CAPÍTULO V

EL PODER DE DIOS RESPLANDECE EN LA CREACIÓN DEL MUNDO y EN EL CONTINUO GOBIERNO DEL MISMO

l. Dios ha impreso las señales de su gloria en todas sus obras
    Puesto que la felicidad y bienaventuranza consiste en conocer a Dios, Él, a fin de que ninguno errase el camino por donde ir hacia esta felicidad, no solamente plantó la semilla de la religión de que hemos hablado en él corazón de los hombres, sino que de tal manera se ha manifestado en esta admirable obra del mundo y cada día se manifiesta y declara, que no se puede abrir los ojos sin verse forzado verlo. Es verdad que su esencia es incomprensible, de tal suerte que su deidad transciende todo sentimiento humano; pero Él ha inscrito en cada una de sus obras ciertas notas y señales de su gloria tan claras y tan excelsas, que ninguno, por ignorante y rudo que sea, puede pretender ignorancia. Por eso el Profeta con gran razón exclama (Sal. 104, 1-2): "Haste revestido de gloria y de magnificencia; el que se cubre de luz como de vestidura”, como si dijera que, desde que en la creación del mundo mostró su potencia, comenzó a mostrarse con ornato visible que lo hace poderosísimo y hermosísimo doquiera que miremos. Y en el mismo lugar el Profeta compara admirablemente los cielos extendidos a un pabellón real; dice que Él es el que “establece sus aposentos entre las aguas; el que pone las nubes por su carroza; el que anda sobre las alas del viento; el que hace a sus ángeles ministros, sus ministros al fuego flameante”, y como la gloria de su potencia y sabiduría aparece mucho más en lo alto, muchas veces el cielo es llamado su palacio. En cuanto a lo primero, a cualquier parte que miremos, no hay cosa en el mundo, por pequeña que sea en la que no se vea lucir ciertos destellos de su gloria. Y no podríamos contemplar de una vez esta grandísima y hermosísima obra del mundo sin quedar confusos y atónitos por la intensidad de su resplandor. Por ello, el autor de la epístola a los Hebreos (11, 3) llama al mundo, elegantemente, una visión y espectáculo de las cosas invisibles; porque su disposición, orden y concierto tan admirables, nos sirven como de espejo donde poder ver a Dios, que de otro modo es invisible. Por eso el Profeta, (Sal. 19, 1) presenta a las criaturas celestiales hablando un lenguaje que todos entienden, porque ellas dan testimonio tan clarísimo de que existe un Dios, que no hay gente, por ruda e inculta que sea, que no lo pueda entender. Exponiendo lo cual el Apóstol más vulgarmente (Rom.1, 19), dice que lo que se puede conocer de Dios les ha sido manifestado a los hombres, pues todos desde el primero hasta el último contemplan sus atributos invisibles, aun su virtud y divinidad, entendiéndola por la creación del mundo.

2. Sabios  e ignorantes pueden admirar en la creación la  sabiduría de Dios
  Infinitas son las pruebas, así en, el cielo, como en la tierra, que nos testifican su admirable sabiduría y poder. No me refiero solamente a los secretos de la naturaleza que requieren particular estudio, como son la astrología, la medicina y toda la ciencia de las cosas naturales; me refiero también a los que son tan notorios y palpables, que el más inculto y rudo de los hombres los ve y los entiende, de suerte que es imposible abrir los ojos sin ser testigo de ellos. Es verdad que los que han entendido, o al menos gustado, las artes liberales, con esta ayuda pueden entender mejor los misterios secretos de la divina sabiduría. Mas, aun así, el que jamás estudió no encontrará dificultad para ver tal arte y armonía en las obras de Dios, que le haga admirar al Creador de las mismas. Para investigar los movimientos de los planetas, para señalar su posición, para medir sus distancias, para notar sus propiedades es menester arte y pericia más exquisitas que las que comúnmente tiene el vulgo; y con la inteligencia  de estas cosas, tanto más se debe elevar nuestro entendimiento a considerar la gloria de Dios, cuanto más abundantemente se despliega su providencia. Mas, puesto que hasta los más incultos y rudos, con la sola ayuda de los ojos no pueden ignorar la excelencia de esta tan maravillosa obra de Dios, que por sí misma se manifiesta de tantas maneras y es en todo tan ordenada dentro de la variedad y ornato del cielo, está claro que no hay ninguno a quien el Señor no haya manifestado suficientemente su sabiduría. Igualmente, considerar, en detalle en la diligencia de Galeno, la composición del cuerpo humano, su conexión, proporción, belleza y uso, es en verdad propio de un ingenio sutil y vivo. Pero, como todos reconocen, el cuerpo humano muestra una estructura tan ingeniosa y singular que muy justamente su Artífice debe ser tenido como digno de toda admiración.

3. Dios no está lejos de nosotros; los mismos niños de pecho le alaban
    Por esta causa, algunos de los filósofos antiguos llamaron, no sin razón, al hombre, microcosmos, que quiere decir mundo en pequeño; porque él es una rara y admirable muestra de la gran potencia, bondad y sabiduría de Dios, y contiene en si milagros suficientes para ocupar nuestro entendimiento si no desdeñamos el considerados. Por eso san Pablo (Hch.17, 27), después de decir que aun los ciegos palpando pueden encontrar a Dios, añade que no deben buscarlo muy lejos, pues cada uno siente dentro de si sin duda alguna la gracia celestial con que son sustentados y existen. Si, pues, para alcanzar a Dios no es menester salir de nosotros, ¿qué perdón merecerá la pereza del que para conocer a Dios desdeña entrar en sí mismo, donde Dios habita? Por esta razón el profeta David, después de haber celebrado en pocas palabras el admirable nombre del Señor y su majestad, que por doquiera se dan a conocer, exclama (Sal. 8,4): "¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria?"; y (Sal. 8,2) "De la boca de los chiquitos y de los que maman fundaste la fortaleza”. Pues no solamente propone al hombre como un claro espejo de la obra de Dios, sino que dice también que hasta los niños, cuando aún son lactantes, tienen suficiente elocuencia para ensalzar la gloria de Dios, de suerte que no son menester oradores; y de aquí que él no dude en hablar de sus bocas, por estar bien preparados para deshacer el desatino de los que desean con su soberbia diabólica echar por tierra el nombre y la gloria de Dios. De ahí también lo que el Apóstol (Hch.17, 28) cita del pagano Arato, que somos del linaje de Dios, porque habiéndonos adornado con tan gran dignidad, declaró ser nuestro Padre. Y lo mismo otros poetas, conforme a lo que el sentido y la común experiencia les dictaba, le llamaron Padre de los hombres, y de hecho, nadie por su voluntad y. de buen grado se sujetará a Dios sin que, habiendo primero gustado su amor paterno, sea por Él atraído á amarle y servirle.

4. Ingratitud de los que niegan a Dios.
    Aquí se descubre la gran ingratitud de los hombres, que teniendo en sí mismos un bazar tan lleno y abastecido de tantas bellas obras de Dios, y una tienda tan llena y rica de admirables mercancías, en lugar de darle gracias, se hinchen de mayor orgullo y presunción. Sienten cuán maravillosamente obra Dios en ellos, y la experiencia les muestra con cuánta diversidad de dones y mercedes su liberalidad los ha adornado. Se ven forzados, a despecho suyo, quieran o no, a reconocer estas notas y signos de la Divinidad, que, sin embargo, ocultan dentro de sí mismos. Ciertamente no es menester salir fuera de sí a no ser que, atribuyéndose lo que les es dado del cielo, escondan bajo tierra lo que sirve de antorcha a su entendimiento para ver claramente a Dios. Y, lo que es peor, aun hoy en día viven en el mundo muchos espíritus monstruosos, que sin vergüenza alguna se esfuerzan por destruir toda semilla de la Divinidad derramada en la naturaleza humana. ¿Cuán abominable, decidme, no es este desatino, pues encontrando el hombre en su cuerpo y en su alma cien veces a Dios, so pretexto de la excelencia con que lo adornó toma ocasión para decir que no hay Dios? Tales gentes no dirán que casualmente se diferencian de los animales, pues en nombre de una Naturaleza a la cual hacen artífice y autora de todas las cosas, dejan a un lado a Dios. Ven un artificio maravilloso en todos sus miembros, desde su cabeza hasta la punta de sus pies; en esto también instituyen la Naturaleza en lugar de Dios. Sobre todo, los movimientos tan ágiles que ven en el alma, tan excelentes potencias, tan singulares virtudes, dan a entender que hay una Divinidad que no permite fácilmente ser relegada; mas los epicúreos toman ocasión de ensalzarse como si fueran gigantes u hombres salvajes, para hacer la guerra a Dios. ¿Pues qué? ¿Será menester que para gobernar a un gusanillo de cinco pies concurran y se junten todos los tesoros de la sabiduría celestial, y que el resto del mundo quede privado de tal privilegio? En cuanto a lo primero, decir que el alma está dotada de órganos que responden a cada una de sus partes, esto vale tan poco para oscurecer la gloria de Dios, que más bien hace que se muestre más. Que responda Epicuro, ya que se imagina que todo se hace por el concurso de los átomos, que son un polvo menudo del que está lleno el aire todo, ¿qué concurso de átomos hace la cocción de la comida y de la bebida en el estómago y la digiere, parte en sangre y parte en deshechos, y da tal arte a cada uno de los miembros para que hagan su oficio y su deber, como si tantas almas cuantos miembros rigiesen de común acuerdo al cuerpo?

5. Diferencia entre el alma y el cuerpo
    Pero, ¿qué me importan a mí estos puercos? Quédense en sus pocilgas. Yo hablo con los que en su vana curiosidad, forzadamente aplican el dicho de Aristóteles, para destruir la inmortalidad del alma, y para quitar a Dios su autoridad. Porque a título de que las facultades del alma son instrumentos, la ligan al cuerpo como si no pudiera subsistir sin él; engrandeciendo la Naturaleza abaten cuanto les es posible la gloria de Dios. Pero está muy lejos de la realidad que las facultades del alma, que sirven al cuerpo, estén encerradas en él. ¿Qué tiene que ver con el cuerpo saber medir el cielo, saber cuántas estrellas hay, cuán grande es cada una de ellas, qué distancia hay de una a otra, cuántos grados tienen de declinación hacia un lado u otro? No niego que la astrología sea útil y provechosa; solamente quiero mostrar que en esta maravillosa investigación de las cosas celestes, las potencias del alma: no están ligadas al cuerpo, de suerte que puedan ser llamadas instrumentos, sino que son distintas y están separadas del mismo. He propuesto un ejemplo del cual será fácil a los lectores deducir lo demás. Ciertamente, una agilidad tal y tan diversa como la que vemos en el alma para dar la vuelta al cielo y a la tierra, para unir el pasado con el porvenir, para acordarse de lo que antes ha oído, y hasta para figurarse lo que le place, y la destreza para inventar cosas increíbles, la cual es la madre y descubridora de todas las artes y ciencias admirables que existen, todo ello es testimonio certísimo de la divinidad que hay en el hombre. Y lo que es más de notar: aun durmiendo, no solamente se vuelve de un lado y otro; sino que también concibe muchas cosas buenas y provechosas, cae en la cuenta de otras, y adivina lo que ha de suceder. ¿Qué es posible decir, sino que las señales de inmortalidad que Dios ha impreso en el hombre no se pueden de ningún modo borrar? Ahora bien, ¿en qué razón cabe que el hombre sea divino y no reconozca a su Creador? ¿Será posible que nosotros, que no somos sino polvo y ceniza, distingamos con el juicio que nos ha sido dado entre lo bueno y lo malo, y no haya en el cielo un juez que juzgue? ¿Nosotros, aun durmiendo tendremos algo de entendimiento, y no habrá Dios que vele y se cuide de regir el mundo? ¿Seremos tenidos por inventores de tantas artes y tantas cosas útiles, y Dios, que es el que nos lo ha inspirado todo, quedará privado de la alabanza que se le debe? Pues a simple vista vemos que todo cuanto tenemos nos viene de otra parte y que uno recibe más y otro menos.

6. Se niega la idea filosófica de un espíritu universal que sostendría al mundo
    En cuanto a lo que algunos dicen, que existe una secreta inspiración que conserva en su ser a todo lo creado, esto no sólo es vano, sino del todo profano. Les agrada el dicho del poeta Virgilio, el cual presenta a Anquises hablando con su hijo Eneas de esta manera:

"Tú, hijo, has de saber primeramente
que al cielo, y tierra, y campo cristalino,
a estrellas, y a la luna refulgente,
sustenta un interior espíritu divino;
una inmortal y sempiterna mente
mueve la máquina del mundo de continuo;
toda en todos sus miembros infundida,
y al gran cuerpo mezclada le da vida.

Esta infusión da vida al bando humano,
y a cuantas aves vemos y animales,
y a cuantos monstruos cría el mar insano bajo de sus clarísimos cristales;
cuyas simientes tienen soberano
origen, y vigores celestiales, etc."

Todo esto es para venir a parar a esta conclusión diabólica; a saber: que el mundo creado para ser una muestra y un dechado de la gloria de Dios, es creador de sí mismo. Porque he aquí cómo el mismo autor se expresa en otro lugar, siguiendo la opinión común de los griegos y los latinos:

"Tienen las abejas de espíritu divino
una parte en sí, bebida celestial
beben (que llaman Dios) el cual universal
por todas partes va, extendido de continuo.

Por tierra y mar y por cielo estrellado
esparcido está, de aquí vienen a ver,
hombres, bestias fieras y las mansas, su ser
todo participe del ser que es Dios llamado.
Lo cual tornándose, en su primer estado
viene a restituir, la vida sin morir
volando al cielo va, todo a más subir
que con las estrellas, se quede ahí colocado".

    He aquí de qué vale para engendrar y mantener la piedad en el corazón de los hombres, aquella fría y vana especulación del alma universal que da el ser al mundo y lo mantiene. Lo cual se ve más claro por lo que dice el poeta Lucrecio, deduciéndolo de ese principio filosófico; todo conduce a no hacer caso del Dios verdadero, que debe ser adorado y servido, e imaginarnos un fantasma por Dios. Confieso que se puede decir muy bien (con tal de que quien lo diga tenga temor de Dios) que Dios es Naturaleza. Pero porque esta manera de hablar es dura e impropia, pues la Naturaleza es más bien un orden que Dios ha establecido, es cosa malvada y perniciosa en asuntos de tanta importancia, que se deben tratar con toda sobriedad, mezclar a Dios confusamente con el curso inferior de las obras de sus manos.

7. Testimonios del poder de Dios
    Por tanto, siempre que cada uno de nosotros considera su propia naturaleza, debe acordarse de que hay un Dios el cual de tal manera gobierna todas las naturalezas, que quiere que pongamos nuestros ojos en Él, que creamos en Él y que lo invoquemos y adoremos; porque no hay cosa más fuera de camino ni más desvariada que gozar de tan excelentes dones, los cuales dan a entender que hay en nosotros una divinidad, y entre tanto, no tener en cuenta a su autor, quien por su liberalidad tiene a bien concedérnoslos.
    En cuanto al poder de Dios, ¡cuán claros son los testimonios que debieran forzarnos a considerarlo! Porque no podemos ignorar cuánto poder se necesita para regir con su palabra toda esta infinita máquina de los cielos y la tierra, y con solamente quererlo hacer temblar el cielo con el estruendo de los truenos, abrasar con el rayo todo cuanto se le pone delante, encender el aire con sus relámpagos, perturbado todo con diversos géneros de tempestades y, en un momento, cuando su majestad así lo quiere, pacificarlo todo; reprimir y tener como pendiente en el aire al mar, que parece con su altura amenazar con anegar toda la tierra; y unas veces revolverlo con la furia grandísima de los vientos, y otras, en cambio, calmarlo aquietando sus olas. A esto se refieren todas las alabanzas del poder de Dios, que la Naturaleza misma nos enseña, principalmente en el libro de Job y en el de Isaías, y que ahora deliberadamente no cito, por dejarlo para otro lugar más propio, cuando trate de la creación del mundo, conforme a lo que de ella nos cuera la Escritura. Aquí solamente he querido notar que éste es el camino por donde todos, así fieles como infieles, deben buscar a Dios, a saber, siguiendo las huellas que, así arriba como abajo, nos retratan a lo vivo su imagen. Además, el poder de Dios nos sirve de guía para considerar su eternidad. Porque es necesario que sea eterno y no tenga principio, sino que exista por sí mismo, Aquel que es origen y principio de todas las cosas. Y si se pregunta qué causa le movió a crear todas las cosas al principio y ahora le mueve a conservarlas en su ser, no se podrá dar otra sino su sola bondad, la cual por sí sola debe bastarnos para mover nuestros corazones a que lo amemos, pues no hay criatura alguna, como dice el Profeta (Sal. 145,9), sobre la cual su misericordia no se haya derramado.

8. La justicia de Dios
    También en la segunda clase de las obras de Dios, a saber, las que suelen acontecer fuera del curso común de la naturaleza, se muestran tan claros y evidentes los testimonios del poder de Dios, como los que hemos citado. Porque en la administración y gobierno del género humano de tal manera ordena su providencia, que mostrándose de infinitas maneras munífico y liberal para con todos, sin embargo, no deja de dar claros y cotidianos testimonios de su clemencia a los piadosos y de su severidad a los impíos y réprobos. Porque los castigos y venganzas que ejecuta contra los malhechores, no son ocultos sino bien manifiestos, como también se muestra bien claramente protector y defensor de la inocencia, haciendo con su bendición prosperar a los buenos, socorriéndolos en sus necesidades, mitigando sus dolores, aliviándolos en sus calamidades y proveyéndoles de todo cuanto necesitan. Y no debe oscurecer el modo invariable de su justicia el que Él permita algunas veces que los malhechores y delincuentes vivan a su gusto y sin castigo por algún tiempo, y que los buenos, que ningún mal han hecho, sean afligidos con muchas adversidades, y hasta oprimidos por el atrevimiento de los impíos; antes al contrario, debemos pensar que cuando Él castiga alguna maldad con alguna muestra evidente de su ira, es señal de que aborrece toda suerte de maldades; y que, cuando deja pasar sin castigo muchas de ellas, es señal de que habrá algún día un juicio para el cual están reservadas. Igualmente, ¡qué materia nos da para considerar su misericordia, cuando muchas veces no deja de otorgar su misericordia por tanto tiempo a unos pobres y miserables pecadores, hasta que venciendo su maldad con Su dulzura y blandura más que paternal los atrae a si!

9. La providencia de Dios
    Por esta misma razón, el Profeta cuenta cómo Dios socorre de repente y de manera admirable y contra toda esperanza a aquellos que ya son tenidos casi por desahuciados: sea que, perdidos en montes o desiertos, los defienda de las fieras y los vuelva al camino, sea que dé de comer a necesitados o hambrientos, o que libre a los cautivos que estaban encerrados con cadenas en profundas y oscuras mazmorras, o que traiga a puerto, sanos y salvos, a los que han padecido grandes tormentas en el mar, o que sane de sus enfermedades a los que estaban ya rnedio muertos; sea que abrase de calor y sequía las tierras o que las vuelva fértiles con una secreta humedad, o que eleve en dignidad a los más humildes del pueblo, o que abata a los más altos y estimados. El Profeta, después de haber considerado todos esos ejemplos concluye que los acontecimientos y casos que comúnmente llamamos fortuitos, son otros tantos testimonios de la providencia de Dios, y sobre todo de una clemencia paternal; y que con ellos se da a los piadosos motivo de alegrarse, y a los impíos y réprobos se les tapa la boca. Pero, porque la mayor parte de los hombres, encenagada en sus errores, no ve nada en un escenario tan bello. el Profeta exclama que es una sabiduría muy rara y, singular considerar como conviene estas obras de Dios. Porque vemos que los que son tenidos por hombres de muy agudo entendimiento, cuando las consideran, no hacen nada. Y ciertamente por mucho que se muestre la gloria de Dios apenas se hallará de ciento uno que de veras la considere y la mire. Lo mismo podemos decir de su poder y sabiduría, que tampoco están escondidas en tinieblas. Porque su poder se muestra admirablemente cada vez que el orgullo de los impíos, el cual, conforme a lo que piensan de ordinario es invencible, queda en un momento deshecho, su arrogancia abatida, sus fortísimos castillos demolidos, sus espadas y dardos hechos pedazos, sus fuerzas rotas, todo cuanto maquinan destruido, su atrevimiento que subía hasta el mismo cielo confundido en lo más profundo de la tierra; y lo contrario, cuando los humildes son elevados desde el polvo, los necesitados del estiércol (Sal. 113,7). cuando los oprimidos y afligidos son librados de sus grandes angustias, los que ya se daban por perdidos elevados de nuevo, los infelices sin armas, no aguerridos y pocos en número, vencen In embargo a sus enemigos bien pertrechados y numerosos.
    En cuanto a su sabiduría, bien claro se encomía puesto que a su tiempo y sazón dispensa todas las cosas, confunde toda la sutileza del mundo (1 Cor. 3, 19), coge a los astutos en su propia astucia: y finalmente ordena todas las cosas conforme al mejor orden posible.

10. El verdadero conocimiento es el del corazón
    Vemos, pues, que no es menester discutir mucho ni traer muchos argumentos para mostrar qué testimonios y muestras ha dado Dios en cuanto ha creado para dar noticia de su divina majestad. Porque por esta breve relación se ve que donde quiera que esté el hombre, se le presentarán y pondrán ante los ojos, de manera que es muy fácil verlos y mostrarlos. Aquí también se ha de notar que somos invitados a un conocimiento de Dios. no tal cual muchos se imaginan, que ande solamente dando vueltas en el entendimiento en vanas especulaciones, sino que sea sólido y produzca fruto cuando arraigue y se asiente bien en nuestros corazones. Porque Dios se nos manifiesta por sus virtudes, por las cuales, cuando sentimos su fuerza y efecto dentro de nosotros, y gozamos de sus beneficios, es muy razonable que seamos afectados mucho más vivamente por este conocimiento, que si nos imaginásemos un Dios al cual ni lo viéramos ni le entendiésemos. De donde deducimos que es éste el mejor medio y el más eficaz que podemos tener para conocer a Dios: no penetrar con atrevida curiosidad ni querer entender en detalle la esencia de la divina majestad, la cual más bien hay que adorar que investigar curiosamente sino contemplar a Dios en sus obras, por las cuales se nos aproxima y hace más familiar y en cierta manera se nos comunica. En esto pensaba el Apóstol cuando dijo (Hch. 17,27﷓28) “Cierto no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos y nos i﷓novemos y somos”. Por eso David, después de confesar que "su grandeza es inescrutable" (Sal. 145, 3), al hablar luego de las obras de Dios dice que hablará de ella. Por lo cual contiene que pongamos tal diligencia en buscar a Dios, que nuestro buscarle, de tal suerte tenga suspenso de admiración nuestro entendimiento, que lo toque en lo vivo allá dentro y suscite su afición, como en cierto lugar enseña san Agustin: puesto que nosotros no lo podemos comprender, a causa de la distancia entre nuestra bajeza y su grandeza, es menester que pongamos los ojos en sus obras, para recrearnos con su bondad.

11. Necesidad de la vida eterna
    Además de eso, ese conocimiento no sólo debe incitarnos a servir a Dios, sino también nos debe recordar y llenar de la esperanza de la vida futura. Porque si consideramos que los testimonios y muestras que Dios nos ha dada mí de su clemencia como de su severidad, no son más que un comienzo y que no son perfectos, conviene que pensemos que Él no hace más que poner la levadura para amasar, según se dice, ensayarse para después hacer de veras su obra, cuya manifestación y entero cumplimiento se difiere para la otra vida. Por otra parte, viendo que los piadosos son ultrajados y oprimidos por los impíos, injuriados, calumniados, perseguidos y afrentados, y que, por otra para, los malos florecen, prosperan, y que con toda tranquilidad gozan de sus riquezas y dignidades sin que nadie les vaya a la mano, debemos concluir que habrá otra vida en la cual 6 maldad tendrá su castigo, y la justicia su merced. Y además, cuando vemos que los fieles son muchísimas veces castigados con azotes de Dios, debemos tener como cosa certísima que mucho menos escaparán los impíos en lo venidero a los castigos de Dios. Muy a propósito viene una sentencia de san Agustín: “Si todos los pecados fuesen ahora públicamente castigados, se creería que ninguna cosa se reservaba para el último juicio: por otra parte, si Dios no castigase ningún pecado públicamente, se creería que ya no hay Providencia divina”.  Al que debemos confesar que en cada una de las obras de Dios, y principalmente en el orbe, están pintadas, como en una tabla, las virtudes y poder de Dios, por las cuales todo el linaje humano es convidado y atraído a conocer a este gran Artífice y de aquí a la verdadera y perfecta felicidad. Y aunque las virtudes de Dios estén recaudas a lo vivo y se muestren en todo el mundo, solamente entendemos a lo que tienden, cuánto valen y para qué sirven, cuando descendemos a nosotros mismos y consideramos los caminos y modos en que el Señor despliega para nosotros su vida, sabiduría y virtud, y ejercita con nosotros su justicia, bondad y clemencia. Porque aunque David (Sal.92.6) se queje justamente de que los incrédulos son necios por no considerar los profundos designios de Dios en cuanto al gobierno del género humano, con todo, es certísimo lo que él mismo dice en otro lugar (Sal. 40. 11): que las maravillas de la sabiduría de Dios son mayores en número que los cabellos de nuestra cabeza. Pero ya que este argumento se tratará con orden después, lo dejaré ahora.

12. Contra la “Fortuna”
    Pero aunque Dios nos represente con cuanta claridad es pos el espejo de sus obras, tanto a sí mismo, como a su reino perpetuo, sin embargo nosotros somos tan rudos, que nos quedamos como atontados y no nos aprovechamos de testimonios tan claros. Porque respecto a la obra de] mundo tan hermosa, tan excelente y tan bien armonizada, ¿quién de nosotros al levantar los ojos al cielo o extenderlos por las diversas regiones de la tierra se acuerda del Creador y no se para más bien a contemplar las obras, sin hacer caso de su Hacedor? Y en lo que toca a aquellas cosas que ordinariamente acontecen fuera del orden y curso natural, ¿quién no piensa que 1 rueda de la Fortuna, lega y si juicio, hace dar vueltas a la buena a los hombres de arriba abajo en vez de ser regidos por la providencia de Dios? Y si alguna vez, por medio de estas cosas somos impulsados a pensar en Dios (lo cual necesariamente todos han de hacer), apenas concebimos algún sentimiento de Dios, al momento nos volvemos a los desatinos y desvaríos de la carne y corrompemos con nuestra propia vanidad la pura y auténtica verdad de Dios. En esto no convenimos: en que cada cual por su parte se entregue a sus errores y vicios particulares; en cambio, somos muy semejantes y nos parecemos en que todos, desde el mayor al más pequeño, apartándonos de Dios nos entregamos a monstruosos desatinos. Por esta enfermedad, no sólo la gente inculta se ve afectada, sino también los muy excelentes y maravillosos ingenios. ¡Cuán grandes han sido el desatino y desvarío que han mostrado en esta cuestión cuantos filósofos ha habido! Porque, aunque no hagamos mención de la mayor parte de los filósofos que notablemente erraron, ¿qué diremos de un Platón, el cual fue más religioso entre todos ellos y más sobrio, y sin embargo también erró con su esfera, haciendo de ella su idea primera? ¿Y qué habrá de acontecer a los otros, cuando los principales, que debieran ser luz para los demás, se equivocaron gravemente? Así mismo, cuando el régimen de las cosas humanas claramente da testimonios de la providencia de Dios, de tal suerte que no se puede negar, los hombres sin embargo no se aprovechan de ello más que si se dijera que la Fortuna lo dispone todo sin orden ni concierto alguno: tanta es nuestra natural inclinación al error. Estoy hablando de los más famosos en ciencia y virtud, y no de los desvergonzados que tanto hablaron para profanar la verdad de Dios. De aquí salió aquella infinidad de errores que llenó y cubrió todo el mundo; porque el espíritu de cada uno es como un laberinto, de modo que no hay por qué maravillarse, si cada pueblo ha caído en un desatino: y no solo esto, sino que casi cada hombre se ha inventado su Dios.

13. Cómo forja el hombre sus dioses
    Pues, porque la temeridad y el atrevimiento se unieron con la ignorancia y las tinieblas, apenas ha habido alguno que no se haya fabricado un ídolo a quien adorar en lugar de Dios. En verdad, igual que el agua suele bullir y manar de un manantial grande y abundante, así ha salido una Unidad de dioses del entendimiento de los hombres, según que cada cual se toma la licencia de imaginarse vanamente en Dios una cosa u otra. Y no es menester aquí hacer un catálogo de las supersticiones en que en nuestros días está el mundo envuelto y enredado, pues sería cosa de nunca acabar. Mas, aunque no diga nada, bien claramente se ve por tantos abusos y corrupción cuán horrible y espantosa es la ceguera del entendimiento humano.

14. Las especulaciones de los filósofos
    Paso por alto a la gene ordinaria, que no tiene principios ni formación; mas ¡cuán grande es la diversidad entre los mismos filósofos, que han querido, con su inteligencia y saber, penetrar los cielos! Cuanto de mayor juicio fue dotado cada uno de ellos, cuanto de mayor ciencia y sabiduría fue adornado, tanto más procuró colorear lo que dela: pero si miramos de cerca sus colores, hallaremos que no eran otra cosa que vana apariencia. Pensaron los estoicos que habían descubierto una gran cosa cuando dijeron que de todas las partes de la Naturaleza se podrían sacar diversos nombres de Dios, sin que con ello la esencia divina se desgarrara o sufriera menoscabo. ¡Como si no estuviéramos ya bastante inclinados a la vanidad, sin que nos pongan ante los ojos una infinidad de dioses, que nos aparte y lleve al error más lejos y con mayor impulso! La teología mística de los egipcios muestra también que todos ellos procuraron con diligencia que no pareciese que desatinaban sin razón. Y bien pudiera ser que en lo que ellos pretendían, la gente sencilla y no al tanto de ello se engañara a primera vista, porque nunca nadie ha inventado algo que no fuera para corromper la religión. Esta misma diversidad tan confusa, aumentó el atrevimiento de los epicúreos y demás ateos y menospreciadores de la religión para arrojar de sí todo sentimiento de Dios. Pues viendo que los más sabios y prudentes tenían entre sí grandes diferencias, y había entre ellos opiniones contrarias, no dudaron, dando por pretexto la discordia de los otros o bien la vana y absurda opinión de cada uno de ellos, en concluir que los hombres buscaban vanamente con qué atormentarse y afligirse investigando si hay Dios, pues no hay ninguno. Pensaron que lícitamente podrían hacer esto, porque era mejor negar en redondo y en pocas palabras que hay Dios, que fingir dioses inciertos y desconocidos, y por ello suscitar contiendas sin fin. Es verdad que estos tales razonan sin razón ni juicio; o por mejor decir, abusan de la ignorancia de los hombres, como de una capa, para cubrir su impiedad; pues de ninguna manera nos es lícito rebajar la gloria de Dios, por más neciamente que hablemos. Pero siendo así que todos confiesan que no hay cosa en que, así doctos como ignorantes, estén tan en desacuerdo, de aquí se deduce que el entendimiento humano respecto a los secretos de Dios es muy corto y ciego, pues cada uno yerra tan crasamente al buscar a Dios. Suelen algunos alabar la respuesta de cierto poeta pagano llamado Simónides, el cual, preguntado por Hierón, tirano de Sicilia, qué era Dios, pidió un día de término para pensar la respuesta; al día siguiente, como le preguntase de nuevo, pidió dos días más; y cada vez que se cumplía el tiempo señalado, volvía a pedir el doble de tiempo. Al fin respondió: "Cuanto más considero lo que es Dios, mayor hondura y dificultad descubro". Supongamos que Simónides haya obrado muy prudentemente al suspender su parecer en una cuestión de la que no entendía; mas por aquí se ve que si los hombres solamente fuesen enseñados por la Naturaleza, no sabrían ninguna cosa cierta, segura y claramente, sino que únicamente estarían ligados a este confuso principio de adorar al Dios que no conocían.

15. Yo hay, conocimiento natural de Dios
    Hay también que advertir que cuantos adulteran la religión (lo cual necesariamente acontece a todos los que siguen sus fantasías) se apartan y alejan del verdadero Dios. Es verdad que protestarán que no tienen tal voluntad e intención; mas poco hace al caso lo que ellos pretendan, pues el Espíritu Santo declara que son apostatas cuantos, según la ceguera de su entendimiento, ponen a los mismos diablos en lugar de Dios. Por esta razón san Pablo dice (Ef.2,12) que los efesios habían estado sin Dios hasta que. por el Evangelio, aprendieron lo que era adorar al verdadero Dios. Y esto no se debe entender de un solo pueblo, ya que en otro lugar él mismo afirma (Rom. 1,21) que todos los hombres del universo se desvanecieron en sus discursos después que la majestad del Creador se les manifestó desde la creación del mundo. Por tanto, la Escritura, a fin de dar su lugar al verdadero y único Dios, insiste muy a propósito en condenar como vanidad y mentira todo cuanto, en el pasado, los paganos e idólatras encumbraron como divinidad, y no aprueba como Dios sino al que era adorado en el monte de Sión, porque solamente allí había enseñanza especial de Dios para mantener a los hombres en la verdadera religión (Hab. 2,18﷓20). Ciertamente en el tiempo en que el Señor vivió en el mundo no había nación, excepto los judíos, que más se acercase a la verdadera religión que los samaritanos; pero con todo, sabemos por la misma boca de Cristo que ellos no sabían lo que adoraban (Jn. 4,22). De donde se sigue que estaban engañados en gran manera. Finalmente, aunque no todos hayan dado rienda suelta a vicios tan grandes y enormes, y no hayan caído en idolatrías tan claras y, evidentes, con todo nunca ha habido religión un pura y pudra fundada solamente por el sentido común de los hombres, pues aunque algunos, muy pocos, no desatinaron tanto como el vulgo, con todo, es verdad la sentencia del Apóstol (1 Cor. 2,8) “Ninguno de los príncipes de este siglo conoció la sabiduría de Dios". Pues, si los más excelentes y de más sutil y vivo juicio se han perdido de tal manera en las tinieblas, ¿qué podremos decir de la gente vulgar, que respecto a otros son la hez de la tierra? Por lo cual, no es de maravillar que el Espíritu Santo repudie y deseche cualquier manera de servir a Dios inventada por los hombres como bastarda e ¡legítima; pues toda opinión que los hombres han fabricado en su entendimiento respecto a los misterios de Dios, aunque no traiga siempre consigo una infinidad de errores, no deja de ser la madre de los errores. Porque dado el caso de que no suceda otra cosa peor, ya es un vicio grave adorar al azar a un Dios desconocido: por lo cual son condenados por boca de Cristo cuando no son enseñados por la Ley a qué Dios hay que adorar (Jn. 4,22). Y de hecho, los más sabios gobernadores del mundo que han establecido leyes nunca pasaron más allá de tener una religión admitida por público consentimiento del pueblo. Jenofonte cuenta también como Sócrates, filósofo famosísimo, alaba la respuesta que dio Apolo, en la cual manda que cada uno sirva a su dios conforme al uso y manera de sus predecesores, y según la costumbre de la tierra en que nació. ¿Y de dónde, pregunto yo, vendrá a los mortales la autoridad de definir y determinar conforme a su albedrío y parecer una cosa que trasciende y excede a todo el mundo? 0 bien, ¿quién podría estar tranquilo sobre lo ordenado por los antiguos para admitir sin dudar y sin ningún escrúpulo de conciencia el Dios que le ha sido dado por los hombres? Antes se aferrará cada uno a su parecer, que sujetarse a la voluntad de otro. Así que, por ser un nudo muy flojo y sin valor para mantenernos en la religión y servir a Dios, el seguir la costumbre o lo que nuestros antepasados hicieron, no queda sino que el mismo Dios desde el cielo dé testimonio de sí mismo.

16. Los destellos del conocimiento que podemos tener de Dios. solo sirven para hacernos inexcusables
    Veis, pues, cómo tantas lámparas encendidas en el edificio del mundo nos alumbran en vano para hacernos ver la gloria del Creador, pues de tal suerte nos alumbran, que de ninguna manera pueden por sí sedas llevarnos al recto camino. Es verdad que despiden ciertos destellos; pero perecen antes de dar plena luz. Por esta causa, el Apóstol, en el mismo lugar en que llamó a los mundos (Heb. 11, 1-3) semejanza de las cosas invisibles, dice luego que “por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios”, significando con esto que es verdad que la majestad divina, por naturaleza invisible, se nos manifiesta en tales espejos, pero que nosotros no tenemos ojos para poder verla, si primero no son iluminados allá dentro por la fe. Y san Pablo, cuando dice que (Rom. 1,20) "las cosas invisibles de Él, se echan de ver desde la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que son hechas,” no se refiere a una manifestación tal que se pueda comprender por la sutileza del entendimiento humano, antes bien, muestra que no llega más allá que lo suficiente para hacerlos inexcusables. Y aunque el mismo Apóstol dice en cierto lugar (Hch. 17,27-28) que "cierto no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos, y nos movemos y somos", en otro, un embargo, enseña de qué nos sirve esta proximidad (Hch. 14, 16-17): “En las edades pasadas ha dejado (Dios) a todas las gentes andar en sus caminos, si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, hinchiendo de mantenimiento y alegría nuestros corazones”. Así que, aunque Dios no haya dejado de dar testimonio de sí, convidando y atrayendo dulcemente a Os hombres, con su gran liberalidad, a que le conociesen, ellos, con todo, no dejaron de seguir sus caminos; quiero decir, sus errores gravísimos.

17. La causa de esta incapacidad de conocer a Dios, está en nosotros
    Ahora bien, aunque estemos desprovistos de facultad natural para obtener perfecto y claro conocimiento de Dios, sin embargo, como la falta de nuestra cortedad está dentro de nosotros, no tenemos pretexto de tergiversación ni excusa alguna, porque no podemos pretender tal ignorancia sin que nuestra propia conciencia nos convenza de negligentes e ingratos. Ni, por cierto, es excusa digna de ser admitida, que el hombre pretexte que carecía de oído para oír la verdad, ya que las mismas criaturas mudas, con voz suficientemente clara y evidente la proclaman. Si se excusare de que no tiene ojos para verla, las criaturas que no los tienen se la muestran. Si pretextare que no tiene viveza de entendimiento, todas las criaturas irracionales le enseñan. Por tanto, en cuanto a andar perdidos y vagabundos, ninguna excusa tenemos, puesto que todo cuanto Dios creó nos muestra el recto camino. Pero, aunque se deba imputar a los hombres que ellos al momento corrompan la simiente que El sembró en sus corazones para que ellos le pudiesen conocer por la admirable obra de la Naturaleza, con todo es muy gran verdad que este solo y simple testimonio, que todas las criaturas dan de su Creador, de ninguna manera basta para instruirnos suficientemente. Porque en el momento en que al contemplar el mundo saboreamos algo de la Divinidad, dejamos al verdadero Dios  y en su lugar erigirnos las invenciones y fantasías de nuestro cerebro y robarnos al Creador, que es la fuente de la justicia, la sabiduría, la bondad y la potencia, la alabanza que se le debe, atribuyéndolo a una cosa u otra. Y en cuanto a sus obras ordinarias, o se las oscurecemos, o se las volvemos al revés, de suerte que no les damos el valor que se les debe, y a su Autor le privamos de la alabanza.

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DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

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