CAPÍTULO I a CAPÍTULO XXVIIi

CAPÍTULO XXIX

De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la impiedad de los platónicos

Predicas al Padre y a su Hijo, a quien llamas entendimiento o mente del Padre, y al que es medio entre éstos, del cual imaginamos que entendéis que es el Espíritu Santo, y a vuestro modo los llamáis tres dioses. Sobre cuyo particular, aunque usáis de palabras no conformes al rigor de las ciencias y artes, con todo, advertís como quiera, y como por las sombras de una imaginación débil, adónde debe aspirarse; pero la encarnación del inmutable Hijo de Dios, en que consiste la salvación para que podamos llegar a alcanzar los inefables bienes que creemos o los que podemos comprender por poco que sea con la luz de nuestro entendimiento, no la queréis reconocer. Así que veis como de lejos y con, una vista caliginosa, la patria adonde debemos tener el término de nuestra carrera; pero no tenéis indagado el camino por donde se debe caminar para llegar a las eternas moradas. Sin embargo, tú mismo confiesas la gracia, pues dices que a pocos se concede el llegar a unirse con Dios por virtud de la inteligencia. No dijiste: pocos gustan o pocos quieren, sino que, diciendo a pocos se concede, sin duda confiesas la gracia de Dios, no la suficiencia del hombre. Usas también aún más expresamente el nombre de gracia, cuando, siguiendo la sentencia de Platón, tampoco pones en duda que el hombre en la vida actual de ningún modo llega a la perfección de la sabiduría; pero que a los que viven según el entendimiento, todo lo que les falta se los puede dar cumplidamente después de esta vida la providencia y gracia de Dios. ¡Oh, si hubieras conocido la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor, y su misma encarnación con que recibió alma y cuerpo de hombre, entonces pudieras echar de ver cómo era el dechado y ejemplo sumo de la gracia: Pero ¿qué hago? Veo que en vano hablo con un muerto en cuanto hablo contigo; pero a los que tanto te estiman y aman (o por el amor de cualquiera sabiduría o por la curiosidad de las artes, que fuera más conducente el que no las aprendieras) a quienes hablo, hablando contigo, acaso no hablo en vano. La gracia de Dios no se nos pudo encomendar más graciosa y agradablemente que con hacer que el mismo Hijo único de Dios, quedándose inmutablemente en la naturaleza divina, se vistiera de la naturaleza humana, se hiciera hombre y diera al hombre esperanza de su gracia y divino amor por medio del hombre, por quien los mortales pudieran venir a unirse con aquel Señor que estaba antes tan lejos de los hombres, siendo inmortal; de los mudables, siendo inmutable; de los impíos, siendo justo; de los miserables, siendo bienaventurado. Y porque naturalmente puso en nosotros un deseo eficaz de ser bienaventurados e inmortales, quedándose el bienaventurado y haciéndose mortal por darnos lo que deseamos, padeció y nos enseñó a menospreciar y no hacer caso de lo que tenemos.
Mas para que pudieran aquietarse vuestros corazones en la inteligencia de esta verdad, era necesaria la humildad, a la cual con gran dificultad se puede persuadir a vuestra dura cerviz. Porque, ¿qué cosa increíble decimos, especialmente hablando con vosotros, que sentís algunas cosas tales, que con ellas os debéis persuadir a vosotros mismos a creer esto?, ¿qué cosa increíble, pues, os decimos, que Dios tomó alma y cuerpo humano? Vosotros atribuís tanta eficacia al alma intelectual, la cual, sin duda, es la humana, que se puede hacer consustancial a aquella mente materna que confesáis ser el Hijo de Dios. ¿Qué cosa increíble es que a una alma intelectual, por un modo inefable y singular, la tomase Dios y juntase consigo para la salud de muchos? Sabemos por la reiterada experiencia de nuestra propia naturaleza que el cuerpo se une con el alma para formar un hombre entero y cumplido, lo que si no fuera muy ordinario y usado, fuera más increíble sin duda que esto; porque mas fácilmente se debe creer que se puede juntar, aunque sea lo humano con lo divino, lo mudable con lo inmudable, el espíritu con el espíritu, o por usar de los términos que vosotros empleáis, con más facilidad puede juntarse lo incorpóreo con lo incorpóreo que lo corpóreo con lo corpóreo. ¿Por ventura os ofende el inusitado parto del cuerpo, nacido de una virgen? Tampoco esto os debe ofender, antes os debe mover a creer en Dios, viendo que el que es admirable nace admirablemente. ¿O acaso el ver que, habiendo una vez dejado el cuerpo con la muerte, habiéndole renovado y mejorado con la resurrección, le subió a los cielos incorruptible ya e inmortal? Podría ser que os resistieseis a creerlo, observando que Porfirio, en los mismos libros que escribió de Regressu animae, de los cuales he citado bastantes particularidades, enseña frecuentemente que debe huirse todo lo que es cuerpo, para que el alma pueda permanecer bienaventurada con Dios. Pero antes él en este particular debió ser corregido, especialmente sintiendo vosotros con él acerca del alma de este mundo visible y de tan ingente mole. Pues siguiendo a Platón decís que el mundo es un animal, y animal beatísimo, el cual queréis también que sea sempiterno. ¿De qué manera, ni jamás dejará el cuerpo, ni jamás carecerá de la bienaventuranza, si para que sea el alma bienaventurada debe huir de todo lo que es cuerpo? También el sol y los demás astros, no sólo confesáis en vuestros libros que son corpóreos (lo que con todos vosotros, cuantos los ven, sin duda lo confiesan), sino que con una pericia y charlatanería extraordinaria (a vuestro parecer profunda) afirmáis que estos astros son animales beatísimos, y por los cuerpos que tienen, sempiternos. ¿Cuál es, pues, la causa por que cuando os predican y persuaden la fe cristiana, entonces olvidáis o fingís que ignoráis lo que acostumbráis a leer y enseñar? ¿Qué razón hay para que por las mismas opiniones, que vosotros refutáis, no queráis ser cristianos, sino porque Cristo vino humilde, y vosotros sois soberbios? De la cualidad que han de tener los cuerpos de los santos en la resurrección (aunque se puede disputar con más sutileza y escrupulosidad entre los doctos y versados en las cristianas escrituras), en que hayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna, como en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y primicias de su resurrección. Pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo que han de ser totalmente incorruptibles e inmortales, y que no impedirán la alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y confesando vosotros también que hay en los cielos cuerpos de bienaventurados para siempre, ¿qué razón hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe huir todo lo que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe cristiana, si no es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? ¿O acaso os corréis o avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico de los espíritus soberbios. En efecto: causa pudor a los varones doctos el imaginar que los discípulos de Platón vengan a ser, al fin, discípulos de Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó a un pescador para que entendiese y dijese: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y Dios era el Verbo; esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron hechas por Él mismo, y sin Él nada se hizo; lo que se hizo en Él mismo era la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brillaba en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.»
Este principio del Santo Evangelio escrito por San Juan decía un platónico (según acostumbraba a decírnoslo el santo anciano Simpliciano que después fue electo Obispo de Milán) que se debía escribir con letras de oro y colocarle en todas las Iglesias en los sitios más eminentes y distinguidos, y por eso vino a ser vilipendiado por los soberbios este divino Maestro, «porque se dignó hacerse hombre, cubrirse de nuestra carne, bajar a la tierra a vivir con nosotros, sin dejar al mismo tiempo el cielo ni salir del seno de su Padre»; de modo que no les basta a los miserables el estar dolientes y enfermos, sino que en la misma enfermedad se ensoberbecen y glorían, despreciando y aun avergonzándose de tomar la medicina con que pudieran sanar, lo cual no practican para que les den la mano y levanten, sino para que cayendo, sean más gravemente afligidos.

CAPITULO XXX

Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él


Si después de Platón se estima por una acción indigna el enmendar o corregir cualquiera doctrina, ¿por qué el mismo Porfirio le enmendó algunas opiniones, y no de poca importancia? Porque es indubitable que escribió Platón que las almas de los hombres, después de la muerte, vuelven a dar la vuelta hasta encerrarse en los cuerpos de las bestias. Esta sentencia sostuvieron su maestro Platón y Plotino, la cual, sin embargo, no agradó, y con justa causa, a su discípulo Porfirio, pues éste opinó que las almas de los hombres volvían a los cuerpos de los hombres, aunque no a los mismos que habían dejado, sino a otros distintos. Efectivamente, se ruborizó de creer la transmigración a las bestias, porque, acaso, viniendo una madre a parar con su alma en alguna mula, no viniese a traer a cuestas a su hijo, y no tuvo reparo en asentir al disparate de que viniendo una madre a dar en alguna tierna joven, acaso se casaría con su hijo. ¿Con cuánta más razón y decoro se cree lo que los santos y verdaderos ángeles nos enseñaron, lo que los profetas inspirados de Dios dijeron, lo que dijo el mismo Señor, de quien los celestiales mensajeros enviados en tiempo oportuno y anterior anunciaron que había de venir por Salvador del linaje humano, y lo que los Apóstoles, delegados del Altísimo, predicaron, extendiendo el Evangelio por todo el ámbito de la tierra; con cuánto más decoro y razón, digo, se cree que vuelvan las almas una vez a sus propios cuerpos que no el que vuelven tantas veces a diferentes cuerpos? Pero, como llevo insinuado, en gran parte se corrigió Porfirio en esta opinión, a lo menos cuando estableció como sentir suyo que las almas de los hombres sólo podían volver a recaer en los cuerpos de los hombres, no dudando dar al través con las cárceles de las bestias. Dice también que Dios, a este efecto, concedió alma al mundo, para que, viendo y conociendo los males de la materia corporal, acudiese al Padre y no estuviese por más tiempo sujeta al contagio de semejantes dolencias. Cuya opinión, aunque tiene contra sí varios inconvenientes (porque, en efecto, se dio el ánima al cuerpo para que sujetase operaciones buenas y virtuosas, pues no. conociera claramente las malas si no las hiciera), sin embargo, en aquel punto, que no es de poco momento, enmendó la opinión de los otros platónicos, confesando que el alma, purificada ya de todos los males y puesta con el Padre, no ha de volver a padecer ya más los infortunios de este mundo. Con cuya opinión, sin duda, quitó lo que dicen que es especial doctrina de Platón, que así como suceden siempre los muertos a los vivos, así los vivos a los muertos, y demuestra que es falso lo que conforme al dictamen de Platón parece que insinúa Virgilio cuando refiere que las almas purificadas iban a los Campos Elíseos (con cuyo nombre, como por fábula, parece se significan los gozos y contentos de los bienaventurados) y venían a parar en el río Letheo, esto es, en el olvido de las cosas pasadas «para que, olvidadas, vuelvan otra vez al mundo y empiecen de nuevo a desear volver a nuevos cuerpos». Con razón descontentó esta sentencia a Porfirio, porque, en realidad de verdad, es desvarío creer que las almas (desde aquella vida, no puede ser bienaventurada sí o es estando cierta de su eternidad) deseen el contagio de los cuerpos corruptibles, y que de allí vuelvan a ellos como si la suma pureza o purificación hiciera que vuelvan a, buscar, la inmundicia. Porque si el purificarse perfectamente hace que se olviden de todos los males, y el olvido de los infortunios causa deseo de los cuerpos en los que han de volver a contaminarse con los males, sin duda que la suma felicidad será causa de la infelicidad, y la perfectísima sabiduría causa de la ignorancia, Y la suma pureza causa de la inmundicia. Ni el alma será allí realmente bienaventurada durante el tiempo que residiere en aquel lugar donde es indispensable que viva engañada, para que sea eternamente feliz. Porque no será bienaventurada si no estuviere segura, y para que esté segura, falsamente ha de entender que siempre ha de ser bienaventurada, pues alguna vez ha de venir a ser miserable. ¿Y a quién da ocasión de gozo la falsa proposición como gozara con la verdad? Advirtió este inconveniente Porfirio, y por eso dijo que el alma purificada volvía al Padre para no tornar ya, mas a sujetarse al contagio de los malos.
Por estos justificados motivos me persuado que, falsamente creyeron algunos platónicos ser como necesario aquel círculo y revolución de unas cosas en otras. Lo cual, aun cuando fuera cierto, ¿de qué podría aprovechar el saberlo; a no ser que acaso por este motivo los platónicos se atreviesen a anteponérsenos en la doctrina, pues nosotros ignorábamos en la vida actual lo que ellos en la otra que es mejor estando purificados sobremanera, y siendo tan sabios no habían de conocer, y creyendo lo falso habían de ser bienaventurados? Lo cual, si es un absurdo y desvarío, seguramente que debe preferirse la opinión de Porfirio a la de los que imaginaron los círculos y revoluciones de las almas con la perpetua alternativa de la bienaventuranza y de la miseria. Y si esto es así, ved cómo un platónico disiente de Platón, sintiendo con más cordura; ved cómo observó éste lo que otro no advirtió, y, sin embargo de ser un maestro tan afamado, no rehusó corregir su dictamen, anteponiendo la verdad al respeto debido a la persona.

CAPITULO XXXI

Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a Dios

¿Por qué causa no creemos antes a Dios en las cosas que no podemos penetrar ni rastrear con las luces del humano ingenio, diciéndonos el mismo filósofo que aun la misma alma no es coeterna a Dios, sino que fue criada la que no tenía antes ser? Pues para no querer creer esto los platónicos, les parecía que tenían una causa idónea y suficiente, diciendo que lo que no había sido antes en todos los tiempos, después no podía ser sempiterno, aunque del mundo y de los dioses, que escribe Platón haber criado Dios en el mundo, diga expresamente que comenzaron a ser, que tuvieron principio, y, sin embargo, no han de tener fin, sino que por la poderosa voluntad de su Criador han de permanecer para siempre. Pero encontraron modo de entender esta frase diciendo que ese principio no es de tiempo, sino de sustitución. Porque así como dicen ellos, si un pie estuviese desde la eternidad siempre en el polvo, en todos los tiempos estaría debajo de él, su huella, la cual ninguno podría dudar que la hizo el que la pisa, ni lo uno sería primero que lo otro, aunque lo uno fuese formado por el otro; así, dicen, también el mundo y los dioses que fueron criados en él existieron siempre, habiendo existido en todos los tiempos el que los hizo, y con todo, fueron hechos. Pregunto, pues: ¿si el alma existió siempre, hemos de decir también que existió siempre su miseria? Y si comenzó en ella alguna operación en el tiempo que fuese ob aeterno, ¿por qué no pudo ser que ella comenzase a existir en el tiempo, sin que antes hubiese sido? Y más, que la bienaventuranza de ésta, que después de la experiencia de los males ha de ser más firme y constante y ha de durar para siempre, como este filósofo lo confiesa, sin duda que principió en el tiempo, y, sin embargo, ¿será para siempre sin haber sido antes? Así que todo el argumento con el cual entienden que nada puede ser sin fin de tiempo, si no es lo que no tiene principio de tiempo, queda deshecho, porque hemos hallado la bienaventuranza del alma, la cual, habiendo tenido principio de tiempo, no tendrá fin de tiempo. Por lo cual ríndase la humana flaqueza a la autoridad divina, y sobre la verdadera religión creamos a los bienaventurados e inmortales, que no desean para sí la honra que saben se debe a su Dios, que lo es también nuestro; ni mandan que hagamos sacrificios, sino sólo a aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros con ellos, como muchas veces lo he referido, y se debe decir frecuentemente; para que nos ofrezca a aquel sacerdote que (en la naturaleza humana que tomó, según la cual quiso también ser sacerdote) se dignó ser por nosotros sacrificio hasta morir.

CAPITULO XXXII

Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y lo descubrió solamente la gracia cristiana

Esta es la religión que contiene el camino general para libertar el alma, pues por ningún otro camino, sino por éste, puede alcanzar su libertad, porque éste es en algún modo el camino real que solamente conduce al reino, al que está inconstante y vacilando con el encumbramiento temporal, sino al que está firme y seguro con la firmeza de la eternidad. Y cuando dice Porfirio en el libro I de Regressu animae, cerca del fin, que no está recibida aún alguna secta o doctrina que demuestre un camino general para librar el alma, ni por la vía de alguna filosofía cierta, ni por la costumbres ni disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, y que aún no ha llegado a su noticia este camino por medio de historia alguna, sin duda confiesa que hay alguno, pero que aún no ha llegado a su noticia. De modo que no le bastó todo cuanto con la mayor diligencia había estudiado y aprendido en razón de librar el alma, y lo que a él le parecía o, por mejor decir, parecía a otros que trataba. Porque advertía que todavía le faltaba alguna grande y prestante autoridad, que debía seguir sobre negocio tan importante. Y cuando dice que ni por la vía de una filosofía verdadera había llegado a su noticia secta alguna que enseñe y manifieste el camino general para libertar el alma, bastantemente a lo que entiendo muestra, o que aquella filosofía, en que él había estudiado y filosofado no era la verdadera, o que en ella no estaba o se hallaba tal camino. ¿Y cómo puede ser ya verdadera la filosofía donde no se halla este camino? Porque, ¿qué otro camino general hay para libertar el alma sino aquel mismo por donde se libran todas las almas, y, por consiguiente, sin el cual ninguna alma se libra? Y cuanto añade y dice que ni por las costumbres y disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, claramente confiesa que este camino general para librar el alma no está en lo que había hallado en los indios y en los caldeos, y no pudo remitir al silencio el que había consultado los oráculos divinos de los caldeos, de quienes hace mención ordinaria y continuamente ¿Qué camino general, pues, para libertar el alma quiere dar a entender que no había aún hallado ni en alguna filosofía verdadera ni en las doctrinas de las naciones que se tenían y estimaban como grandes y cultas en las materias de la religión, porque prevaleció entre ellas la curiosidad de querer y conocer y adorar cualesquiera ángeles, del cual camino la historia no le había aún suministrado noticia? ¿Y cuál es ese camino general sino el que no es propio y peculiar de cada nación, y nos le dio Dios para que fuese común generalmente a todas las gentes? El cual, que exista, este filósofo de más que mediano ingenio, a lo menos no pone duda. Porque no cree que la divina Providencia pudo dejar al, linaje humano sin este camino general para libertar el alma; porque no dice que no le hay, sino que este bien tan singular y este auxilio tan poderoso no está aun recibido, no ha llegado todavía a su noticia, y no es maravilla, porque Porfirio vivió en tiempo en que este universal camino, dirigido a eximir el alma de su última ruina (que no es otro que la religión cristiana), permitía Dios que fuese combatido y perseguido por los, gentiles que adoraban a los demonios, y por los reyes y príncipes de la tierra, a fin de establecer y consagrar el número de los mártires, esto es, de los testigos de la verdad, para demostrarnos por ellos que por la fe de la religión y testimonio de la verdad debemos tolerar y padecer todos los males y penurias corporales. Advertía esto Porfirio e imaginaba que con semejantes persecuciones había de extinguirse y perecer bien presto este camino, y que por eso no era el general para libertar el alma, no entendiendo que lo que a él le movía, y lo que temía padecer si lo escogiera, era para mayor confirmación y para más firme recomendación y aprobación suya.
Esta es la única senda para librar el alma, ésta es la que Dios por su misericordia concedió generalmente a todas las naciones, cuya noticia a algunos ha llegado y a otros llegará, sin que pueda decir ¿por qué ahora y por qué tan tarde?, pues a los consejos y altas ideas del que la envía no puede darle alcance la flaqueza del humano ingenio. Lo cual sintió del mismo modo este filósofo cuando dijo que aún no se había recibido este don de Dios, y que no había llegado a su noticia, mas no por eso probó que no era verdadero, porque aún no le había recibido en su fe o no había llegado todavía a su noticia. Este es, digo, el camino general para librar y salvar a los creyentes, del cual tuvo noticia fiel Abraham, mediante el divino oráculo: «En tu descendencia alcanzarán la bendición todas las gentes.> ,Quien, aunque fue de nación caldeo, no obstante, para que pudiese alcanzar semejantes promesas, y por él se propagase y dilatase su generación, <dispuesta por los ángeles en virtud del Mediador»; en cuya descendencia estuviese este camino general para librar el alma, esto es el que Dios concedió a todas las naciones, le mandó Dios salir de su tierra de entre sus parientes y de la casa de su padre. Entonces Abraham, siendo el primero que fue libertado de las supersticiones de los caldeos, siguió y adoró a un solo Dios verdadero, a quien creyó fielmente cuando le hizo sus divinas promesas. Este es el camino general, del cual hablando el rey profeta, David, dice: «Dios haya misericordia de nosotros, bendíganos e ilústrenos con la luz de su divino rostro, y tenga misericordia de nosotros para que conozcamos, Señor, en la tierra tu camino, y en todas las gentes tu salud». Y así, después, al cabo de tanto tiempo, habiendo ya tomado carne de la descendencia de Abraham, dice el Salvador, de sí mismo: <Yo soy el camino, la verdad y la vida.» Este es el camino general, de quien con tanta anterioridad de tiempo estaba profetizado: «Estará en aquellos últimos días manifiesto y, aparejado el monte, de la casa del Señor en la cumbre de los montes, y sobrepujará todos los collados, acudirán a él muchas naciones, y dirán: venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Señor, Dios de Jacob, y os anunciará su camino, y andaremos por él, porque ha de salir de Sión la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor.» Así que este camino no es peculiar a una sola nación, sino generalmente a todas. La ley y la palabra del Señor no paró en Sión y en Jerusalén, sino que salió de allí para derramarse por todo, el mundo. Y así, el mismo Medianero, después de su Resurrección, estando medrosos sus discípulos, les dijo: «Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos.» Entonces les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, y les dijo cómo fue necesario que Cristo padeciese y resucitase al tercero día de entre los muertos, y que por todas las gentes se predicase en su nombre la penitencia y remisión de los pecados, empezando desde Jerusalén. Este es el camino general para librar el alma que nos significaron y publicaron los santos ángeles y los santos profetas; lo primero entre unos pocos hombres que bailaron cuando pidieron la gracia de Dios, y especialmente entre la nación hebrea, cuya sagrada República era en algún modo como una profecía y significación de la Ciudad de Dios, que se había de juntar y componer de todas las naciones; nos lo significaron, digo, con el Tabernáculo, con el templo, con el sacerdocio y con los sacrificios, y nos lo profetizaron con algunas expresiones claras y manifiestas, aunque las más veces místicas; pero habiendo ya encarnado y venido en persona el mismo Medianero, y sus santos Apóstoles descubriéndonos ya la gracia del Nuevo Testamento comenzaron a manifestar y enseñar aún más evidentemente todo lo que estaba ya significado con más oscuridad en los tiempos pasados, según la distribución del tiempo y edades del linaje humano, conforme a lo que quiso ordenar y disponer la divina sabiduría, obrando Dios en confirmación de ello muchos portentos y señales maravillosas, de las cuales he referido ya algunas. Porque no sólo se vieron ángeles y se oyeron hablar los ministros del cielo, sino que también los hombres siervos de Dios, con sola su fe sencilla, lanzaron los espíritus inmundos de los cuerpos y sentidos humanos, sanaron los defectos y enfermedades corporales; las bestias de la tierra y del agua, las aves del cielo, los árboles, elementos y estrellas obedecieron la divina palabra, cedieron los infiernos, resucitaron los muertos, sin contar los milagros propios y peculiares del mismo Salvador, especialmente el de su Nacimiento y Resurrección, de los cuales, en el primero, nos mostró claramente el misterio de la virginidad de su Madre, y en el segundo, un ejemplo de los que al fin han de resucitar. Este es el camino que limpia y purifica a todo hombre, y le dispone, siendo mortal, por todas las partes de que consta, a la inmortalidad. Pues para que no fuese necesario buscar una purificación para la parte que llama Porfirio intelectual, y otra para la que llama espiritual, y otra para el mismo cuerpo, por eso se vistió de todo el verdadero y poderoso Purificador y Salvador. Fuera de este camino, el cual nunca faltó al, género humano, ya cuando se predicaba que habían de suceder estos prodigios, ya cuando nos predican que han sucedido, nadie se libró, nadie se libra, nadie se librará.
Sobre lo que dice Porfirio que no ha llegado aún a su noticia por medio de alguna historia el camino general para libertar el alma, ¿qué puede haber más ilustre que esta historia que con tan relevante autoridad se ha divulgado por todo el mundo? ¿O cuál más fiel o verdadero, donde de tal modo se refieren los sucesos pasados, que se dicen también los futuros, de los cuales vemos muchos cumplidos, y los que restan esperamos también, sin duda, que se cumplirán? Porque no puede Porfirio ni otros cualesquiera platónicos, aun por lo tocante a este camino, despreciar la adivinación o predicción como cosas terrenas y que pertenecen a esta vida mortal como con razón hacen con otros vaticinios y predicaciones de cualesquiera asunto y arte. Pues aseguran que estas adivinaciones no fueron de hombres ilustrados, y que no debe hacerse caso de ellas, y dicen bien. Porque se efectúan, o por el conocimiento que se tiene de las causas inferiores, así como por el arte de la medicina, por medió de algunas señales antecedentes se pronostican varios sucesos que han de sobrevenir al enfermo, o los espíritus inmundos adivinan las cosas que tiene ya trazadas y dispuestas, y en los corazones y gusto de los impíos hacen que a lo hecho cuadre y corresponda lo dicho, o a lo dicho, lo hecho, para adquirir de algún modo derecho y acción en la imbécil materia de la humana fragilidad. Pero los varones santos que se dirigieron por este camino general, por donde se libran las almas, no procuraron profetizar semejantes sucesos como grandes, aunque no los ignorasen y los dijesen muchas veces para hacerlos creer que no debía estimarse ni dar a entender el sentido humano ni hacer después con facilidad la experiencia de ellos. Pero otras obras eran verdaderamente grandes y divinas, las cuales, según se les permitía, conocida la divina voluntad, anunciaron que habían de suceder. Porque la venida de Jesucristo hecho hombre, y todo lo que por este gran Señor claramente sucedió y se cumplió en su nombre, la penitencia de los hombres y la conversión de sus voluntades a Dios, la remisión de los pecados y la gracia de la justicia, la fe de los piadosos y justos, y la multitud que por todo el mundo había de creer en el verdadero Dios, la ruina y destrucción del culto de los ídolos y demonios, y el ejercicio con las tentaciones, la purgación de los aprovechados y la liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de los muertos, la eterna condenación de los impíos y el reino eterno de la gloriosísima Ciudad de Dios que goza inmortalmente de su vista, todo está dicho y prometido en las Escrituras, hablando de este verdadero camino, del que vemos tantas cosas cumplidas, que piadosamente creemos que han de suceder así las demás. Y que la rectitud de este camino que nos conduce directamente hasta ver a Dios y unirnos con Él eternamente está depositada en el archivo santo de la divina Escritura, con la misma verdad que se predica y afirma en ella; todos los que no lo creen, y por eso no lo entienden, pueden combatirlo pero no expugnarlo.
Por lo que en estos diez libros, aunque menos de lo que esperaban algunos de mí, no obstante, he satisfecho el deseo de otros, cuanto ha sido servido de ayudarme el verdadero Dios y Señor, refutando las contradicciones de los impíos, que al Autor de la Santísima Ciudad, de la cual nos propusimos tratar, prefieren sus dioses. En los cinco primeros de estos diez libros escribo contra los que piensan que deben adorarse los dioses por los bienes de, esta tierra, y en los otros cinco, contra los que entienden que debe conservarse el culto de los dioses por la vida que ha de haber después de la muerte. Así que de aquí adelanté, como lo prometí en el libro I, con el favor de Dios, trataré lo que me pareciese necesario acerca del nacimiento, progreso y debidos fines de las dos Ciudades que dije que en el presente siglo andaban mezcladas y unidas una con otra.




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La Ciudad de Dios
por San Agustín

Libro Décimo
El Culto Del Verdadero Dios