismo dejaría de ser cierto lo que dice san Pablo, que Dios ha enviado a su Hijo para que hiciese lo que la Ley no podía, a saber, que en semejanza de carne de pecado satisfaciese por nosotros (Rom.3,8). Ni tampoco sería verdad lo que el mismo Apóstol enseña en otro lugar diciendo que la bondad de Dios y su inmenso amor a los hombres se ha manifestado en que nos ha dado a Jesucristo por Redentor.
    Finalmente, la Escritura no señala ningún otro fin por el que el Hijo de Dios haya querido encarnarse, y para el cual el Padre le haya enviado, sino éste de sacrificarse, a fin de aplacar al Padre (Tit.2,14). "Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y que se predicase en su nombre el arrepentimiento" (Lc. 24,46-47). Y: "por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida.. por las ovejas. Este mandamiento recibí del Padre" (Jn. 10, 17.15.18). Y: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado" (Jn.3,14). Asimismo: “Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he llegado a esta hora" (Jn. 12,27). En todos estos pasajes claramente se indica el fin por el que se ha encarnado: para ser víctima, sacrificio y expiación de los pecados. Por esto también dice Zacarías que vino, conforme a la promesa que había hecho a los patriarcas, “paradar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte" (Lc. 1,79).
    Recordemos que todas estas cosas se dicen del Hijo de Dios, del cual san Pablo afirma que en Él "estan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col. 2,3), y fuera del cual se gloria de no saber nada (1 Cor.2,2).

5.Segunda objeción. Respuesta: Somos elegidos en Cristo antes de la creación
Quizás alguno replique que todo esto no impide que Jesucristo, si bien es cierto que ha rescatado a los que estaban condenados, hubiera podido igualmente manifestar su amor al hombre, aunque éste hubiese conservado su integridad, revistiéndose de su carne. La respuesta es fácil, ya que el Espíritu Santo declara que en el decreto eterno de Dios estaban indisolublemente unidas estas dos cosas: que Cristo fuese nuestro Redentor, y que participase de nuestra naturaleza. Con ello ya no nos es lícito andar con más divagaciones. Y si alguno no se da por satisfecho con la inmutable ordenación divina, y se siente tentado por su deseo de saber más, éste tal demuestra que no le basta con que Cristo se haya entregado a sí mismo como precio de nuestro rescate.
    San Pablo no solamente expone el fin por el cual Cristo ha sido enviado al mundo, sino que elevándose al sublime misterio de la predestinación, reprime oportunamente la excesiva inquietud y apetencia del ingenio humano, diciendo: "Nos escogió (el Padre) en El antes de la fundación del mundo, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre" (Ef. 1,4-7). Aquí no se supone que la caída de Adán haya precedido en el tiempo, pero sí se demuestra lo que Dios había determinado antes de los siglos, cuando quería poner remedio a la miseria del género humano.
    Si alguno arguye de nuevo que este consejo de Dios dependía de la ruina del hombre, que El preveía, para mí es suficiente y me sobra saber que todos aquéllos que se toman la libertad de investigar en Cristo o apetecen saber de Él más de lo que Dios ha predestinado en su secreto consejo, con su impío atrevimiento llegan a forjarse un nuevo Cristo. Con razón san Pablo, después de exponer el verdadero oficio de Cristo, ora por los efesios para que les dé espíritu de inteligencia, a fin de que comprendan la anchura, la longitud, la profundidad y la altura; a saber, el amor de Cristo que excede toda ciencia (Ef.3,16-19); como si adrede pusiese una valla a nuestro entendimiento, para impedir que se aparte lo más mínimo cada vez que se hace mención de Cristo, sino que se limiten a la reconciliación que nos ha traído. Ahora bien, siendo verdad, como lo asegura el Apóstol, que "Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores” (1 Tim. 1, 15), yo me doy por satisfecho con esto. Y como el mismo san Pablo demuestra en otro lugar que la gracia que se nos manifiesta en el Evangelio nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos (2 Tim. 1, 9), concluyo que debemos permanecer en ella hasta el fin.

    Refutación de varios alegatos de Osiander. Osiander sin razón alguna se revuelve contra esta sencillez. Si bien ya en otro tiempo se había suscitado esta cuestión, sin embargo él, de tal manera se ha soliviantado con ella, que ha perturbado infelizmente a la Iglesia.
    Acusa él de presuntuosos a los que afirman que si Adán no hubiera pecado, el Hijo de Dios no se hubiese encarnado; y da como razón, que no hay testimonio alguno en la Escritura que condene tal hipótesis. Como si san Pablo no refrenara nuestra insana curiosidad cuando, hablando de la redención que Cristo nos adquirió, nos manda seguidamente que evitemos las cuestiones necias (Tit.3,9).
    Llega a tanto el desenfreno de algunos, que movidos por un vituperable apetito de pasar por agudos y sutiles, disputan acerca de si el Hijo de Dios hubiera podido tomar la naturaleza de asno. Osiander puede pretender justificar esta cuestión - que cuantos temen a Dios miran con horror como algo detestable -, pretextando que en ningún lugar de la Escritura está expresamente condenada. ¡Como si san Pablo, cuando juzga que ninguna cosa es digna de ser conocida, sino Jesucristo crucificado (1 Cor.2,2), no se guardara muy bien de admitir un asno como autor de la salvación! Y as!, al enseñar que Cristo ha sido puesto por eterno decreto del Padre, para someter todas las cosas (Ef. 1,22), por la misma razón jamás reconocería por Cristo al que no tuviese el oficio de rescatar.

6.El principio de que tanto se gloría Osiander es totalmente infundado.
Pretende que el hombre fue creado a imagen de Dios, en cuanto fue formado según el patrón de Cristo, para representarlo en la naturaleza humana, de la cual el Padre había ya decidido revestirlo. De ahí concluye, que aunque jamás hubiera decaído Adán de su origen primero, Cristo nohubiera dejado, no obstante, de hacerse hombre.
    Toda persona de sano juicio verá cuán vano y retorcido es todo esto. Sin embargo, este hombre piensa que fue él el primero en comprender de qué modo el hombre fue imagen de Dios; a saber, en cuanto que la gloria de Dios relucía en Adán, no solamente por los excelentes dones de que le había adornado, sino porque Dios habitaba en él esencialmente. Aunque yo le conceda que Adán llevaba en sí la imagen de Dios en cuanto estaba unido a Él  -en lo cual está la verdadera y suma perfección de su dignidad ﷓, sin embargo afirmo que la imagen de Dios no se debe buscar sino en aquellas señales de excelencia con que Dios le había dotado y ennoblecido por encima del resto de los demás animales.
    En cuanto a que Jesucristo ya entonces era imagen de Dios, y por tanto, que toda la excelencia impresa en Adán procedía de esta fuente: acercarse a la gloria de su Creador por medio del Unigénito, todos de común acuerdo lo confiesan. Por tanto, el hombre fue creado a la imagen de Dios, y en él quiso el Creador que resplandeciese su gloria como en un espejo; y fue elevado a esta dignidad por la gracia de su Hijo Unigénito. Pero luego hay que añadir que este Hijo ha sido Cabeza tanto de los ángeles como de los hombres; de tal suerte que la dignidad en que el hombre fue colocado pertenecía igualmente a los ángeles; pues cuando oímos que la Escritura los llama "dioses" (Sal.82,6), no sería razonable negar que también ellos han tenido algunas notas con las cuales representaban al Padre.
    Y si Dios ha querido representar su gloria tanto en los ángeles como en los hombres, y hacerse evidente en ambas naturalezas, la humana y la angélica, neciamente afirma Osiander que los ángeles fueron pospuestos a los hombres porque no fueron hechos a la imagen de Cristo. Pero no gozarían perpetuamente de la presencia y la visión de Dios, si no fueran semejantes a Él. Y san Pablo no enseña (Col. 3, 10) que los hombres hayan sido renovados a imagen de Dios, sino para ser compañeros de los ángeles, de tal manera que todos permanezcan unidos en una sola Cabeza. Y, en fin, si hemos de dar crédito a Cristo, nuestra felicidad suprema la conseguiremos cuando en el cielo seamos semejantes a los ángeles (Mt.22,30). Y si se quiere conceder a Osiander que el principal patrón y dechado de la imagen de Dios ha sido aquella naturaleza humana que Cristo había de tomar, por la misma razón se podrá concluir al contrario, que convino que Cristo tomase la forma angélica, pues también a ellos les pertenece la imagen de Dios.

7.No tiene, pues, por qué temer Osiander, como lo afirma, que Dios sea cogido en una mentira, si no hubiera concebido el decreto inmutable de hacer hombre a su Hijo. Porque, aunque Adán no hubiera caído, nohubiera por eso dejado de ser semejante a Dios, como lo son los ángeles; y sin embargo, no hubiera sido necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre ni ángel.
    Es también infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado en su consejo inmutable antes de que Adán fuese creado, que Jesucristo había de ser hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de los hombres, su gloria hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera nacido accidentalmente, para restaurar al género humano caído; y de esta manera hubiera sido creado a la imagen de Adán. Pues, ¿por qué ha de sentir horror de lo que la Escritura tan manifiestamente enseña: que fue en todas las cosas semejante a nosotros, excepto en el pecado (Heb. 4,15)? Y por eso Lucas no encuentra dificultad alguna en nombrarlo en la genealogía de Adán (Lc. 3,38).
    Querría saber también por qué san Pablo llama a Cristo "segundo Adán" (I Cor. 15,45), sino precisamente porque el Padre lo sometió a la condición de los hombres, para levantar a los descendientes de Adán de la ruina y perdición en que se encontraban. Porque si el consejo de Dios de hacer a Cristo hombre precedió en orden a la creación, se le debía llamar primer Adán. Contesta Osiander muy seguro de sí mismo, que es porque en el entendimiento divino Cristo estaba predestinado a ser hombre y que todos los hombres fueron formados de acuerdo con Él. Mas san Pablo, por el contrario, al llamar a Cristo segundo Adán, pone entre la creación del hombre y su restitución por Cristo, la ruina y perdición que ocurrió, fundando la venida de Jesucristo sobre la necesidad de devolvernos a nuestro primer estado. De lo cual se sigue que ésta fue la causa de que Cristo naciese y se hiciese hombre.
    Pero Osiander replica neciamente que Adán, mientras permaneciera en su integridad, había de ser imagen de sí mismo y no de Cristo. Yo respondo, al revés, que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado jamás, no por eso hubiera dejado de mostrarse y resplandecer en el cuerpo y en el alma de Adán la imagen de Dios, a través de cuyos destellos siempre se hubiese visto que Jesucristo era verdaderamente Cabeza, y que tenía el primado sobre todos los hombres.
    De esta manera se resuelve la vana objeción, a la que tanta importancia da Osiander, que los ángeles hubieran quedado privados de Cabeza, si Dios no hubiera determinado que su Hijo se hiciera hombre, y ello aunque la culpa de Adán no lo hubiera exigido. Pues es una consideración del todo infundada, que ninguna persona sensata le concederá, decir que a Cristo no le pertenece el primado de los ángeles, sino en cuanto hombre, ya que es muy fácil de probar lo contrario con palabras de san Pablo, cuando afirma que Cristo, en cuanto es Verbo eterno de Dios es "el primogénito de toda creación” (Col. 1, 15); ﷓no porque haya sido creado, ni porque deba ser contado entre las criaturas, sino porque el mundo, en la excelencia que tuvo al principio, no tuvo otro origen. Además de esto, en cuanto que se hizo hombre es llamado "primogénito de entre los muertos". (Col. 1, 18). El Apóstol resume ambas cosas y las pone ante nuestra consideración, diciendo que por el Hijo fueron creadas todas las cosas, para que Él fuese señor de los ángeles; y que se hizo hombre para comenzar a ser Redentor.
    Otro despropósito de Osiander es afirmar que los hombres no tendrían a Cristo por rey, si Cristo no fuera hombre. ¡Como si no pudiera haber reino de Dios con que el eterno Hijo de Dios, aun sin hacerse hombre, uniendo a los ángeles y a los hombres a su gloria y vida celestiales, mantuviese el principado sobre ellos! Pero él sigue engañado con este falso principio, o bien le fascina el desvarío de que la Iglesia estaría sin Cabeza, si Cristo no se hubiera encarnado. ¡Como si no pudiera conservar su preeminencia entre los hombres para a gobernarlos con su divina potencia, y alimentarlos y conservarlos con la virtud secreta de su Espíritu, como a su propio cuerpo, igual que se hace sentir Cabeza de los ángeles, hasta que los llevase a gozar de la misma vida de que gozan los ángeles!
    Osiander estima como oráculos infalibles estas habladurías suyas, que hasta ahora he refutado, acostumbrado como está a embriagarse con la dulzura de sus especulaciones, y forjar triunfos de la nada. Pero él se gloría de que posee un argumento indestructible y mucho más firme que los otros: la profecía de Adán, cuando al ver a Eva, su mujer, exclamó: "Esto ahora es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn.2,23). ¿Cómo prueba que esto es una profecía? Porque Cristo en san Mateo atribuye esta sentencia a Dios. ¡Como si todo cuanto Dios ha hablado por los hombres contuviera una profecía! Según este principio, cada uno de los mandamientos encierra una profecía, pues todos proceden de Dios. Pero todavía serían peores las consecuencias, si diéramos oídos a sus desvaríos; pues Cristo habría sido un intérprete vulgar, cuyo entendimiento no comprendía más que el sentido literal, pues no trata de su mística unión con la Iglesia, sino que trae este texto para demostrar la fidelidad que debe el marido a su mujer, ya que Dios ha dicho que el hombre y la mujer habían de ser una sola carne, a fin de que nadie intente por el divorcio anular este vínculo y nudo indisoluble. Si Osiander reprueba esta sencillez, que reprenda a Cristo por no haber enseñado a sus discípulos esta admirable alegoría que él explica, y diga que Cristo no ha expuesto con suficiente profundidad lo que dice el Padre.
    Ni sirve tampoco como confirmación de su despropósito la cita del Apóstol, quien después de decir que somos "rniembros de su cuerpo", añade que esto es un gran misterio (Ef.5,30.32), pues no quiso decir cuál era el sentido de las palabras de Adán, sino que, bajo la figura y semejanza del matrimonio, quiso inducirnos a considerar la sagrada unión que nos hace ser una misma cosa con Cristo; y las mismas palabras lo indican así; pues a modo de corrección, al afirmar que decía esto de Cristo y de su Iglesia, hace distinción entre la unión espiritual de Cristo Y su Iglesia y la unión matrimonial. Con lo cual se destruye fácilmente la sutileza de Osiander.
    Por tanto, no será menester remover más este lodo, pues ha sido puesto bien de manifiesto su inconsistencia con esta breve refutación. Bastará, pues, para que se den por satisfechos cuantos son hijos de Dios, esta breve afirmación: "Cuando vino el cumplimiento del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gál.4,4).

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