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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO I

PLEGARIA A DIOS


1. Durante largo tiempo anduve considerando en mi interior muchos y diferentes asuntos, y tratando con empeño durante días de conocerme a mí mismo, qué debo hacer y qué he de evitar; de improviso me dijo una voz, no sé si mía o de otro, de fuera o de dentro (pues eso mismo es lo que principalmente quiero esclarecer); me dijo, pues, aquella voz:

Razón.– Veamos, pon que has hallado ya alguna verdad. ¿A quién la encomendarás para seguir adelante?

Agustín. –A la memoria.

R.– Pero ¿es lo bastante firme para retener bien tus pensamientos?

A.– Difícil me parece, o más bien, imposible.

R.– Luego es necesario escribir. Mas ¿qué te ocurre, que por tu salud te resistes al trabajo de escribir? Mira: estas cosas no se pueden dictar, pues requieren completa soledad.

A.– Verdad dices. Y por eso no sé qué hacer

R.– Pide fuerza y ayuda para lograrlo, y pon esa misma petición por escrito, para que escribiendo aumenten tus bríos. Después resume lo que vayas descubriendo en conclusiones breves. No te inquietes por lo que pida una masa de lectores; esto bastará para tus escasos conciudadanos.

A.– Lo haré así.


2. Dios, Creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien, después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame. Oh Dios, por quien todas las cosas que por sí mismas no existirían, tienden al ser. Dios, que no permites que perezca ni lo que se destruye a sí mismo. Dios, que creaste de la nada este mundo, lo más bello que contemplan los ojos. Dios, que no eres autor de ningún mal y haces que lo malo no empeore. Dios, que a los pocos que en el verdadero ser buscan refugio les muestras que el mal sólo es privación de ser. Dios, por quien la universalidad de las cosas es perfecta, aun con los defectos que tiene. Dios, por quien hasta el confín del mundo nada es disonante, pues las cosas peores hacen armonía con las mejores. Dios, a quien ama todo lo que es capaz de amar, sea consciente o inconscientemente. Dios, en quien están todas las cosas, pero sin afearte con su fealdad ni dañarte con su malicia o extraviarte con su error. Dios, que sólo los limpios has querido que posean la verdad. Dios, Padre de la Verdad, Padre de la Sabiduría y de la vida verdadera y suma, Padre de la bienaventuranza, Padre de lo bueno y hermoso, Padre de la luz inteligible, Padre que nos despiertas y nos iluminas; Padre de la Prenda que nos enseña a volver a ti.


3. A ti te invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben. Dios, verdadera y suma vida, en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios bienaventuranza, en quien, de quien y por quien son bienaventurados cuantos hay bienaventurados. Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y hermoso. Dios, Luz inteligible, en ti, de ti y por ti luce inteligiblemente todo cuanto inteligiblemente luce. Dios, cuyo reino es todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, la ley de cuyo reino también en estos reinos se describe. Dios, de quien separarse es caer; a quien volver es levantarse; permanecer en ti es hallarse firme. Dios, darte a ti la espalda es morir, volver a ti es revivir, morar en ti es vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino avisado: a quien nadie halla sino purificado. Dios, dejarte a ti es perderse; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dios, a quien nos despierta la fe, levanta la esperanza, une la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios que nos exhortas para que vigilemos. Dios, por quien discernimos los bienes de los males. Dios, por quien evitamos el mal y seguimos el bien. Dios, por quien no sucumbimos a las adversidades. Dios, a quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno. Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creímos nuestro y nuestro lo que creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los estímulos y halagos de los malos. Dios, por quien las cosas pequeñas no nos empequeñecen. Dios, por quien lo mejor de nosotros no está sujeto a lo peor. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios, que nos conviertes. Dios, que nos desnudas de lo que no es y vistes de lo que es. Dios, que nos haces dignos de ser oídos. Dios, que nos defiendes. Dios, que nos guías a toda verdad. Dios, que nos muestras todo bien, dándonos la cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves al camino. Dios, que nos llevas hasta la puerta. Dios, que haces que sea abierta a los que llaman. Dios, que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes al mundo de pecado, de justicia y juicio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios, por quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen ningún mérito delante de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los serviles y pobres elementos. Dios, que nos purificas y preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda.


4. Todo cuanto he dicho eres tú, mi Dios único. Ven Tú en mi socorro, una, eterna y verdadera sustancia, donde no hay ninguna discordancia, ni confusión, ni mudanza, ni indigencia, ni muerte, donde hay suma concordia, suma evidencia, soberano reposo, soberana plenitud y suma vida; donde nada falta ni sobra: donde el progenitor y el unigénito son una misma sustancia. Dios, a quien sirve todo lo que sirve, a quien obedece toda alma buena. Según tus leyes giran los cielos y los astros realizan sus movimientos, el sol produce el día, la luna templa la noche, y todo el mundo, según lo permite su condición material, conserva una gran constancia con las regularidades y revoluciones de los tiempos; durante los días, con el cambio de la luz y las tinieblas; durante los meses, con los crecientes y menguantes lunares; durante los años, con la sucesión de la primavera, verano, otoño e invierno; durante los lustros, con la perfección del curso solar; durante grandes ciclos, por el retorno de los astros a sus puntos de partida. Dios, por cuyas leyes eternas no se perturba el movimiento vario de las cosas mudables y con el freno de los siglos que corren se reduce siempre a cierta semejanza de estabilidad; por cuyas leyes es libre el albedrío humano y se distribuyen los premios a los buenos y los castigos a los malos, siguiendo en todo un orden fijo. Dios, de ti proceden hasta nosotros todos los bienes, tú apartas todos los males. Dios, nada existe sobre ti, nada fuera de ti, nada sin ti. Dios, todo se halla bajo tu imperio, todo está en ti, todo está contigo. Tú creaste al hombre a tu imagen y semejanza, como reconoce quien se conoce a sí mismo. Óyeme, escúchame, atiéndeme, Dios mío, Señor mío, Rey mío, Padre mío, principio y creador mío, esperanza mía, herencia mía, mi honor, mi casa, mi patria, mi salud, mi luz, mi vida. Escúchame, escúchame, escúchame según tu estilo, de tan pocos conocido.


5. Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a servir, porque tú solo riges con justicia; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que mandares. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, cuando vivía lejos de ti. Ahora comprendo la necesidad de volver a ti; ábreme la puerta, porque estoy llamando; enséñame el camino para llegar hasta ti. Sólo tengo voluntad; sé que lo caduco y transitorio debe despreciarse para ir en pos de lo seguro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto sólo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta ti. Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los que te buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la caridad. ¡Oh qué admirable y singular es tu bondad!


6.A ti vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú abandonas, la muerte se cierne sobre mí: pero tú no abandonas, porque eres el sumo Bien, y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte como se debe. Que te busque, Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí algún apetito superfluo, límpiame para que pueda verte. En cuanto a la salud corporal, no sabiendo qué utilidad puedo recabar de ella para mí o para bien de los amigos, a quienes amo, la dejo en tus manos, Padre sapientísimo y óptimo, y rogaré por esta necesidad, según oportunamente me indicares. Sólo ahora imploro tu nobilísima clemencia para que me conviertas plenamente a ti y destierres todas las repugnancias que a ello se opongan, y en el tiempo que lleve la carga de este cuerpo, haz que sea puro, magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y conocedor de tu sabiduría y digno de habitar y habitante de tu beatísimo reino. Amen, amen



CAPÍTULO II

QUÉ SE HA DE AMAR


7. A.– He rogado a Dios.

R.– ¿Qué quieres, pues, saber?

A.– Todo cuanto he pedido.

R.– Resúmelo brevemente.

A.– Deseo conocer a Dios y al alma.

R.– ¿Nada más?

A.– Nada más.

R.– Empieza, pues, a investigar. Pero dime antes a qué grado de conocimiento quieres llegar hasta decir: «basta ya».

A.– No sé cómo debe manifestárseme Dios hasta decir: «ya es suficiente», porque no creo que conozca ninguna cosa como deseo conocerlo a Él.

R.– Entonces, ¿qué hacemos? ¿No crees que primero debe determinarse el grado del saber divino a que aspiras, para que una vez logrado cese tu investigación?

A.– Así opino; pero no veo el modo de conseguirlo. ¿Acaso conozco algo semejante a Dios para poder decir: «tal como conozco esto, así quiero conocer a Dios»?

R.– Si todavía no conoces a Dios, ¿cómo sabes que no conoces nada semejante a Él?

A.– Porque si conociera algo semejante, lo amaría sin duda ninguna; y ahora sólo amo a Dios y al alma, dos cosas que ignoro.

R.– Entonces, ¿no amas a tus amigos?

A.– Amando el alma, ¿cómo no voy a amarlos?

R .– ¿Luego por esa razón, también amarás a los insectos?

A.– He dicho que amo a las almas, no a los animales.

R.– O tus amigos no son hombres o tú no los amas, pues todo hombre es animal, y tú dices que no amas a los animales.

A.– Hombres son y no los amo por ser animales, sino por ser hombres, esto es, porque tienen almas racionales, cosa que aprecio hasta en los ladrones. Porque puedo amar la razón en cada uno, aun cuando aborrezca justamente al que usa mal de lo que amo en ellos. Así, amo más a mis amigos cuanto mejor usan del alma racional, o ciertamente, cuanto mejor desean usar de ella



CAPÍTULO III

CONOCIMIENTO DE DIOS


8.R.– Está bien; pero, si alguien te dijese: «te haré conocer a Dios como conoces a Alipio», ¿no se lo agradecerías, diciendo: «Me contento con eso»?

A.– Se lo agradecería, pero no me daría por satisfecho.

R.– ¿Por qué?

A.– Porque no conozco a Dios como a Alipio, y tampoco estoy satisfecho de mi conocimiento de éste.

R.– Mira bien, pues, si no será una insolencia querer conocer suficientemente a Dios, cuando no conoces a Alipio.

A.– No vale el argumento; pues en comparación de los astros, ¿qué cosa hay más vil que mi cena? Y aun con todo, no sé qué cenaré mañana pero sí la fase lunar en que estaremos.

R.– ¿Te satisfarías, pues, con conocer a Dios como conoces el signo del curso lunar de mañana?

A.– No es bastante, porque eso pertenece a la esfera de la percepción sensible, y no sé si Dios o alguna causa natural desconocida cambiará el orden y curso lunar; y si esto acaece, se derriba en tierra toda mi previsión.

R.– ¿Y crees que eso es posible?

A.– No, pero ahora busco el saber, no la fe. Y lo que sabemos decimos bien que lo creemos; mas no todo lo que creemos lo sabemos.

R.– Entonces ¿rechazas en este asunto el testimonio de los sentidos?

A.– Totalmente,

R.– Pues a aquel amigo tuyo, todavía desconocido para ti, según afirmas, ¿cómo quieres conocerlo: con los sentidos o con el entendimiento?

A.– Lo que por los sentidos conozco de él –si es que por ellos se puede conocer algo– es de poco valor y me basta; mas aquella parte por la que le amo, esto es, el alma, quiero alcanzarla con el entendimiento.

R.– ¿Puede conocerse de otra manera?

A.– No.

R.– ¿Y te atreves a decir que desconoces a un amigo tan íntimo y familiar?

A.– ¿Por qué no? Considero ley justísima de la amistad la que prescribe amar al amigo como a sí mismo. Y como yo tampoco me conozco a mí mismo, no es ninguna injuria decir que desconozco a un amigo, sobre todo cuando ni él mismo se conoce, según creo.

R.– Si, pues, lo que quieres indagar ahora es de naturaleza intelectual, cuando te reproché como una presunción el desear conocer a Dios sin conocer a Alipio, no venía a propósito aquello de la cena y de la luna como ejemplo, por ser cosas pertenecientes al dominio de los sentidos, según dices.


CAPÍTULO IV

LA VERDADERA CIENCIA


9. R.– Pero dejemos esto a un lado; ahora respóndeme a esto: Suponiendo que sea verdad lo que de Dios han dicho Platón y Plotino, ¿te bastaría su ciencia divina?

A.– No por ser verdaderas las cosas que ellos dijeron de Dios se concluye que las poseyeran con ciencia. Pues muchos copiosamente hablan de lo que no saben, como yo mismo las cosas que expresé en la plegaria las he formulado como un deseo, lo cual sería irracional si tuviera ciencia de todo aquello; pero ¿acaso por eso no debí expresarlo? Saqué a la luz tantos conceptos sin comprenderlos, recogidos de aquí y allá, depositados en la memoria y armonizándolos con la fe, según me era posible: pero el saber es otra cosa.

R.– Dime, pues, ¿sabes en geometría lo que es una línea?

A– Ciertamente lo sé.

R.– ¿No temes a los académicos en esta persuasión?

A.– No en absoluto. Porque ellos no quieren que yerre el sabio, y yo no pertenezco a esta categoría. No temo, pues, confesar la ciencia de las cosas que conozco. Pero si, como deseo, después llego a la sabiduría, haré lo que ella me aconseje.

R.– Nada rechazo; mas para continuar nuestra indagación, como conoces la línea, ¿sabes lo que es la figura redonda que se llama esfera?

A.– Lo sé.

R.– ¿Conoces por igual la línea y la esfera, o una cosa más que otra?

A.– Igualmente las dos, pues en ninguna me engaño.

R.– ¿Y ambas las has percibido con los sentidos o con la inteligencia?

A.– Los sentidos en este punto me han servido como nave. Pues cuando me llevaron al punto que me dirigía, allí los dejé; y ya, como asentado en tierra firme, cuando comencé a pensar en estas cosas, me vacilaron por largo tiempo los pies. Por lo cual, antes me parece que se podrá navegar por tierra que alcanzar la ciencia geométrica con los sentidos, aunque a los principiantes les prestan alguna ayuda.

R.– ¿No dudas, pues, en llamar ciencia al conocimiento que tienes de estas cosas?

A.– No, con tal me lo permitan los estoicos, pues según ellos sólo el sabio posee la ciencia. Tengo la percepción de estas cosas, que se compaginan con la estulticia; pero tampoco temo a los estoicos, y afirmo que tengo ciencia de las verdades sobre las cuales me has interrogado. Sigue, pues, adelante y veamos adónde me llevas.

R.– No te apresures, pues tenemos tiempo. Procede con cautela para no hacer concesiones temerarias. Quisiera verte gozar de la posesión de algunas verdades ciertas sin temor a errar, y como si fuera poca ganancia, ¿me espoleas a acelerar la marcha?

A.– Haga Dios lo que pides y, según tu prudencia, corrígeme acremente si otra vez incurro en semejantes faltas.


10. R.– ¿Es evidente para ti que la línea longitudinalmente no puede dividirse en dos?

A.– No hay lugar a duda.

R.– ¿Y se puede cortar en sentido transversal?

A.– Mil intersecciones se pueden hacer en ella.

R.– ¿No es también evidente que del centro de la esfera no se pueden trazar ni dos círculos iguales?

A.– La misma evidencia tengo de esa verdad.

R.– Y la línea y la esfera, ¿son cosas idénticas o diversas?

A.– Muy diversas.

R.– Si, pues, igualmente conoces ambas cosas y tanto difieren entre sí, según afirmas, luego hay una ciencia indiferente de cosas diferentes.

A.– ¿Quien lo niega?

R.– Tú lo has negado hace poco pues preguntándote cómo quieres conocer a Dios hasta decir basta, me respondiste que no podías explicarlo, por no conocer ninguna cosa con que se midiera el conocimiento de Dios, pues nada semejante a Él te ofrecía la ciencia. Ahora bien ¿la línea y la esfera son semejantes?

A.– ¿Quién dice eso?

R.– Pues yo no te he preguntado si conoces algo parecido a Dios, sino si conoces algo con una ciencia tan perfecta como la que quisieras tener de Dios. Lo mismo conoces la línea que la esfera, siendo cosas diferentes entre sí. Dime, pues, si te bastará conocer a Dios como conoces una esfera geométrica, esto es, con un conocimiento cierto y seguro



CAPÍTULO V

CÓMO UNA MISMA CIENCIA PUEDE ABARCAR COSAS DIVERSAS


11. A.– Por mucho que me apremies y convenzas, no me atrevo a decir que deseo conocer a Dios como estas verdades. Porque no sólo ellas, sino la misma ciencia, me parecen diferentes. Primero, porque ni la línea ni la esfera difieren tanto entre sí que no sean abarcadas ambas por una misma disciplina. En cambio, ningún geómetra se precia de explicar a Dios. Además, si de cosas tan diversas, como son ellas y Dios, fuera idéntica la ciencia, el gozo de su conocimiento se igualaría con el gozo de conocer a Dios. Ahora bien: todo lo menosprecio en comparación de Dios, y a veces creo que, si llegase a conocerle y verle del modo que es posible, desaparecerán de mi mente todas las otras noticias de las cosas, pues ya ahora, por el amor que le tengo, apenas me vienen a la memoria.

R.– Te concedo que con el conocimiento de Dios sentirás un gozo que no te dará el de las cosas, pero eso se debe a la naturaleza de las mismas, no a la diversidad de noticia. ¿O tal vez abrazas con diferente mirada la tierra y la serenidad del cielo, aunque te agrade más la vista de la una que de la otra? Y si no se engañan los ojos, te he preguntado si es igual la certeza de tu visión del cielo y de la tierra, y tu respuesta debe ser afirmativa, aunque no te deleite la tierra como el esplendor y magnificencia del cielo.

A.– Me interesa esa analogía y me mueve a afirmar que cuanto distan en su esfera el cielo de la tierra, otro tanto aquellas verdades seguras y ciertas de las disciplinas distan de la majestad inteligible de Dios.


CAPÍTULO VI

LOS OJOS DEL ALMA CON QUE SE PERCIBE A DIOS



12. R.– Es razonable tu interés. Pues te promete la razón, que habla contigo, mostrarte a Dios como se muestra el sol a los ojos. Porque las potencias del alma son como los ojos de la mente; y los axiomas de las ciencias se asemejan a los objetos, iluminados por el sol para que puedan ser vistos, como la tierra y todo lo terreno. Y Dios es el sol que los baña con su luz. Y yo, la razón, soy para la mente como el rayo de la mirada para los ojos. No es lo mismo tener ojos que mirar, ni mirar que ver. Luego el alma necesita tres cosas: tener ojos, mirar, ver. El ojo del alma es la mente pura de toda mancha corporal, esto es, alejada y limpia del apetito de las cosas corruptibles. Y esto principalmente se consigue con la fe; porque nadie se esforzará por conseguir la salud de los ojos si no la cree indispensable para ver lo que no puede mostrársele por hallarse inquinada y débil. Y si cree que realmente, sanando de su enfermedad alcanzará la visión, pero le falta la esperanza de lograr la salud, ¿no es verdad que rechazará todo remedio, resistiéndose a los mandatos del médico?

A.– Así es ciertamente, sobre todo porque tales preceptos son difíciles para los enfermos.

R.– Ha de añadirse, pues, la esperanza a la fe.

A.– Sigo la misma opinión.

R.– Y si admite todo eso, animándole la esperanza de poderse curar, pero no desea la luz prometida y anda contenta en sus tinieblas, que con la costumbre se le han hecho agradables, ¿no es verdad que aborrecerá al médico?

A.– Ciertamente.

R.– Se requiere, pues, la tercera cosa, que es la caridad.

A.– Nada es tan necesario.

R.– Luego sin las tres cosas, ningún alma puede sanarse y habilitarse para ver, es decir, entender a Dios.


13. Así, pues, cuando ya tenga sanos los ojos, ¿qué le faltará?

A.– Mirar.

R.– La mirada del alma es la razón; pero como no todo el que mira ve, la mirada buena y perfecta, seguida de la visión, se llama virtud; así, la virtud es la recta y perfecta razón. Con todo, la misma mirada de los ojos ya sanos no puede volverse a la luz, si no permanecen las tres virtudes: la fe, haciéndole creer que en el objeto de su visión está la vida feliz; la esperanza, confiando en que lo verá, si mira bien; la caridad, queriendo contemplarlo y gozar de él. A la mirada sigue la visión misma de Dios, que es el fin de la mirada (no porque ésta cese ya, sino porque no hay más que mirar). Esta es la verdadera y perfecta virtud: la razón que llega a su fin, premiada con la vida feliz. Y la visión es un acto intelectual que se verifica en el alma como resultado de la unión del entendimiento y del, lo mismo que para la visión ocular concurren el sentido y el objeto visible, y ninguno de ellos se puede eliminar, so pena de anularla.


CAPÍTULO VII

HASTA CUÁNDO SON NECESARIAS LA FE, ESPERANZA Y CARIDAD



14. Indaguemos también si las tres cosas le serán necesarias al alma una vez lograda la visión o intelección de Dios. La fe, ¿cómo puede serle necesaria, pues lo ve? Ni la esperanza, cuando ya posee. En cambio, la caridad, lejos de perecer, está robustecida grandemente. Pues contemplando aquella hermosura soberana y verdadera le crecerá el amor, y si no fijara sus ojos con poderosa fuerza, sin retirarlos de allí para mirar a otra parte, no podría permanecer en aquella dichosísima contemplación. Pero mientras el alma habite en este cuerpo mortal, aun viendo o entendiendo perfectamente a Dios, con todo, porque también los sentidos se emplean en sus operaciones, si bien no le seduzcan, aunque sí le hagan vacilar, puede llamarse todavía fe la que se resiste a sus halagos y se adhiere al sumo Bien.

Asimismo, en esta vida, aun siendo el alma bienaventurada con el conocimiento de Dios, no obstante padece muchas molestias y espera que todas se acabarán con la muerte. Luego también la esperanza acompaña al alma mientras peregrina por este mundo. Y cuando después de la vida presente toda se recoja en Dios, quedará la caridad con que se permanece allí. Pues no puede llamarse fe aquella adhesión a la verdad, libre ya de todo peligro de error, ni se ha de esperar algo, donde todo se posee. Luego tres condiciones son necesarias al alma: que esté sana, que mire, que vea. Las otras tres, fe, esperanza y caridad, son indispensables para lo primero y segundo. Para conocer a Dios en esta vida, igualmente las tres son necesarias; y en la otra vida sólo subsiste la caridad.



CAPÍTULO VIII

CONDICIONES PARA CONOCER A DIOS



15. Y ahora, según nos permite el tiempo, recibe sobre Dios alguna enseñanza derivada de aquella analogía de las cosas sensibles. Ciertamente Dios es inteligible, y también son inteligibles aquellos objetos del saber; sin embargo, difieren mucho entre sí. Pues también la tierra es visible, y la luz; pero la tierra no puede verse si no está iluminada por la luz. Luego lo que se enseña en las ciencias –y que sin ninguna duda tenemos como verdades certísimas–, hay que pensar que no se puede entender sin la iluminación de otra especie de sol que le es propia. Así pues, tal como en el sol visible podemos notar tres cosas: que existe, que esplende, que ilumina; del mismo modo, en aquel secretísimo Dios, a cuyo conocimiento aspiras, tres se han de considerar: que existe, que es inteligible y que hace que las demás cosas se entiendan. Me atrevo, pues, a enseñarte estas dos cosas: tú mismo y Dios que te hace entender. Pero antes respóndeme qué te parece lo dicho, ¿lo consideras cosa probable o verdadera?

A.– Claramente probable; pero confieso que alcanzo una esperanza mayor; pues a parte de aquellas proposiciones relativas a la línea y la esfera, nada me has dicho, a lo que me atreva dar el nombre de ciencia.

R.– No es de extrañar, porque hasta ahora no te he ofrecido ninguna cosa que se te imponga con esa clase de percepción.



CAPÍTULO IX

EL AMOR PROPIO


16. Pero ¿por qué nos detenemos? Emprendamos la marcha y primero veamos si estamos sanos.

A.– A ti te corresponde examinar, si puedes echar alguna mirada sobre ti o sobre mí. Yo iré respondiendo a tus preguntas lo que pienso.

R.– ¿Amas alguna cosa fuera del conocimiento de tu alma y Dios?

A.– Podría responderte que no amo nada más, según mi sentimiento actual; pero me parece más seguro decir que no lo sé. Pues por repetida experiencia sé que cosas que tenía por indiferentes, cuando me vinieron a la mente me impresionaron mucho más de lo que presumía; y otras que en el pensamiento no me hacían mella, en la realidad me han perturbado más de lo que pensaba. En el estado actual, a mi parecer, sólo me turbarían tres cosas: el miedo a perder a quienes amo, el miedo al dolor y el miedo a la muerte.

R.– Amas, pues, la vida en compañía de tus seres más queridos, la buena salud y la vida temporal del cuerpo, pues de lo contrario no temerías perderlas.

A.– Reconozco que es así.

R.– Luego ahora el no hallarse presentes todos tus amigos ni ser satisfactoria tu salud causan turbación a tu alma; creo que también esto se sigue lógicamente.

A.– Discurres bien; no lo puedo negar.

R.– Y si de improviso experimentases una mejoría corporal y vieses aquí a todos los amigos disfrutando de libre reposo, ¿no te gozarás y darás saltos de alegría? A.– ¿Por qué negarlo? Sobre todo si, como dices todo llega de improviso, ¿cómo podría contenerme, cómo disimular esa alegría?

R.– Luego todavía eres movido por todas las pasiones y perturbaciones del alma. ¿No será, pues, un atrevimiento mirar con tales ojos al sol?

A.– Me arguyes como si no reconociera ningún progreso en el estado de mi salud ni supiera cuánta enfermedad contagiosa se ha curado y cuánta queda todavía. Permíteme hacer esta concesión.



CAPÍTULO X

EL AMOR DE LAS COSAS CORPORALES Y EXTERNAS



17. R.– ¿No has notado cómo aun los ojos sanos del cuerpo se ofuscan y retroceden con el reverbero del sol para buscar el alivio de la obscuridad? Tú pones los ojos en lo que has adelantado, mas no piensas en lo que deseas ver. Pero examinemos los progresos que piensas haber realizado. ¿No deseas poseer algunas riquezas?

A.– No es de ahora mi renuncia a ellas. Ya tengo treinta y tres años, y hace unos catorce que dejé de desearlas. Si acaso se me ofrecieran, sólo me serviría de ellas para mi sustento necesario y el uso liberal. Un libro de Cicerón me persuadió fácilmente de que no se deben desear las riquezas, y en caso de que lleguen, se han de administrar con suma cautela y prudencia.

R.– ¿Y los honores?

A.– Confieso que ahora he dejado de ambicionarlos, casi en estos días.

R.– ¿Y qué me dices de la mujer? ¿No te complacería tener una esposa bella, modesta, complaciente, instruida o tal que pudieras tú fácilmente instruirla; y que te trajese al matrimonio una dote suficiente, no para enriquecerte, pues aborreces las riquezas, pero sí para llevar una vida desahogada, libre de molestias y cargas?

A.– Por muy bien que me la pintes, enjoyándola de mil prendas, nada tan lejos de mi propósito como la vida conyugal, pues siento que nada derriba la fortaleza viril tanto como los halagos femeninos y aquel contacto corporal sin el que no se puede tener esposa. Y si al oficio del sabio incumbe la formación de los hijos –cosa que no he averiguado todavía–, y con este fin solamente busca el blando yugo, eso me parece cosa de admirar, pero no de imitar. Hay más peligro en intentarlo que dicha en lograrlo. Por lo cual, mirando por la libertad de mi espíritu, justa y útilmente me he impuesto no desear, no buscar, no tomar mujer.

R.– No te pregunto por tus decisiones, sino si luchas todavía o has vencido la pasión sensual. Estoy explorando si están sanos tus ojos.

A.– En este punto nada deseo, nada solicito; y desprecio con horror tales cosas. ¿Qué más quieres? Y noto en mí un progreso creciente todos los días, pues cuanto más ardo en deseos de contemplar aquella soberana hermosura incorruptible, tanto más se vuelven a ella todo mi amor y mis deseos.

R.– ¿Y qué hay del gusto de los manjares? ¿Cuánto ocupa tu atención?

A.– No me inquietan nada aquellos de que no tengo intención de privarme. Los que tomo en efecto me deleita saborearlos; pero sin ninguna afección de mi parte, se retiran de la mesa después de vistos o gustados. Cuando no los tengo presentes, no se mezcla este apetito ni viene a turbar mis pensamientos. No preguntes, pues, nada de manjares, bebidas, baños y otras cosas pertenecientes al deleite corporal; sólo las deseo en cuanto contribuyen a la salud del cuerpo.



CAPÍTULO XI

EL USO DE LOS BIENES EXTERIORES


18. R.– Mucho has progresado; con todo, los apegos que aún tienes te impiden mucho ver aquella luz. Y ahora aplico un medio fácil para demostrar una de estas dos cosas: o que nada nos resta por refrenar o que nada hemos aprovechado, quedando aún toda la corrupción interior que creíamos extirpada. Porque te pregunto: Si te persuaden de que es imposible consagrarse al estudio de la sabiduría con tus más queridos amigos sin una buena base económica, ¿no desearás las riquezas?

A.– Convengo en ello.

R.– Y si te convencen igualmente de que, para comunicar a muchos tu sabiduría, te conviene reforzar tu autoridad con un cargo honroso, y que tus mismos familiares, para moderarse en sus costumbres y dedicarse intensamente a la investigación de la verdad divina, han de ser también honrados, y que todo esto sólo se puede lograr con su honor y dignidad, ¿no ambicionarás estas ventajas, trabajando por lograrlas?

A.– Así es, como dices.

R.– Acerca de la mujer ya no insisto, pues tal vez no hay necesidad de llegar al vínculo matrimonial; con todo, si con el generoso y rico patrimonio de tu mujer pueden sustentarse todos los que en tu compañía viven, dando ella su consentimiento para ese fin de la vida común, y si, además, aporta la nobleza del linaje, tan útil para los honores, según me has concedido, ¿tendrás entonces fuerza para renunciar a estas ventajas?

A.– Pero ¿cuándo puedo yo esperar estas cosas?

19. R.– Me replicas como si yo inspeccionara tus esperanzas. Y no te pregunto por lo que, siéndote negado, no te seduce, sino por lo que te deleitaría en caso de ofrecérsete; pues una cosa es la infección extirpada, otra la adormecida. A este propósito vale lo de algún sabio que dice: los necios son insensatos, como el cieno es fétido, aunque no hiede si no se revuelve. Importa mucho saber si la codicia de espíritu queda marginada por desesperación, o eliminada por la fuerza de la salud.

A.– Aunque no puedo responderte, nunca me persuadirás según la disposición interior que ahora tengo de no haber adelantado nada.

R.– Discurres así porque, aunque pudieras desear esas cosas, no te parecen apetecibles por sí mismas, sino por otros bienes ajenos a ellas.

A.– Eso mismo quería decirte, porque cuando deseé las riquezas, mi corazón se iba tras ellas para ser rico, y los honores, que ahora me dejan indiferente, por no sé qué brillo suyo, me seducían; y en el deseo y atractivo de la mujer busqué siempre el deleite con la buena fama. Sentía entonces verdadera pasión por estas cosas; ahora las menosprecio; con todo, si se me ofrecen como un camino necesario para ir a donde quiero, entonces, más bien que desearse, han de tolerarse.

R.– Muy bien; también yo creo que no debe llamarse codicia el deseo de las cosas que se buscan como medio para lograr otras.


CAPÍTULO XII

CÓMO TODOS LOS DESEOS Y PASIONES DEBEN ORDENARSE AL SUMO BIEN


20. Pero te pregunto: ¿por qué quieres que vivan o permanezcan contigo tus amigos, a quienes amas?

A.– Para buscar en amistosa concordia el conocimiento de Dios y del alma. De este modo, los primeros en llegar a la verdad pueden comunicarla sin trabajo a los otros.

R.– ¿Y si ellos no quieren dedicarse a estas ocupaciones?

A.– Les moveré con razones a dedicarse.

R.– ¿Y si no puedes lograr tu deseo, sea porque creen que ya lo hallaron, sea porque tienen por imposible su hallazgo, o porque andan con otras preocupaciones y cuidados?

A.– Entonces viviré con ellos y ellos conmigo, según podamos.

R.– ¿Y si te distraen de la indagación de la verdad con su presencia? Si no logras cambiarlos, ¿no trabajarás y preferirás estar sin ellos que con ellos de esa manera?

A.– Ciertamente.

R.– Luego no quieres su vida y compañía por sí misma, sino como medio de alcanzar con ellos la verdad.

A.– Lo mismo pienso yo.

R.– Y si tuvieras certeza de que tu misma vida era un obstáculo al alcance de la sabiduría, ¿querrías prolongarla?

A.– Antes bien, querría desprenderme de ella.

R.– Y si te convencieran de que tanto abandonando cl cuerpo como viviendo con él, se puede llegar al ideal de la sabiduría, ¿procurarías disfrutar de lo que anhelas aquí o en el más allá?

A.– Me tendría sin cuidado, con tal de saber que ningún mal puede sobrevenirme, haciéndome retroceder en el progreso que tengo hecho.

R.– Luego ahora temes la muerte, porque no te venga mayor daño que te impida el conocimiento de Dios.

A.– No sólo temo que se me arrebate lo ganado, sino que se me cierre el acceso a nuevos hallazgos a que aspiro, si bien creo que nadie me arrebatará lo que ya poseo.

R.– Luego esta misma vida no la deseas por sí misma, sino como un medio para la sabiduría.

A.– Así es.


21. R.– Resta ahora examinar el dolor corporal que tal vez te conturbe.

A.– No lo temo, sino porque me impide la investigación de la verdad. En efecto, estos días, acometido de un agudísimo dolor de dientes, sólo podía ocupar el pensamiento en cosas sabidas, impedido para dedicarme a la búsqueda de otras nuevas para las cuales era necesaria toda la atención de ánimo; no obstante eso, opinaba que si el fulgor de aquella Verdad se hubiera derramado en mi mente, no hubiera sentido el dolor o lo hubiera tolerado como poca cosa. Pero como ninguno he padecido hasta ahora tan fuerte, pensando en otros más agudos que pueden venir, me arrimo a Cornelio Celso, según el cual el sumo Bien es la sabiduría y el sumo mal el dolor del cuerpo. Y discurre él así: de dos partes estamos compuestos: de alma y cuerpo, y la mejor es el alma, y la más vil el cuerpo; y el sumo Bien es lo mejor de la porción excelente, y el sumo mal lo peor de la porción inferior; y es lo mejor en el alma la sabiduría y lo pésimo en el cuerpo el dolor. Conclúyese, pues, evidentemente que el sumo Bien lo constituye la sabiduría y el sumo mal los padecimientos corporales.

R.– Más tarde volveremos a este punto. Tal vez nos persuadirá de otra cosa la misma sabiduría que es nuestro ideal. No obstante, si demuestra esta verdad acerca del soberano Bien y del sumo mal, la abrazaremos sin titubeos.



CAPÍTULO XIII

CÓMO Y POR QUÉ GRADOS SE ESCALA A LA SABIDURÍA. EL AMOR VERDADERO



22. Indagamos ahora cuánto amas la sabiduría, a la que deseas contemplar y abrazar sin ningún velo, tal como se ofrece sólo a sus muy raros y privilegiados amantes. Si amaras a una mujer hermosa y ella averiguase que tenías puesto el amor en otras cosas, fuera de su persona, con razón se te negaría; ¿crees que la hermosura castísima de la sabiduría se te mostrará si no es el objeto único de tu deseo?

A.– ¡Miserable de mí! ¿Por qué, pues, se me priva de su vista, prolongándose el tormento de mi deseo? Ya he demostrado que ningún otro amor me domina, porque lo que no se ama por sí mismo, no se ama. Yo amo sólo la sabiduría por sí misma, y las demás cosas deseo poseerlas o temo que me falten sólo por ella: la vida, el reposo, los amigos. ¿Y qué límite puede haber en el amor de aquella Hermosura, por la cual no sólo no envidio a los demás, sino deseo multiplicar a sus amadores que conmigo la pretendan, conmigo la busquen, conmigo la posean, conmigo la gocen, siendo para mí tanto más amigos cuanto mas común nos sea nuestra amada?


23. R.– Tales deben ser los aspirantes a la Sabiduría. A tales busca ella para su casta y limpia unión. Pero no es único el camino que allí conduce, pues cada cual, según su estado de salud y de fuerza, abraza aquel singular y verdadero bien. Ella es cierta luz inefable e incomprensible de las inteligencias. Que la luz ordinaria nos enseñe, en lo que puede, cómo es aquella. Hay ojos tan sanos y vigorosos que, después de abrirse, pueden mirar de hito en hito sin parpadear al mismo sol. Para éstos, la misma luz es salud, no necesitan magisterio, sino tan sólo alguna amonestación. Bástales creer, esperar y amar. Otros, al contrario, se deslumbran con la misma luz que desean contemplar tan ardientemente, y sin conseguir lo que quieren, muchas veces vuelven a la sombra con gusto. A éstos, aunque se mejoren, hasta considerarse sanos, es peligroso mostrarles lo que no pueden ver aún. Hay que ejercitarlos pues antes, su amor debe nutrirse con una conveniente dilación. Primero se les mostrarán objetos opacos, pero bañados con la luz, como un vestido, un muro, algo semejante. Han de pasar después a fijar la vista en cosas que brillan con mayor belleza no por sí mismas, sino con el reverbero solar, como el oro, la plata y cosas similares, cuyo reflejo no dañe a los ojos. Entonces, con moderación, se les podrá mostrar el fuego terreno, y sucesivamente los astros, la luna, el rosicler de la aurora y el cándido resplandor celeste. Habituándose cada cual más pronto o más tarde según su disposición a este orden de cosas en su integridad o parcialmente, podrá ya carearse con el mismo sol sin titubeo y con gran deleite. Así proceden algunos muy buenos maestros con los muy amantes de la sabiduría, capaces ya de ver, pero faltos de agudeza. La buena disciplina lleva a la sabiduría por grados, aunque llegar sin orden es de una inefable dicha. Mas hoy bastante hemos escrito, según creo; hay que mirar también por la salud



CAPÍTULO XIV

CÓMO LA SABIDURÍA CURA LOS OJOS DEL ALMA Y LOS DISPONE A LA VISIÓN


24. A.– Y otro día dije: Manifiéstame, si puedes ya, ese orden. ¡Ea!, arrebátame por el camino que quieras, por las cosas que quieras, como quieras. Impérame acciones difíciles, arduas, pero realizables; que por ellas vaya seguro a donde deseo.

R.– Sólo una cosa puedo mandarte; no conozco otra: la fuga radical de las cosas sensibles. Esfuérzate con ahínco, durante esta vida terrena, por no enviscar las alas del espíritu; es necesario que estén íntegras y perfectas para volar de estas tinieblas a aquella luz que no se digna mostrarse a los encerrados en esta prisión a no ser tales que, desmoronada ésta, puedan gozar a su aire. Así, pues, cuando fueres tal que nada terreno re atraiga ni deleite, entonces mismo, en aquel momento, créeme, verás lo que deseas.

A.– ¡Ah! ¿Cuándo llegará ese momento?, dime. Pues opino que nunca alcanzaré una renuncia tan omnímoda sin ver antes aquello, a cuya luz todo se eclipse.


25. R.– Discurriendo de ese modo, lo mismo podría decir el ojo corporal: «Dejaré de amar las sombras cuando viere el sol». Como si eso perteneciera al orden que indagamos, y no es así. Se complace en las sombras, porque no está sano; únicamente puede encararse con el sol el ojo sano. Y aquí se engaña mucho el alma, creyéndose sana sin estarlo, y por no admitírsela a la contemplación, cree que tiene derecho a lamentarse. Mas aquella divina Hermosura sabe cuándo se ha de mostrar, porque ejerce profesión de médico, y conoce bien quiénes son sanos, aun mejor que los mismos que se ponen en sus manos para curarse. A nosotros nos parece ver la altura de nuestra emersión; pero no nos es dado concebir ni sondear la profundidad de nuestra inmersión y la hondura a que habíamos llegado, y así, en comparación con más graves enfermedades, nos consideramos sanos. ¿Recuerdas la seguridad con que ayer decíamos que ninguna infección nos contagiaba y que sólo amábamos la sabiduría, supeditando lo demás a su logro? ¡Qué sórdido, feo, execrable y horrible te parecía el abrazo conyugal cuando discutíamos acerca de la servidumbre de la carne! Pero en la vela de la pasada noche, revolviendo los temas del examen anterior, sentiste, contra lo que presumías, cómo te cosquilleaba el apetito de imaginadas caricias femeninas y su amarga suavidad –mucho menos ciertamente de lo acostumbrado, pero también mucho más de lo que habías creído. Y así, aquel secretísimo Médico te ha hecho ver dos cosas: la enfermedad de que te ha librado con sus atenciones y cuánto resta para la curación.


26. A.– ¡Silencio, por favor, silencio! ¿Por qué me atormentas, por qué ahondas tanto y hurgas en mis males? No resisto el llanto de mis ojos. No más promesas, ni presunción, ni examen acerca de tales cosas. Muy bien dices que el Médico, a cuya visión aspiro, sabrá cuándo estoy sano; cúmplase su voluntad y manifiéstese cuando le plazca; me entrego enteramente a su clemencia y cuidado. Ya tengo por cierto que a los dispuestos de ese modo no cesará de levantarlos. Nada diré de mi salud hasta que logre ver aquella Hermosura.

R.– Obra como dices, y cesen ya de correr tus lágrimas, y anímate. Mucho has llorado, y eso mismo agrava la enfermedad de tu pecho.

A.– ¿Cómo quieres que tenga término mi llanto, cuando no lo tiene mi miseria? ¿Me aconsejas que mire por la salud física, cuando soy víctima de esta peste? Mas te ruego –si algo puedes sobre mí– que intentes guiarme por algún atajo, aproximándome un poco a la luz que ya puedo resistir, si algo he adelantado, y así no tornarán los ojos a las tinieblas abandonadas, si pueden llamarse abandonadas, pues todavía halagan mi ceguera



CAPÍTULO XV

CONOCIMIENTO DEL ALMA Y CONFIANZA EN DIOS



27. R.– Acabemos, si te place, este primer libro, para emprender en el segundo algún camino conducente a nuestro fin. Pues siendo tal tu estado de ánimo, no se ha de dejar el ejercicio moderado.

A.– No permitiré se acabe este libro si antes no me descubres algo de la proximidad de la luz a que aspiro.

R.– Tu Médico te complace, pues no sé qué vislumbre me invita y presiona para guiarte en tu deseo. Escucha, pues, atento.

A.– Llévame, te ruego; arrebátame adonde quieras.

R.– ¿Dices que quieres conocer a Dios y al alma?

A.– Tal es mi único anhelo.

R.– ¿Nada más deseas?

A.– Nada absolutamente.

R.– ¿Y no quieres comprender la verdad?

A.– ¡Como si pudiera conocer estas cosas sino por ella!

R.– Luego primero es conocer a la que nos guía al conocimiento de lo demás.

A.– No me opongo a ello.

R.– Veamos, pues, primeramente, si las dos palabras diferentes, lo «verdadero» y la «verdad», significan dos cosas o una sola.

A.– Parecen ser dos cosas. Porque una cosa es la castidad y otra el casto, y en este sentido se pueden multiplicar los ejemplos. También una cosa es la verdad y otra lo que se llama verdadero.

R.– ¿Y cuál de estas dos te parece más excelente?

A.– Sin duda, la verdad, porque no hace el casto a la castidad, sino la castidad al casto. Igualmente, todo lo verdadero lo es por la verdad.


28. R.– Y dime: cuando acaba su vida un hombre casto, ¿piensas que acaba la castidad?

A.– De ningún modo.

R.– Luego tampoco, cuando muere algo verdadero, fenece la verdad.

A.– Pero ¿cómo lo verdadero puede morir? No lo entiendo.

R.– Me maravillo de tu pregunta. ¿No vemos perecer miles de cosas ante nuestros ojos? O tal vez piensas que este árbol es árbol, pero no verdadero, o que no puede morir? Pues aun sin dar crédito a los sentidos y respondiéndome que no sabes si es árbol, no me negarás que, si es árbol, es un árbol verdadero, porque no se juzga eso con los sentidos, sino con la inteligencia. Si es un árbol falso, no es árbol; si es árbol, necesariamente es verdadero árbol.

A.– Estoy de acuerdo.

R.– ¿Y qué respondes a esto? Los árboles, ¿pertenecen al género de cosas que nacen y fenecen?

A.– Tampoco puedo negarlo.

R.– Luego se deduce que cosas verdaderas pueden morir.

A.– No digo lo contrario.

R.– ¿Y no crees que, aun feneciendo cosas verdaderas, no fenece la verdad, como con la muerte del casto no muere la castidad?

A.– Todo te lo concedo; pero me intriga saber adónde quieres llevarme por aquí.

R.– Sigue escuchando.

A.– Atento estoy.


29. R.– ¿Aceptas por verdadero aquel dicho: «Todo lo que existe, en alguna parte debe existir»?

A.– No hallo nada que oponer a él.

R.– ¿Confiesas, pues, que existe la verdad?

A.– Sí.

R.– Luego indaguemos dónde se halla; pero no está en ningún lugar, pues no ocupa espacio lo que no es cuerpo, a no ser que la verdad sea un cuerpo.

A.– Rechazo ambas hipótesis.

R.– ¿Dónde piensas, pues, que estará? En alguna parte se halla la que sabemos que existe.

A.– ¡Ah!, si supiera dónde se halla, no buscaría otra cosa.

R.– ¿Puedes saber, a lo menos, dónde no está?

A.– Si me ayudas con tus preguntas, tal vez daré con ello.

R.– No está, ciertamente, en las cosas mortales. Porque lo que está en un sujeto no puede subsistir si no subsiste el mismo sujeto. Mas hemos concluido que la verdad subsiste, aun pereciendo las cosas verdaderas. Luego no está en las cosas que fenecen. Existe la verdad, y no se halla en ningún lugar. Luego hay cosas inmortales. Pero nada hay verdadero si no es por la verdad. De donde se concluye que sólo son verdaderas las cosas inmortales. Y todo árbol falso no es árbol, y el leño falso no es leño, y la plata falsa no es plata, y todo lo que es falso no es. Pero todo lo no verdadero es falso. Luego ninguna cosa puede decirse en verdad que es, salvo las inmortales. Pondera bien este breve razonamiento, por si contiene tal vez algún paso insostenible. Pues si fuera concluyente habríamos logrado casi todo nuestro intento, según se verá mejor en el siguiente volumen.


30. A.– Te lo agradezco; y al amparo del silencio, discutiré con diligencia y cautela contigo, y, por tanto, conmigo, estos argumentos, aunque mucho temo se interpongan algunas tinieblas, que me halaguen con su deleite.

R.– Cree firmemente en Dios y arrójate en sus brazos cuanto puedas. No quieras depender de ti mismo, sal de tu propia potestad y confiesa que eres siervo de tu clementísimo y generosísimo Señor. El te atraerá a sí y no cesará de colmarte de sus favores, aun sin tú saberlo.

A.– Oigo, creo y obedezco como puedo, y le ruego con todo mi corazón aumente mi capacidad y fuerza, a no ser que tú exijas de mí algo más.

R.– Me contento con eso ahora; después harás lo que mandare Él mismo una vez que se te muestre.


SOLILOQUIOS

de San Agustín de Hipona