CAPÍTULO I a CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

De la variedad del estado de uno y otro reina de los hebreos hasta que en diferentes tiempos a ambos pueblos los llevaron cautivos, volviendo después Judá a su reino, que fue el ultimo que vino a poder de los romanos

Tampoco en el reino de Judá, que pertenece a Jerusalén, en los tiempos de los reyes que se fueron sucediendo, faltaron profetas, según que tuvo por anunciarles lo que les estaba bien, o reprenderles sus pecados, o encomendarles la justicia. Porque asimismo en este reino, aunque mucho menos que en Israel, hubo reyes que ofendieron gravemente a Dios con sus enormes crímenes y que fueron castigados con moderados azotes juntamente con el pueblo; y sin duda no son pequeños los méritos que se celebran de los reyes que fueron píos y temerosos de Dios. Pero en Israel los reyes, cual más, cual menos, todos los hallamos malos y reprobados.
Una y otra parte, según que lo ordenaba o permitía la Providencia divina, o se engrandecía con las prosperidades o la oprimían las adversidades, viéndose afligida, no sólo con guerras extrañas, sino entre sí con las civiles, para que por algunas causas que lo motivaban se manifestase la misericordia de Dios, o su ira, hasta que, creciendo su indignación, toda aquella nación no sólo fue destruida en su tierra por las armas de los caldeos, sino que la mayor parte fue llevada prisionera y transportada a la tierra de los asirios: primeramente la parte que se llamaba Israel, dividida en diez tribus, y después también la que se llama Judá, destruida y asolada Jerusalén y su famoso templo, en cuya tierra estuvo cautiva setenta años, pasados los cuales, dejándolos salir de allí, restauraron el templo que les habían destruido, y aunque muchos de ellos vivían en las tierras de extranjeros e infieles, con todo, desde entonces para en adelante, no tuvieron el reino repartido en dos porciones, y en cada una sus diferentes reyes, sino que en Jerusalén tenían todos una sola cabeza, y acudían al templo de Dios establecido allí, en señalados tiempos, todos los de todas aquellas provincias, en dondequiera que estaban, y de dondequiera que podían; Aunque tampoco entonces les faltaron enemigos de las otras naciones, ni quien procurase conquistarlos; porque Cristo Señor nuestro, cuando nació, los halló ya tributarios de los romanos.

CAPÍTULO XXIV

De los profetas, así de los últimos que hubo entre los judíos, como de los que menciona la historia evangélica cerca del tiempo del nacimiento del Señor

En todo aquel tiempo, desde que regresaron de Babilonia, después de Malachías, Ageo y Zacarías que profetizaron entonces, y Esdras, no tu vieron profetas hasta la venida del Salvador, sino otro Zacarías, padre de San Juan, e Isabel su esposa, próximo ya el nacimiento de Cristo; y después de nacido, el anciano Simeón, Ana la viuda, ya muy vieja, y al mismo San Juan, que fue el último de todos; el cual, siendo joven, anunció a Cristo ya mozo, no como futuro, sino que sin conocerle le mostró y enseñó con el conocimiento divino que tenía de profeta, por lo cual dijo el mismo Señor: «La Ley y los profetas hasta Juan. »
Y aunque de las profecías de estos cinco tenemos noticia exacta por el Evangelio, donde hallamos asimismo referido que la misma Virgen María, Madre del Señor, profetizó antes de Juan, con todo, estos vaticinios de estos cinco varones santos no los admiten los judíos, digo, los réprobos; pero los admitió un crecidísimo número de ellos, que creyeron en la fe evangélica. Y en éstos verdaderamente se dividió Israel en dos, con aquella división que por el profeta Samuel se le anunció al rey Saúl que era inmutable. Malachías, Ageo, Zacarías y Esdras son, pues, los últimos a quienes aun los judíos réprobos tienen recibidos en su canon. Porque asimismo se halla lo que éstos escribieron, como lo de los otros que profetizaron entre la grande muchedumbre del pueblo, aunque fueron muy pocos los que no escribieron asunto alguno que mereciese autoridad canónica. De lo que éstos vaticinaron tocante a Cristo y a su Iglesia me parece decir lo preciso en esta obra; lo que haremos con más comodidad, con el favor del Señor, en el libro siguiente, para que en éste, que es tan extenso, no aglomeremos ya más materias.
La Ciudad de Dios
por San Agustín

Libro Decimoséptimo
La Ciudad De Dios Hasta Cristo
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