CAPÍTULO XVII

DETERMINACIÓN DEL FIN DE ESTA DOCTRINA PARA QUE
PODAMOS APROVECHARNOS BIEN DE ELLA

1. Sentido y alcance de la providencia
Mas como el espíritu de los hombres se siente inclinado a sutilezas vanas, con gran dificultad se puede conseguir que todos aquellos que no comprenden el verdadero uso de esta doctrina no se enreden en la maraña de grandes dificultades. Por tanto será conveniente explicar aquí brevemente con qué fin nos enseña la Escritura que todo cuanto se hace está ordenado por Dios.
    Primeramente es necesario notar que la providencia de Dios ha de considerarse tanto respecto al pasado como al porvenir; luego, que de tal manera gobierna todas las cosas, que unas veces obra mediante intermediarios, otras sin ellos, y a veces contra todos los medios. Finalmente, que su intento es mostrar que Dios tiene cuidado del linaje humano, y principalmente cómo vela atentamente por su Iglesia, a la que mira más de cerca.

La providencia divina es la sabiduría misma. Hay que añadir también, que aunque el favor paternal de Dios, o su bondad, o el rigor de sus juicios, reluzcan muchas veces en todo el curso de su providencia, sin embargo las causas de las cosas que acontecen son ocultas, de modo que poco a poco llegamos a pensar que los asuntos de los hombres son movidos por el ciego ímpetu de la fortuna; o nuestra carne nos impulsa a murmurar contra Dios, como si Dios se complaciese en arrojar a los hombres de acá para allá, cual si fuesen pelotas. Es verdad que si mantenemos el entendimiento tranquilo y sosegado para poder aprender, el resultado final manifestará que Dios tiene grandísima razón en su determinación de hacer lo que hace, sea para instruir a los suyos, en la paciencia, o para corregir sus malas aficiones, o para dominar su lascivia, o para obligarlos a renunciar a sí mismos, o para despertarlos de su pereza; o, por el contrario, para abatir a los soberbios, o para confundir la astucia de los impíos y destruir sus maquinaciones. En todo caso, hemos de tener por seguro que, aunque no entendamos ni sepamos las causas, no obstante están escondidas en Dios, y por lo tanto debemos exclamar con David: "Has aumentado, oh Jehová Dios mío, tus maravillas; y tus pensamientos para con nosotros no es posible contarlos ante Ú" (Sal. 40,5). Porque, aunque en nuestras adversidades debamos acordarnos de nuestros pecados para que la misma pena nos mueva a hacer penitencia, sin embargo sabemos que Cristo atribuye a su Padre, cuando castiga a los hombres, una autoridad mucho mayor que la facultad de castigar a cada cual conforme a como lo ha merecido. Pues hablando del ciego de nacimiento dice: "No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él" (Jn.9,3). Aquí murmura nuestro carnal sentir, al ver que un niño, aun antes de haber nacido, ya en el seno materno es castigado tan rigurosamente como si Dios no se condujera humanamente con los que castiga así sin ellos merecerlo. Pero Jesucristo afirma que la gloria de su Padre brilla en tales espectáculos, con tal que tengamos los ojos limpios.

    La voluntad de Dios es la causa justísima de todo cuanto hace. Mas hemos de tener la modestia de no querer forzar a Dios a darnos cuenta y razón, sino adorar de tal manera sus juicios ocultos, que su voluntad sea para nosotros causa justísima de todo cuanto hace. Cuando el cielo está cubierto de espesísimas nubes y se levanta alguna gran tempestad, como no vemos más que oscuridad y suenan truenos en nuestros oídos y todos nuestros sentidos están atónitos de espanto, nos parece que todo está confuso y revuelto; y, sin embargo, siempre hay en el cielo la misma quietud y serenidad. De la misma manera debemos pensar, cuando los asuntos del mundo, por estar revueltos, nos impiden juzgar que estando Dios en la claridad de su justicia y sabiduría, con gran orden y concierto dirige admirablemente y encamina a sus propios fines estos revueltos movimientos. Y, en verdad, el desenfreno de muchísimos es en este punto monstruoso, pues con gran licencia y atrevimiento osan criticar las obras de Dios, pedirle cuenta de cuanto hace, penetrar y escudriñar sus secretos consejos, e incluso precipitarse a dar su parecer sobre lo que no saben, como si se tratara de juzgar los actos de un hombre mortal. Pues, ¿hay algo más fuera de razón que conducirse con modestia con nuestros semejantes prefiriendo suspender el juicio a ser tachados de temerarios, y mientras tanto mofarse audazmente de los juicios secretos de Dios, los cuales debemos admirar y reverenciar grandemente?

2.La razón de lo que no comprendemos ha de ser atribuida a ¡ajusta y oculta sabiduría de Dios
Por tanto, nadie podrá debidamente y con provecho considerar la providencia de Dios, si no considera que se trata de su creador y del que ha hecho el mundo, y se somete a Él con la humildad que conviene. De aquí viene que actualmente tantos con sus venenosas mordeduras intenten destruir esta doctrina o al menos griten contra ella, pues no quieren que Dios haga más que lo que su juicio les dicta como razonable.
    Nos imputan asimismo todas las villanías que pueden porque, no contentándonos con los mandamientos de la Ley en los que está comprendida la voluntad de Dios, decimos además que el mundo está gobernado por los ocultos designios de Dios. Como si lo que enseñarnos fuese invención nuestra, y no repitiese claramente el Espíritu Santo a cada paso esta doctrina y de diversas maneras. Mas como un cierto pudor les impide atreverse a lanzar sus blasfemias contra el cielo, para mostrar más libremente su ira fingen que contienden contra nosotros.
    Mas, si no quieren confesar que todo cuanto acontece en el mundo es gobernado por el incomprensible consejo de Dios, que me respondan con qué fin dice la Escritura que sus juicios son un abismo profundo (Sal. 36,6). Pues si Moisés declara que la voluntad de Dios no debe buscarse más allá de las nubes ni en los abismos, porque se nos expone familiarmente en la Ley (Dt. 30,11-14), síguese que hay otra voluntad oculta, la cual es comparada a un abismo profundo, de la cual habla también san Pablo, diciendo: " ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién entendió la mente del Señor? ¿0 quién fue su consejero?" (Rom. 11, 33﷓34). Es verdad que en la Ley y en el Evangelio se contienen misterios que sobrepasan en gran manera nuestra capacidad; pero como Dios alumbra a los suyos con el espíritu de inteligencia para que puedan comprender los misterios que ha querido revelar en su santa Palabra, no hay ya ningún abismo, sino camino por el cual poder marchar con seguridad, antorcha para guiar nuestros pasos, luz de vida y escuela de verdad cierta y evidente. Pero la admirable manera de gobernar el mundo con gran razón se llama abismo, porque en cuanto que no la entendemos, la debemos adorar con gran reverencia. Moisés atinadamente expuso en pocas palabras ambas cosas: “Las cosas secretas", dice, "pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos" (Dt. 29,29). Vemos, pues, cómo nos manda, no solamente ejercitarnos en meditar la Ley de Dios, sino también en levantar nuestro entendimiento para adorar su oculta providencia. Esta alteza se nos predica muy bien igualmente en el libro de Job, para humillar nuestro entendimiento. Porque, después de haber el autor disputado tan admirablemente como le era posible de las obras de Dios, recorriendo de arriba abajo esta máquina del mundo, dice al fin: "He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos; y ¡cuán leve es el susurro que hemos oído de él”(Job 26,14). Por esta causa distingue en otro lugar entre la sabiduría que reside en Dios y la manera de saber que señaló a los hombres. Porque, después de haber tratado de los secretos de la naturaleza, dice que la sabiduría es conocida solamente por Dios, y que ninguno de cuantos viven la alcanzan; mas poco después añade que se publica para que la busquen, por cuanto se ha dicho al hombre: "He aquí que el temor del Señor es la sabiduría" (Job 28,8). A esto se refería san Agustín cuando dijo: "Como no sabemos todo cuanto Dios hace de nosotros con un orden maravilloso, obramos según su ley cuando somos guiados por una buena voluntad; en cuanto a lo demás, somos guiados por la providencia de Dios, la cual es una ley inmutable".
    Si, pues, Dios se atribuye a sí mismo una autoridad y un derecho de regir el mundo para nosotros incomprensible, la regla de, la verdadera sobriedad y modestia consistirá en someternos a Él, de tal forma que su voluntad sea para nosotros la única norma de justicia y causa justísima de cuanto acontece. No me refiero a aquella voluntad absoluta de la que charlan los sofistas, separando abominablemente su justicia de su potencia, como si pudiese hacer alguna cosa contra toda justicia y equidad; sino que hablo de la providencia con que gobierna todo lo creado, de la cual no procede ninguna cosa que no sea buena y justa, aunque no sepamos la causa.

3.La providencia no destruye la responsabilidad del hombre
    Todos los que se condujeren con esta modestia, no hablarán mal contra Dios por las adversidades padecidas en el pasado, ni le echarán la culpa de sus pecados, como el rey Agamenón dice en Homero: "Yo no soy la causa, sino Júpiter y la diosa de la necesidad.” Ni, desesperados, como si se viesen forzados por el hado o la necesidad inevitable, se arrojarán a un despeñadero, como dice el joven que presenta Plauto: "La condición y suerte de las cosas es inconstante; el hado conforme a su antojo mueve a los hombres; daré, pues, con mi nave en una roca, para en ella perder mi hacienda con mi vida". Ni tampoco encubrirán sus abominaciones con el nombre de Dios, como aquel otro joven, llamado Licónides, a quien presenta el mismo poeta: "Dios", dice, “fue el impulsor; yo creo que los dioses lo quisieron, porque si ellos no lo quisieran, sé que no hubiera ocurrido". Sino que más bien preguntarán a la Escritura y aprenderán de ella qué es lo que agrada a Dios, para que teniendo *al Espíritu como guía, tiendan a ello. Y así preparados para seguir a Dios por donde quisiere llevarlos, mostrarán con las obras que no hay cosa más útil y provechosa que esta doctrina que los impíos injustamente persiguen porque algunos hacen mal uso de ella.
    Muy neciamente se alborotan los hombres mundanos revolviendo el cielo y la tierra, como suele decirse, con sus trivialidades. Si Dios, dicen, ha señalado la hora y el momento en que cada uno de nosotros ha de morir, de ningún modo lo podremos evitar; en vano, pues, nos esforzaremos en mirar por nosotros. Y así, algunos no se atreven a ponerse en camino cuando oyen decir que hay peligro de ser asaltados por los ladrones; otros envían a llamar al médico y toman medicinas para conservar la vida; otros se abstienen de alimentos fuertes, porque son enfermizos; otros temen habitar en casas que amenazan ruina; y, en general, todos buscan los medios posibles y ponen toda su diligencia en alcanzar lo que desean. Todos estos remedios, dicen, que se buscan para enmendar la voluntad de Dios, son vanos; o de lo contrario, las cosas no acaecen por su voluntad y disposición. Porque es incompatible decir que la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la paz y la guerra, y otras cosas semejantes vienen de la mano de Dios, y que los hombres con su industria las evitan o consiguen, según que las aborrezcan o deseen. Asimismo dicen que las oraciones de los fieles no solamente serían superfluas, sino incluso perversas, por pedir con ellas a Dios que provea y ponga orden en lo que su majestad ha determinado desde toda la eternidad. En fin, suprimen todo consejo y deliberación respecto al futuro, como repulsivo a la providencia de Dios, la cual sin pedirnos consejo ha determinado de una vez lo que quiere que se haga. Además, de tal manera imputan a la providencia de Dios cuanto acontece, que no tienen en cuenta al hombre que se sabe de cierto ha cometido tal cosa. Si algún malvado mata a un hombre de bien, dicen que ejecutó los designios de Dios. Si alguno roba o fornica, dicen que es ministro de la providencia de Dios, pues puso por obra lo que Él había deliberado y determinado. Si el hijo deja morir a su padre, no procurándole los remedios que necesitaba, dicen que n pudo resistir a Dios, el cual así lo había determinado de toda la eternidad De esta manera a toda clase de vicio lo llaman virtud, porque los vicio sirven para lo que Dios ha ordenado.

4.El hombre debe cuidar de la preservación de su vida
En cuanto a las cosas futuras, Salomón pone fácilmente de acuerdo con la providencia divina las deliberaciones de los hombres. Porque, as como se burla de la locura de aquellos que sin Dios se atreven a emprender todo cuanto se les antoja, como si Dios no lo rigiese todo con su mano, también en otro lugar dice así: "El corazón del hombre piensa su camino; mas Jehová endereza sus pasos" (Prov. 16,9); con lo cual da a entender que el decreto eterno de Dios no nos impide que miremos por nosotros mismos con el  favor de su buena voluntad, y que ordenemos todos nuestros asuntos. La razón de esto es evidente: porque Él, que ha limitado nuestra vida, nos ha dado los medios para conservarla; nos ha avisado de los peligros, para que no nos hallasen desapercibidos, dándonos los remedios necesarios contra ellos. Ahora, pues, vemos lo que debemos hacer: si el Señor nos ha confiado la guarda de nuestra vida, que la conservemos; si nos da los remedios, que usemos de ellos; si nos muestra los peligros, que no nos metamos temerariamente en ellos; si nos ofrece los remedios, que no los menospreciemos. Mas, dirá alguno, ningún peligro nos perjudicará, si no se ordena que nos perjudique, pues esto de ninguna manera se puede evitar. Pero, al contrario, ¿qué pasará si los peligros no son inevitables, pues el Señor nos muestra los remedios para libramos de ellos? Mira qué correlación hay entre tu argumento y el orden de la providencia de Dios. Tú deduces que no se debe huir del peligro porque, no siendo' inevitable, hemos de escapar de él aun sin preocuparnos por ello; pero el Señor, por el contrario, te manda que te guardes, porque no quiere que el peligro te resulte inevitable. Estos desatinados no consideran lo que tienen ante los ojos: que el Señor ha inspirado a los hombres la industria de aconsejarse y defenderse, y as! servir a la providencia divina conservando su vida; como, al contrario, con negligencia y menosprecio se procuran las desventuras con las que Él los quiere afligir. Porque, ¿de dónde viene que un hombre prudente, poniendo orden en sus negocios se vea libre del mal en que estaba para caer, y que el necio, por no usar de consejo, temerariamente perezca, sino de que la locura y la prudencia son instrumentos de lo que Dio' s ha determinado respecto a una y otra parte?
    Ésta es la causa por la que Dios ha querido que no conozcamos el futuro, para que al ser dudoso, nos previniéramos y no ﷓dejásemos de usar los remedios que nos da contra los peligros, hasta que, o los venzamos, o seamos de ellos vencidos. Por esto dije que la providencia de Dios no se nos descubre y manifiesta de ordinario, sino acompañada y encubierta con los medios con que Dios en cierto modo la reviste.

5.El hombre debe obedecer a la voluntad revelada de Dios
En cuanto a las cosas pasadas y que ya han acontecido, necia perversamente consideran la clara y manifiesta providencia de Dios. Si de ella, dicen, depende cuanto acontece en el mundo, entonces ni los hurtos, ni los adulterios, ni los homicidios se cometen sin que intervenga la voluntad de Dios. ¿Por qué causa, dicen, es castigado el ladrón, que ha robado a quien Dios quiso castigar con la pobreza? ¿Por qué se ha de castigar al homicida que ha matado a quien Dios quiso privar de la vida? Si todos éstos sirven a la voluntad de Dios, ¿por qué son castigados?
    Yo respondo que no sirven a la voluntad de Dios. Pues no podemos decir que quien obra con mala intención sirve a Dios, porque solamente obedece a sus propios malos deseos. Quien obedece a Dios es el que sabiendo cuál es su voluntad, procura poner por obra lo que le manda. ¿Y dónde nos lo enseña, sino mediante su Palabra? Por lo tanto, en nuestros asuntos debemos poner los ojos en la voluntad de Dios, que Él nos ha revelado en su Palabra. Dios solamente pide de nosotros lo que nos ha mandado. Si cometemos algo contra lo que nos está mandado, eso no es obediencia, sino contumacia y transgresión. Mas replican que no lo haríamos si Él no quisiese. Confieso que es así' Pero pregunto: ¿cometemos el mal con el propósito de agradarle? No; Él no nos manda tal cosa; no obstante, nosotros vamos tras el mal, sin preocuparnos de lo que Él quiere, sino arrebatados de tal manera por la furia de nuestro apetito, que deliberadamente nos esforzamos por llevarle la contraria. De esta manera, al obrar mal servimos a su justa ordenación, porque Él conforme a su infinita sabiduría sabe usar malos instrumentos para obrar bien.

Dios se sirve de los pecados como de instrumentos. Mas consideremos cuán inadecuada y necia es la argumentación de éstos. Quieren que los que cometen el pecado no sean castigados, porque no lo cometen sin que Dios lo ordene así. Pues yo digo aún más: que los ladrones, homicidas y demás malhechores son instrumentos de la providencia de Dios, de los cuales se sirve el Señor para ejecutar los designios que en sí mismo determinó; pero niego que por ello puedan tener excusa alguna. Porque, ¿cómo podrán mezclar a Dios en su propia maldad o encubrir su pecado con la justicia divina? Ninguna de estas cosas les es posible, y su propia conciencia les convence de ello de tal manera que no pueden considerarse limpios. Pues echar a Dios la culpa no lo pueden, porque en sí mismos hallan todo el mal, y en Él solamente una manera buena y legítima de servirse de su malicia. Sin embargo, dirá alguno, Él obra por medio de ellos. ¿De dónde, pregunto yo, le viene el hedor al cuerpo muerto después de que los rayos del sol lo han corrompido y abierto? Todos ven que ello se debe a los rayos del sol; sin embargo, nadie dirá por esto que los rayos hieden. Pues de la misma manera, si la materia del mal y la culpa reside en el hombre malo, ¿por qué hemos de pensar que se le pega a Dios suciedad alguna, porque Él conforme a su voluntad se sirve de un hombre malo? Por lo tanto, desechemos esta petulancia y desvergüenza, que desde lejos puede clamar contra la justicia de Dios, pero no la puede tocar.

6.Los creyentes saben que Dios ejerce su providencia para su salvación
Sin embargo, la piadosa y santa meditación de la providencia de Dios que nos dicta la piedad deshará fácilmente estas calumnias, o por mejor decir, los desvaríos de estos espíritus frenéticos, de tal manera que saquemos de ello dulce y sazonado fruto. Por ello, el alma del cristiano, teniendo por cosa certísima que nada acontece al acaso ni a la ventura, sino que todo sucede por la providencia y ordenación de Dios, pondrá siempre en Él sus ojos, como causa principal de todas las cosas, sin dejar, empero, por ello de estimar y otorgar su debido lugar a las causas inferiores. Asimismo no dudará de que la providencia de Dios está velando particularmente para guardarlo, y que no permitirá que le acontezca nada que no sea para su bien y su salvación. Y como tiene que tratar en primer lugar con hombres, y luego con las demás criaturas, se asegurará de que la providencia de Dios reina en todo. Por lo que toca a los hombres, sean buenos o malos, reconocerá que sus consejos, propósitos, intentos, facultades y empresas están bajo la mano de Dios de tal suerte, que en su voluntad está doblegarlos o reprimirlos cuando quisiere.
    Hay muchas promesas evidentes, que atestiguan que la providencia de Dios vela en particular por la salvación y el bien de los fieles. Así cuando se dice: "Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo" (Sal.55,22; 1 Pe.5,7). Y: "El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente" (Sal. 9 1, 1). Y: “El que os toca, toca a la niña de su ojo" (Zac. 2,8). Y: “Te pondré... por muro fortificado de bronce, y pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo..." (Jer. 15,20). Y: "Aunque la madre se olvide de sus hijos, yo, empero, no me olvidaré de ti" (ls.49,15).
    Más aún; éste es el fin principal a que miran las historias que se cuentan en la Biblia, a saber: mostrar que Dios con tanta diligencia guarda a los suyos, que ni siquiera tropezarán con una piedra. Y así como justamente he reprobado antes la opinión de los que imaginan una providencia universal de Dios que no se baja a cuidar de cada cosa en particular, de la misma manera es preciso ahora que reconozcamos ante todo que Él tiene particular cuidado de nosotros. Por esto Cristo, después de haber afirmado que ni siquiera un pajarito, por débil que sea, cae a tierra sin la voluntad del Padre (Mt. 10,29), luego añade que, teniendo nosotros mucha mayor importancia que los pájaros, hemos de pensar que Dios se cuida mucho más de nosotros; y que su cuidado es tal, que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, de suerte que ni uno de ellos caerá sin su licencia (Mt. 10, 30-3 l). ¿Qué más podemos desear, pues ni un solo cabello puede caer de nuestra cabeza sin su voluntad? Y no hablo solamente del género humano; pero por cuanto Dios ha escogido a la Iglesia por morada suya, no hay duda alguna que desea mostrar con ejemplos especiales la solicitud paterna¡ con que la gobierna.

7.Dios dirige los pensamientos y el corazón de los hombres para provecho de su Iglesia y de los suyos
    Por ello, el siervo de Dios, confirmado con tales promesas y ejemplos, considerará los testimonios en que se nos dice que todos los hombres están bajo la mano de Dios, bien porque sea preciso reconciliarlos, bien para reprimir su malicia y que no cause daño alguno. Porque el Señor es quien nos da gracia, no solamente ante aquellos que nos aman, sino incluso a los ojos de los egipcios (6.3,21). Y Él es quien sabe abatir de diversos modos el furor de nuestros enemigos. Porque unas veces les quita el entendimiento, a fin de que no puedan tomar ningún buen consejo; como hizo cuando, para engañar al rey Acab, le envió a Satanás, que profetizó la mentira por boca de todos los falsos profetas (1 Re. 22,22). Así también hizo con Roboam, cegándole con el consejo de los jóvenes, de tal forma que por su locura fue despojado de su reino (1 Re. 12,10.15). Otras veces, dándoles entendimiento para ver y entender lo que les conviene, de tal manera los amedranta y desanima, que no se atreven en modo alguno a hacer lo que han pensado. En fin, otras veces, después de haberles permitido intentar y comenzar a poner por obra lo que su capricho y furor les sugería, les corta a tiempo el vuelo de sus ímpetus y no les permite llevar adelante lo que pretendían. De esta manera deshizo a tiempo el consejo de Ahitofél, que hubiera sido fatal para David (2 Sm. 17,7.14). Así se cuida de guiar y dirigir todas las criaturas para bien y salvación de los suyos, incluso al mismo Diablo, el cual vemos que no se atrevió a intentar cosa alguna contra Job sin que Dios se lo permitiese y mandase (Job 1, 12).

    Podemos estar reconocidos a la bondad de Dios. Cuando consigamos este conocimiento, necesariamente se seguirá el agradecimiento de corazón en la prosperidad, y la paciencia en la adversidad, y además, una singular seguridad para el porvenir. Por tanto, todo cuanto nos aconteciere conforme a lo que deseamos, lo atribuiremos a Dios, sea que recibamos el beneficio y la merced por medio de los hombres, o de las criaturas inanimadas. Pues hemos de pensar en nuestro corazón: sin duda alguna el Señor es quien ha inclinado la voluntad de éstos a que me amen, y ha hecho que fueran instrumentos de su benignidad hacia mí. Cuando obtuviéremos buena cosecha y abundancia de los otros frutos de la tierra, consideraremos que el Señor es quien manda que el cielo llueva sobre la tierra para que ella dé fruto. Y en cualquier otra clase de prosperidad tendremos por seguro que sólo la bendición de Dios es la que hace prosperar y multiplicar todas las cosas. Estas exhortaciones no permitirán que seamos ingratos con Él.

8.Podemos ser pacientes y estar tranquilos en la adversidad sin resquemor y sin espíritu de venganza hacia nuestros enemigos
Por el contrario, si alguna adversidad nos aconteciere, al momento levantaremos nuestro corazón a Dios, único capaz de hacernos tener paciencia y tranquilidad. Si José se hubiera detenido a considerar la deslealtad de sus hermanos, nunca hubiera conservado en su corazón sentimientos fraternos hacia ellos. Mas como levantó su corazón a Dios, olvidándose de la injuria se inclinó a la mansedumbre y clemencia, de suerte que él mismo consuela a sus hermanos y les dice: "No me enviasteis acá vosotros, sino Dios me envió delante de vosotros ... para daros la vida. Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien" (Gn.45,8; 50,20). Si Job se hubiera fijado en los caldeos, por los cuales era perseguido, se hubiera sentido movido a vengarse de ellos, mas como en ello reconoce la acción de Dios, se consuela con aquella admirable sentencia: "Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1,21). De la misma manera, si David se hubiera parado a considerar la malicia de Simei, que le injuriaba y tiraba piedras, hubiera exhortado a los suyos a la venganza; mas como comprendía que Simei no hacía aquello sin que Dios le moviese a ello, los aplaca en vez de provocarlos, diciendo: "Dejadle que me maldiga, pues Jehová se lo ha dicho" (2 Sm. 16, 11). Con este mismo freno reprime en otra parte su excesivo dolor: "Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste" (Sal. 39,9).
    Si ningún remedio hay más eficaz contra la ira y la impaciencia, ciertamente no habrá sacado poco provecho el que haya aprendido a meditar en la providencia de Dios en este punto, de tal suerte que pueda siempre acordarse de aquella sentencia: El Señor lo ha querido, por tanto es necesario tener paciencia y sufrirlo; no solamente porque no es posible resistir, sino porque no quiere nada que no sea justo y conveniente.
    En resumen, cuando seamos injuriados injustamente por los hombres, no tengamos en cuenta su malicia - lo cual no conseguiría más que exasperar nuestro dolor y provocarnos a mayor venganza -, sino acordémonos de poner nuestros ojos en Dios, y aprendamos a tener por cierto que todo cuanto nuestros enemigos intentan contra nosotros ha sido permitido y aun ordenado por justa disposición de Dios.
    San Pablo, queriendo reprimir en nosotros la tendencia a devolver mal por mal, nos avisa prudentemente de que no luchamos contra carne ni sangre, sino contra un enemigo espiritual, que es el Diablo (Ef. 6,12), a fin de que nos preparemos para la lucha. Pero esta admonición de que Dios es quien arma tanto al Diablo como a todos los demás impíos, y que preside como juez que ha de dar el premio al victorioso para ejercitar nuestra paciencia, es, utilísima para aplacar el ímpetu de nuestra ira.
    Mas si las adversidades y miserias que padecemos nos vienen por otro medio distinto de los hombres, acordémonos de lo que enseña la Ley: que toda prosperidad proviene de la bendición de Dios, y que todas las adversidades son otras tantas maldiciones suyas (Dt.28). Y llénenos de terror aquella horrible amenaza: "Si anduviereis conmigo en oposición, yo también procederé en contra de vosotros" (Lv.26,23-24). Palabras con las que se pone de relieve nuestra necedad; porque nosotros según nuestro sentir carnal tenemos por cosa fortuita y sucedida al acaso todo cuanto acontece, sea bueno o malo, y no nos conmovemos con los beneficios que Dios nos hace, para servirle, ni tampoco nos sentimos incitados a arrepentirnos con sus castigos. Por esta misma razón Jeremías y Amós reprendían tan ásperamente a los judíos, pues éstos pensaban que ni el mal ni el bien provenían de la mano de Dios (Lam. 3,38; Am. 3,6). Viene a propósito lo que dice lsaías: "Yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto" (Is.45,6﷓7).

9.De la importancia y responsabilidad de las causas inferiores en el pasado y en el futuro
Sin embargo, el hombre que teme a Dios no dejará de tener en cuenta las causas inferiores. Porque aunque consideremos como ministros de la liberalidad de Dios a aquellos de quien recibimos algún beneficio o merced, no por eso hemos de tenerlos en menos, como si ellos no hubiesen merecido con su humanidad que se lo agradezcamos; por el contrario, reconoceremos que les somos deudores y les estamos obligados, y nos esforzaremos en hacer otro tanto por ellos conforme a la posibilidad y oportunidad que se nos ofreciere. En conclusión, glorificaremos y ensalzaremos a Dios por los beneficios que de Él recibimos, y lo reconoceremos como autor principal de ellos; pero también honraremos a los hombres como ministros y dispensadores de los beneficios de Dios, y nos daremos cuenta de que ha querido que nos sintamos agradecidos a ellos, pues se ha mostrado bienhechor nuestro por medio de ellos.
    Si por negligencia o inadvertencia nuestra sufrimos algún daño, tengamos por cierto que Dios así lo ha querido; sin embargo, no dejemos de echarnos la culpa a nosotros mismos. Si algún pariente o amigo nuestro, de quien habíamos de cuidar, muere por nuestra negligencia, aunque no ignoremos que había llegado al término de su vida del cual no podía pasar, sin embargo, no podemos por eso excusarnos de nuestro pecado; sino que por no haber cumplido con nuestro deber hemos de sentir su muerte como si se debiera a nuestra culpa y negligencia. Y mucho menos nos excusaremos, pretextando la providencia de Dios, cuando cometiéremos un homicidio o latrocinio por engaño o malicia deliberada; sino que en el mismo acto consideraremos como distintas la justicia de Dios y la maldad del hombre, como de hecho ambas se muestran con toda evidencia.
    En cuanto a lo porvenir, tendremos en cuenta de modo particular las causas inferiores de las que hemos hablado. Tendremos como una bendición de Dios, que nos dé los medios humanos para nuestra conservación. Por ello no dejaremos de deliberar y pedir consejo, ni seremos perezosos en suplicar el favor de aquellos que pueden ayudarnos; más bien pensaremos que cuanto las criaturas pueden ayudarnos, es Dios mismo quien lo pone en nuestras manos, y usaremos de ellas como de legítimos instrumentos de la providencia de Dios. Y como no sabemos de qué manera han de terminar los asuntos que tenemos entre manos - excepto el saber que Dios mira en todo por nuestro bien - nos esforzaremos por conseguir lo que nos parece útil y provechoso, en la medida en que nuestro entendimiento lo comprende. Sin embargo, no hemos de tomar consejo según nuestro propio juicio, sino que hemos de ponernos en las manos de Dios y dejarnos guiar por su sabiduría para que ella nos encamine por el camino recto.
    Pero tampoco hemos de poner nuestra confianza en la ayuda y los medios terrenos de tal manera, que cuando los poseamos nos sintamos del todo tranquilos, y cuando nos falten, desfallezcamos, como si ya no hubiese remedio alguno. Pues siempre hemos de tener nuestro pensamiento puesto en la providencia divina, y no hemos de permitir que nos aparte de ella la consideración de las cosas presentes. De esta manera Joab, aunque sabía que el suceso de la batalla que iba a dar dependía de la voluntad de Dios y estaba en su mano, con todo no se durmió, sino que diligentemente puso por obra lo que convenía a su cargo y era obligación suya, dejando a Dios lo demás y el resultado que tuviere a bien dar. "Esforcémonos", dice, "por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere" (2 Sin. 10,12).
    Este pensamiento nos despojará de nuestra temeridad y falsa confianza, y nos impulsará a invocar a Dios de continuo; asimismo regocijará nuestro espíritu con la esperanza, para que no dudemos en menospreciar varonil y constantemente los peligros que por todas partes nos rodean.

10. Nuestra vida es frágil y presa de mil peligros
En esto se ve la inestimable felicidad de los fieles. Innumerables so las miserias que por todas partes tienen cercada esta vida presente, cada una de ellas nos amenaza con un género de muerte. Sin ir más lejos, siendo nuestro cuerpo un receptáculo de mil especies de enfermedades, e incluso llevando él mismo en sí las causas de las mismas, doquiera que vaya el hombre no podrá prescindir de su compañía, y llevará en cierta manera su vida mezclada con la muerte. Pues, ¿qué otra cosa podemos decir, si no podemos enfriarnos ni sudar sin peligro? Asimismo a cualquier parte que nos volvamos, todo cuanto nos rodea, no sola mente es sospechoso, sino que casi abiertamente nos está amenazando y no parece sino que está intentando darnos muerte. Entremos en un barco; entre nosotros y la muerte no hay, por decirlo así, más que un paso. Subamos a un caballo; basta que tropiece, para poner en peligro nuestra vida. Si vamos por la calle, cuantas son las tejas de los tejados otros tantos son los peligros que nos amenazan. Si tenemos en la mano una espada o la tiene otro que está a nuestro lado, basta cualquier descuido para herirnos. Todas las fieras que vemos, están armadas contra nosotros. Y si nos encerramos en un jardín bien cercado donde no hay más que hermosura y placer, es posible que allí haya escondida una serpiente. Las casas en que habitamos, por estar expuestas a quemarse, durante el día nos amenazan con la pobreza, y por la noche con caer sobre nosotros. Nuestras posesiones, sometidas al granizo, las heladas, la sequía y las tormentas de toda clase, nos anuncian esterilidad y, por consiguiente, hambre. Y omito los venenos, las asechanzas, los latrocinios y las violencias, de las cuales algunas, aun estando en casa, andan tras nosotros, y otras nos siguen a dondequiera que vamos. Entre tales angustias, ¿no ha de sentirse el hombre miserable?; pues aun en vida, apenas vive, porque anda como si llevase de continuo un cuchillo a la garganta.
    Quizás alguno me diga que estas cosas acontecen de vez en cuando y muy raramente, y no a todos, y que cuando acontecen no vienen todas juntas. Confieso que es verdad; mas como el ejemplo de los demás nos amonesta que también nos pueden acontecer a nosotros y que nuestra vida no está más exenta ni tiene más privilegios que la de los demás, no podemos permanecer despreocupados, como si nunca nos hubiesen de acontecer. ¿Qué miseria mayor se podría imaginar que estar siempre con tal congoja? Y ¿no sería gran afrenta a la gloria de Dios decir que el hombre, la más excelente criatura de cuantas hay, está expuesto a cualquier golpe de la ciega y temeraria fortuna? Pero mi intención aquí es hablar de la miseria en que el hombre estaría, si viviese a la ventura, sujeto a la fortuna.

11. La fe en la providencia nos libra de todo temor
Por el contrario, tan pronto como la luz de la providencia de Dios se refleja en el alma fiel, no solamente se ve ésta libre y exenta de aquel temor que antes la atormentaba, sino incluso de todo cuidado. Porque si con razón temíamos a la fortuna, igualmente debemos sentir seguridad y valor al ponernos en las manos de Dios. Nuestro consuelo, pues, es comprender que el Padre celestial tiene todas las cosas sometidas a su poder de tal manera que las dirige como quiere y que las gobierna con su sabiduría de tal forma, que nada de cuanto existe sucede sino como Él lo ordena. E igualmente, comprender que Dios nos ha acogido bajo su amparo, que nos ha encomendado a los ángeles, para que cuiden de nosotros; y, por ello, que ni el agua, ni el fuego, ni la espada nos podrán dañar más que lo que el Señor, que gobierna todas las cosas, tuviere a bien. Porque así está escrito en el salmo: "Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día", etc. (Sal.91,3-6). De aquí nace en los santos la confianza con que se glorian: “Jehová está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (Sal. 118,6). "Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? Aunque un ejército acampe contra mi, no temerá mi corazón" (Sal. 27,13); y otros lugares. ¿De dónde les viene a los fieles tal seguridad, que nunca se les podrá quitar, sino de que cuando parece que el mundo temerariamente es trastornado de arriba abajo, ellos están ciertos de que Dios es quien hace todas las cosas y obra en todas partes, y confían en que todo lo que Él hiciere les será provechoso? Si cuando se ven asaltados o perseguidos por el Diablo o por hombres perversos, no cobrasen ánimo acordándose de la providencia de Dios y meditando en ella, no tendrían más remedio que desesperarse. Mas cuando recuerdan que el Diablo y todos los hombres malvados, de tal manera son retenidos por la mano de Dios como por un freno, que no pueden concebir mal alguno contra ellos, ni, si lo conciben, intentarlo; ni por mucho que lo intenten, ni siquiera pueden menear un dedo para poner por obra lo que han intentado, sino en cuanto Él se lo permitiere, más aún, en cuanto Él se lo ha mandado; y que no solamente los tiene apresados en sus cadenas, sino que se ven obligados a servirle como Él quiere; en todo esto encuentran suficientemente el modo de consolarse. Porque como al Señor pertenece armar su furor, ordenarlo y dirigirlo a lo que a Él le pluguiere, así también a Él sólo corresponde ponerles límites y término, para que no se desmanden atrevidamente conforme a sus malos apetitos y deseos. Persuadido de esto san Pablo, después de haber dicho en cierto lugar que Satanás había obstaculizado su camino, en otro lo atribuye al poder y permisión de Dios (I Tes. 2,18; 1 Cor. 16,7). Si solamente dijera que Satanás lo había impedido, hubiera parecido que le atribuía demasiada autoridad, como si estuviese en su mano obrar contra los designios de Dios; mas al poner a Dios por juez, confesando que todos los caminos dependen de su voluntad, demuestra a la vez que Satanás no puede cosa alguna por más que lo intente si Dios no le da licencia. Por esta misma razón David, a causa de las revueltas que comúnmente agitan la vida de los hombres, busca su refugio en esta doctrina: "En tus manos están mis tiempos" (Sal. 31,15). Podía haber dicho el curso o el tiempo de su vida, en singular; pero con la palabra "tiempos" quiso declarar que por más inconstante que sea la condición y el estado del hombre, sin embargo todos sus cambios son gobernados por Dios. Por esta causa Rezín y el rey de Israel, habiendo juntado sus fuerzas para destruir a Judá, aunque parecían antorchas encendidas para destruir y consumir la tierra, son llamados por Isaías “tizones humeantes", incapaces de otra cosa que de despedir humo (Is. 7,1﷓9). Así también el faraón, por sus riquezas, y por la fuerza y multitud de sus huestes de guerra, temido de todo el mundo, es comparado a una ballena, y sus huestes a los peces. Pero Dios dice que pescará con su anzuelo y llevará a donde quisiere al capitán y a su ejército (Ez. 29,4). En fin, para no detenerme más en esta materia, fácilmente veremos, si ponemos atención, que la mayor de las miserias es ignorar la providencia de Dios; y que, al contrario, la suma felicidad es conocerla.

12.Del sentido de los lugares de la Escritura que hablan del "arrepentimiento” de Dios
    Sería suficiente lo que hemos dicho de la providencia de Dios, para la instrucción y consuelo de los fieles ﷓ pues jamás se podría satisfacer la curiosidad de ciertos hombres vanos a quienes ninguna cosa basta, ni tampoco nosotros debemos desear satisfacerles ﷓, si no fuera por ciertos lugares de la Escritura, los cuales parecen querer decir que el consejo de Dios no es firme e inmutable, contra lo que hasta aquí hemos dicho, sino que cambia conforme a la disposición de las cosas inferiores.
    Primeramente, algunas veces se hace mención del arrepentimiento de Dios, como cuando se dice que se arrepintió de haber creado al hombre (Gn. 6,6); de haber elevado a rey a Saúl (I Sm. 15, 1 l); y que se arrepentirá del mal que había decidido enviar sobre su pueblo, tan pronto como viere en él alguna enmienda (Jer. 18,8).
    Asimismo leemos que algunas veces abolió y anuló lo que había determinado y ordenado. Por Jonás había anunciado a los ninivitas que pasados cuarenta días sería destruida Nínive (Jon. 3,4); pero luego por su penitencia cambió la sentencia. Por medio de Isaías anunció la muerte a Ezequías, la cual, sin embargo, fue diferida en virtud de las lágrimas y oraciones del mismo Ezequías (1s. 38,1﷓5; 2 Re. 20,1﷓5).
    De estos pasajes argumentan muchos que Dios no ha determinado con un decreto eterno lo que había de hacer con los hombres, sino que, conforme a los méritos de cada cual y a lo que parece recto y justo, determina y ordena una u otra cosa para cada año, cada día y cada hora.

Dios no puede arrepentirse. En cuanto al nombre de "arrepentimiento", debemos tener por inconcuso que el arrepentimiento no puede ser propio de Dios, no más que la ignorancia, el error, o la impotencia. Porque si nadie por su voluntad y a sabiendas se pone en la necesidad de arrepentirse, no podemos atribuir a Dios el arrepentimiento, a no ser que digamos que ignoraba lo que había de venir, que no lo pudo evitar, o que se precipitó en su consejo y ha dado inconsideradamente una sentencia de la cual luego ha de arrepentirse. Mas esto está tan lejos de ser propio del Espíritu Santo, que en la simple mención de “arrepentimiento" niega que Dios pueda arrepentirse, puesto que no es un hombre. Y hemos de notar que en el mismo capítulo, de tal manera se juntan estas dos cosas, que la comparación entre ambas quita del todo la contradicción que parece existir.
    Lo que dice la Escritura, que Dios se arrepiente de haber hecho rey a Saúl, es una manera figurada de hablar, que no ha de entenderse al pie de la letra. Y por esto un poco más abajo se dice: "La gloria de Israel no mentirá ni se arrepentirá, porque no es hombre para que se arrepienta” (I Sm. 15,29). Con estas palabras claramente y sin figura se confirma la inmutabilidad de Dios. Así que está claro que lo que Dios ha ordenado en cuanto al gobierno de las cosas humanas es eterno, y no hay cosa, por poderosa que sea, que le pueda hacer cambiar de parecer. Y para que nadie tuviese sospecha de la constancia de Dios, sus mismos enemigos se ven forzados a atestiguar que es constante e inmutable. Porque Balaam, lo quisiera o no, no pudo por menos que decir que Dios no es como los hombres, para que mienta, ni como hijo de hombre, para cambiar de parecer; y que es imposible que no haga cuanto dijere, y que no cumpla todo cuanto hubiere hablado (Nm. 23,19).

13. Dios nos habla de sí mismo de manera humana
¿Qué quiere decir, por lo tanto, este nombre de arrepentimiento? Evidentemente, lo mismo que todas las otras maneras de hablar que nos pintan a Dios como si fuese hombre. Porque como nuestra flaqueza no puede llegar a su altura, la descripción que de Él se nos da ha de estar acomodada a nuestra capacidad, para que la entendamos. Pues precisamente ésta es la manera de acomodarse a nosotros, representarse, no tal cual es en sí, sino como nosotros le sentimos. Aunque está exento de toda perturbación, sin embargo, declara que se enoja con los pecadores. Por lo tanto, lo mismo que cuando oímos decir que Dios se enoja no hemos de imaginarnos cambio alguno en Él, sino que hemos de pensar que esta manera de hablar se toma de nuestro modo de sentir, porque Él muestra el aspecto de una persona airada, cuando ejecuta el rigor de su justicia; de la misma manera con este vocablo "arrepentimiento" no hemos de entender más que una mutación de sus obras, porque los hombres al cambiar sus obras suelen atestiguar que les desagradan. Y así, porque cualquier cambio entre los hombres es corregir lo que les desagradaba, y la corrección viene del arrepentirse, por esta causa con el nombre de arrepentimiento o penitencia se significa la mudanza que Dios hace en sus obras, sin que por ello se cambie su consejo, ni su voluntad y afecto se inmuten; sino que lo que desde toda la eternidad había previsto, aprobado y determinado, lo lleva adelante constantemente y sin cambiar nada de como lo había ordenado, por más que a los hombres les parezca que hay una súbita mutación.

14. Las amenazas de Dios son condicionales
Por lo tanto, cuando la Sagrada Escritura cuenta que el castigo que Jonás anunció a los ninivitas les fue perdonado, y que a Ezequías se 1 prolongó la vida, después de haberle anunciado la muerte, con esto no se quiere dar a entender que Dios abrogó sus decretos. Los que así k piensan se engañan con las amenazas, las cuales, aunque se proponer simplemente y sin condición alguna, sin embargo, como se ve por el fin y el resultado, contienen una condición tácita. Porque, ¿con qué fin envió Dios a Jonás a los ninivitas para que les anunciase la destrucción de la ciudad? ¿Con qué fin anuncia por el profeta Isaías la muerte a Ezequías? Muy bien hubiera podido destruir a los mismos sin hacérselo saber. Por tanto, su intento no fue sino hacerles saber de antemano su muerte, para que de lejos la viesen venir. Y es que Él no quiso que pereciesen, sino que se arrepintiesen para no perecer. Así pues, el que Jonás profetice que Nínive había de ser destruida pasados cuarenta días, era solamente para que no fuese destruida. El que a Ezequías se le quite la esperanza de vivir más tiempo se hace para que logre más larga vida. ¿Quién no ve entonces que el Señor ha querido con estas amenzas provocar a arrepentimiento a aquellos que amenazaba, para que evitasen el castigo que por sus pecados habían merecido?
    Si esto es así, la misma naturaleza de las cosas nos lleva a sobreentender en la simple enunciación una condición tácita. Lo cual se confirma con otros ejemplos semejantes. Cuando el Señor reprendió al rey Abimelec por haber quitado la mujer a Abraham, habla de esta manera: “He aquí, muerto eres a causa de la mujer que has tomado, la cual es casada con marido" (Gn.20,3). Pero después que Abimelec se excusó, Dios le responde. así: "Devuelve la mujer a su marido; porque es profeta y orará por ti, y vivirás. Y si no la devolvieres, sabe de cierto que morirás tú, y todos los tuyos" (Gn.20,7). Aquí vemos cómo en la primera sentencia se muestra mucho más riguroso, para mejor inducirlo a restituir lo que había tomado, pero después deja ver más claramente su voluntad.
    Pues los demás lugares se han de entender de la misma manera; y no hay razón para deducir de ellos que se haya derogado cosa alguna que anteriormente se hubiera determinado, o que haya cambiado Dios lo que había publicado. Pues más bien, contrariamente, el Señor abre camino a su consejo y ordenación eterna, cuando anunciando la pena, exhorta a penitencia a aquéllos que quiere perdonar. ¡Tan lejos está de cambiar de voluntad, ni siquiera de palabra! Simplemente no manifiesta su intención palabra por palabra; y sin embargo, es bien fácil de comprender. Porque necesariamente ha dé ser verdad lo que dice Isaías: "Jehová de los ejércitos lo ha determinado, ¿y quién lo impedirá? Y su mano extendida, ¿quién la hará retroceder?” (Is. 14,27).

***

INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO PRIMERO
Biblioteca
www.iglesiareformada.com