La Reforma en los orígenes de la Modernidad

por MARÍA DEL ROSARIO ACOSTA LÓPEZ

(publicado en Ideas y Valores, no. 124, Abril de 2004)  Resumen
 
Se analizan algunas relaciones básicas de los pensamientos de Lutero, Erasmo y Calvino, y sus consecuencias en la configuración de la Modernidad. Conceptos como la constitución del sujeto en Lutero, el escepticismo y pragmatismo de Erasmo, y el vuelco a la acción humana en Calvino, son analizados en su intención anti-moderna, con el propósito de descubrir el vínculo paradójico que establecen con la visión antropológica propia de la Modernidad.
 
Palabras clave: Lutero, Erasmo, Calvino, Modernidad, Reforma.
 
Abstract: Reformation in the Origins of Modernity
 
Throughout the essay, some basic relationships between Luther, Erasmus and Calvin will be analyzed, as well as its consequences for the configuration of modern times. Concepts as Luther’s constitution of the subject, Erasmus’s pragmatism and skepticism, and Calvin’s turn towards action are described from their anti-modern intentions, with the final purpose of discovering the paradoxical link they establish with  Modernity’s anthropological vision.

Key words: Luther, Erasmus, Calvin, Modernity and Reformation.

La Modernidad, dice Troeltsch comenzando su libro sobre el protestantismo y el mundo moderno, es el resultado de “la fricción recíproca” de los tres sobrenaturalismos del Siglo XVI: el luteranismo, el calvinismo y el catolicismo (cf. Troeltsch 1983: 52). Así también lo presenta Danièle Letocha en su artículo sobre la libertad de conciencia en el Concilio de Trento y la “Contribución a la prehistoria de la subjetividad”. El Siglo XVI se muestra, desde esta perspectiva, como el cruce de caminos de las doctrinas que se convertirán en el primer paso para la constitución del sujeto moderno, y con ello, para la constitución de la época moderna en general. Y, sin embargo, no es tan sencillo establecer el puente: ni la Reforma, ni el Humanismo Cristiano del Siglo XVI, ni la Contrarreforma, se formularon a sí mismas explícitamente como un cambio de época, como una revolución. Al contrario, todas están marcadas por un conservadurismo latente; todas pretendían justificarse, más que en una necesidad de cambio radical, en una recuperación de los orígenes, en un volver a lo primigenio: el salto siempre se planteó como una salto hacia atrás más que hacia adelante. 
Es por esto que la relación entre la visión premoderna del hombre y de la historia en el Siglo XVI se mantiene en una paradoja con respecto a la Modernidad, o, como también lo menciona Troeltsch, se muestra como una relación equívoca: a pesar de que durante mucho tiempo –todavía en los estudios históricos del Siglo XIX (cf. Febvre 1980)–  se consideró a Lutero y a Calvino como los padres de la Modernidad, y a Erasmo como uno de aquellos humanistas que abrieron las puertas a una nueva época, los estudios más recientes permiten abordar el tema desde una perspectiva distinta. Aunque, en efecto, existen muchos vínculos entre las doctrinas de estos autores y algunos elementos característicos de la Modernidad, estos vínculos deben reconocerse en su mayoría como involuntarios. Como lo dice Troeltsch, refiriéndose al protestantismo –y en este caso podría también incluirse a Erasmo–, estas doctrinas del Siglo XVI fomentaron decisivamente el nacimiento del mundo moderno, pero en ninguno de los casos fueron sus creadoras. Proporcionaron, cada una en su propia medida, “el terreno saludable de una buena conciencia y de una fuerza pujante para la plenitud de ideas seculares y libres de la Modernidad” (Troeltsch 1983: 91-2), pero siempre a partir de una tradición conservadora y de un “principio legitimante de la continuidad” característicos de la época (cf. Letocha, 2003: 3). Así, cada paso hacia adelante trae consigo, en estos autores, un paso obligado hacia atrás.    
El objetivo de este ensayo es mostrar, precisamente, y a partir de la visión del hombre que presenta cada uno de los tres autores mencionados, estos vínculos equívocos con la Modernidad. En cada uno se analizará un elemento que refleje con claridad lo paradójico de la relación. Las conexiones de Lutero y Erasmo con la Modernidad serán planteadas, en términos generales, a partir de las convicciones firmes del primero y el escepticismo del segundo. Calvino, por su lado, aunque vuelve atrás en algunos de los espacios ya abiertos por Lutero, conquistará otros nuevos que intentarán ser explorados aquí. Se utilizará como guía el artículo de Letocha sobre los elementos que caracterizan a la Modernidad, para, a partir de allí, estudiar hasta qué punto cada uno de los autores logró acercarse a la nueva época. Se mostrará así, en Lutero, la relación entre la posición que éste reclama para sí y para la conciencia, y lo que Letocha denomina la “tabula rasa”, que va a su vez acompañado de la constitución del sujeto moderno. En Erasmo se tratará el énfasis que realiza el autor en una visión crítica del conocimiento humano a partir de una concepción, heredada del nominalismo, de la razón como un instrumento, que va de la mano con un escepticismo y un pragmatismo más humanistas que modernos [1], pero que señalan ya un nuevo camino para el pensamiento. En este mismo proceso, y de la mano con los elementos señalados por Letocha, se enmarca el paso del pathos a la praxis, o lo que Taylor relaciona con el paso de la contemplación a la eficacia productiva, que se estudiará en Calvino, sobre todo en las consecuencias de su doctrina para la praxis. Así, se verá cómo la comprensión que estos autores muestran del hombre, de su condición y de sus facultades, determina un vínculo paradójico con la Modernidad.

1.Lutero y la tabula rasa
“Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón [...] Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación”
Romanos 10; 8-10
Uno de los rasgos invariables de la Modernidad, según Letocha, es el afán del espíritu moderno por producir un espacio vacío a partir de la descalificación de las normas y los modelos ideales. Esta iniciativa, que toma el hombre desde el espacio de la conciencia, condena, según Letocha, “todos los modos heterónomos del pensamiento” (2000: 79) entre los que se encuentran la tradición, la sabiduría corroborada por el tiempo y el orden socio-político establecido [2]. La consecución de este espacio vacío se presenta como el primer paso para la reconstrucción del sujeto y del mundo a partir de sí mismo: “este espacio vacío es la subjetividad, conquistado a través de los procedimientos negativos de la tabula rasa. Y ella es lo único normativo” (Letocha, 2000: 80). Así, por medio de un proceso mediante el cual se repatrían a la subjetividad las autoridades dadas externamente como “la autoridad de los textos de la tradición, la autoridad de la Iglesia, la autoridad del príncipe” (Letocha, 2000: 85), entre otras, se da la configuración del espíritu moderno. El propósito de este apartado es examinar hasta qué punto pueden encontrarse estos elementos en la doctrina luterana, y hasta qué punto significa ello la entrada de Lutero en la Modernidad. 
 
1.1.   La libertad del cristiano: un acercamiento a la antropología luterana 
Sin entrar en detalles acerca de la concepción que tiene Lutero del hombre, puede afirmarse que su visión de la condición humana es, a la vez, negativa y positiva. El hombre, por un lado, tras la Caída, está condenado irremediablemente y no puede hacer nada para evitarlo. Como quedará claro en su discusión con Erasmo, Lutero no quiere concederle al hombre ni la más mínima capacidad de ayudar en el proceso de su propia salvación. Por el otro lado, y esto es lo que por ahora interesa aquí, el hombre regenerado por la fe, el cristiano, aparece en Lutero valorado de manera enteramente positiva. Esto puede entenderse mejor desde la “doctrina de los dos mundos” luterana, y la presentación que hace del hombre cristiano a partir de ella.
El cristiano, dice Lutero en Sobre la libertad del cristiano, es libre y siervo a la vez. Libre desde la perspectiva de su propia conciencia, de lo que Pablo denomina el hombre interior, y siervo en cuanto que tiene un cuerpo y a partir de ello se ve en la necesidad de relacionarse consigo mismo –con su ser hombre exterior- y con los demás. El segundo sentido se refiere sobre todo a la manera como el hombre cristiano, regenerado por la fe, debe en todo caso someterse a un orden externo temporal, que en nada interfiere con su interioridad, pero que ayuda a la convivencia de todos aquellos que no fueron elegidos para salvarse.
Desde la primera perspectiva, es decir, desde su interioridad, el cristiano goza de una libertad dada por la fe. El hombre regenerado es, así, libre en cuatro sentidos. En primer lugar, y como paso inicial necesario para la recepción definitiva de la gracia, el cristiano se ha liberado de sí mismo a partir de una apertura absoluta a Dios: “para que puedas salir de ti mismo, y liberarte de ti (es decir, de tu perdición), te presenta a su querido hijo Jesucristo  y te dice por medio de su palabra viviente y consoladora que debes rendirte a él con fe firme y confiar en él con alegría” (LC, 158) [3]. El hombre sólo podría, por sí mismo, querer a Dios egoístamente; por ello, la única manera de recibirlo es negándose completamente a sí mismo, abriéndose completamente a Él en esta negación. Y en esto consiste la primera liberación del cristiano.
En segundo lugar, y como resultado de esta negación, el hombre es liberado de la carga de sus pecados: “es entonces cuando en fuerza de esa fe te serán remitidos todos los pecados, cuando se verá superada tu perdición, y te tornarás en justo, veraz, contento, bueno; cuando se cumplirán todos los mandamientos y te liberarás de todas las cosas” (LC, 158). La segunda liberación, para Lutero, es la liberación de los pecados en Cristo, la purificación del alma en la fe, que no implica que los pecados sean borrados (el hombre después de regenerado sigue siendo pecador, en la medida en que el pecado es una condición del alma humana tras la Caída), sino que han sido dados en ofrenda a Cristo, a partir de su gracia salvadora: “Cristo se arroga todas las debilidades y pecados que posee el alma [...] Por las arras, es decir, por la fe se libera el alma de todos sus pecados y recibe la dote de la justicia eterna de su esposo Cristo” (LC, 161).
En tercer lugar, y en la medida en que el hombre ya ha sido justificado por la fe, es decir, en la medida en que las obras han sido desvalorizadas como medio de salvación, el cristiano queda liberado también de toda coerción exterior, de toda ley y de todo precepto, de toda mediación externa entre él y Dios: “[...] al cristiano le basta con la fe; no necesita obra alguna para ser justificado. Si no precisa de obras, ha de tener la seguridad de que está desligado de todos los preceptos y leyes; y si está desligado, indudablemente es libre” (LC, 160). El cristiano, así, no debe obedecer a nada que se le imponga desde el exterior. Al contrario, él se torna en “señor espiritual de todo [...] todo le tiene que estar sometido y todo tiene que cooperar a su salvación” (LC, 162). Y esto es posible solamente porque, a partir de su regeneración, el cristiano actúa libremente; su actuar no es por obediencia, sino por fe: “el justo hace por sí solo todo lo que exigen todas las leyes y más [...] todos los cristianos tienen una naturaleza por el espíritu y por la fe para obrar bien y justamente, más de lo que se les podría enseñar con todas las leyes, y no necesitan para sí mismos ninguna ley ni ningún derecho” (AS, 29). El hombre es libre, en este cuarto sentido, en cuanto que todo su actuar es por el deber, y no de acuerdo a él, sus acciones no son el resultado de una obediencia, sino de un querer que ha sido regenerado por la fe.
Tal es la consecuencia, para la antropología luterana, de esta doctrina de los dos mundos formulada y defendida por Lutero. Como lo describe Febvre: “Lutero, fiel a su pensamiento antiguo, persistía en levantar frente a frente, en una oposición brutal, la vida espiritual y la vida material. Seguía definiendo al ser humano como el agregado de un cristiano y de un mundo yuxtapuestos: el mundano, sujeto a las dominaciones, sometido a los príncipes, obediente a las leyes; el cristiano, liberado de las dominaciones, libre, verdaderamente sacerdote y rey” (1980: 222). Así pues, concluye Lutero, “[...] ésta es la libertad auténticamente espiritual y cristiana: la que libera al corazón de todos los pecados, leyes y preceptos; está por encima de cualquier otra libertad, como lo está el cielo de la tierra” (LC, 170). El cristiano es enteramente libre en su conciencia y no depende, por tanto, de nada que provenga de afuera: le basta con la fe.
 
1.2. El cuestionamiento a la autoridad 
La reflexión luterana acerca de la libertad del cristiano es determinante para comprender la posición del autor frente a la autoridad externa en cuanto a lo que al fuero interno se refiere. La crítica de Lutero estará dirigida principalmente a dos formas de autoridad, reivindicadas por la Iglesia Católica, y, como se verá más adelante, por Erasmo en sus discusiones con el reformador: la tradición, por un lado, que incluye las reflexiones de los Padres de la Iglesia, pero, sobre todo, las decisiones tomadas por la Iglesia a lo largo de la historia (que se consideraban, en todo caso, manifestaciones de la revelación divina); y la institución de la Iglesia, por el otro, incluyendo al Papa y las jerarquías eclesiásticas (que se atribuían el don exclusivo de la revelación, y por lo tanto, se erigían como único criterio de interpretación de la verdad revelada). 
Dice Lutero en su discusión con Erasmo: 
Nosotros sin embargo sabemos, y con certeza, que es la Palabra de Dios la que insiste en la libertad cristiana, para que no nos dejemos esclavizar por tradiciones y leyes humanas. [...] El príncipe del mundo no permite al Papa y sus obispos observar en libertad las leyes de ellos, sino que su intención es cautivar y atar las conciencias. Esto a su vez no puede permitirlo el Dios verdadero. Así, la Palabra de Dios y las tradiciones humanas luchan entre sí con implacable discordia. (SA, 74) 
La tradición de la Iglesia se opone a la ley y a la voluntad de Dios, en la medida en que responde a la intención de “atar a las conciencias”, en lugar de liberarlas, como lo hace esta última [4]. Lutero, reivindicando como única autoridad posible la Palabra de Dios en la Escritura, se enfrenta a toda la tradición que tanto respetará Erasmo, para rescatar la imagen del cristianismo como libre frente a toda exterioridad, frente a toda mediación.
Así también, en numerosas ocasiones, se opone a la existencia de la Iglesia como institución mediadora entre los hombres y Dios. No sólo le niega a la Iglesia, a partir de la doctrina de los dos mundos, toda autoridad secular, sino que rechaza toda posibilidad de un gobierno externo de las almas: “creer o no creer, por tanto, depende de la conciencia de cada cual, con lo que no se causa ningún daño al poder secular [...] el acto de fe es libre y nadie puede ser obligado a creer” (AS, 46). “Los pensamientos están exentos de aduana” (AS, 47), dice Lutero, reivindicando nuevamente esa libertad de conciencia que ya se hacía explícita en Sobre la libertad del cristiano. A cada quien le corresponde vigilar su fe. Dios establece una relación directa con quien ha sido elegido, y no requiere para ello de ninguna instancia intermedia que guíe la conciencia hacia la salvación: “al alma no debe ni puede mandarla nadie, a no ser que sepa mostrarle el camino del cielo. Ningún hombre puede hacer esto, sólo Dios” (AS, 45).
Por lo mismo, muestra Lutero, toda jerarquía que pretenda fundarse sobre un orden diferente al secular es absurda, y no es más que una invención humana (cf. NC, 13). El sacerdocio no es, por lo tanto, una elección divina sobre algunos escogidos, sino un oficio más, como cualquier otro:  
Se han inventado que el Papa, los obispos, los sacerdotes y los habitantes de los conventos se denominan el orden espiritual [geistlich] y que los príncipes, los señores, los artesanos y los campesinos forman el orden seglar [weltlich], lo cual es una sutil y brillante fantasía: todos los cristianos pertenecen al mismo orden, y no hay entre ellos ninguna diferencia, excepto la del cargo. (AS, 9)  
Nadie puede, por lo tanto, derogarse para sí ser el único poseedor de la Palabra de Dios y la verdad revelada: “quieren ser ellos los únicos maestros de la Escritura aunque no aprendan nada de ella a lo largo de su vida; sólo a sí mismos se atribuyen la autoridad y hacen el payaso ante nosotros con palabras vergonzantes diciendo que el Papa, sea bueno o impío, no puede equivocarse en la fe” (NC, 15). Para Lutero, no hay algo así como la infalibilidad del Papa, ni la autoridad de unos pocos sobre la Palabra revelada. La Palabra les es dada a todos, y sólo aquellos que tienen fe pueden comprenderla, pero quién tenga fe, eso no hay modo de saberlo. La conciencia es asunto, en últimas, de cada cual. También lo será, sin embargo, y como consecuencia de esto, la interpretación de la Biblia.
 
1.3.   La reivindicación de la conciencia individual 
A menos de que se me convenza por testimonio de la Escritura o por razones evidentes –puesto que no creo en el Papa ni en los concilios sólo, ya que está claro que se han equivocado con frecuencia y se han contradicho entre ellos mismos– estoy encadenado por los textos escriturísticos que he citado y mi conciencia es una cautiva de la Palabra de Dios. No puedo ni quiero retractarme en nada, porque no es seguro ni honesto actuar contra la propia conciencia. (DW, 175)  
Es conocida la afirmación de Lutero con la que respondió a la invitación de la Iglesia a retractarse en la Dieta de Worms. La afirmación reitera la reivindicación luterana de la autoridad de la Palabra de Dios sobre cualquier otra autoridad, tanto de la Iglesia como de la tradición. En efecto, la crítica de Lutero a toda autoridad externa no va ligada, inmediatamente, con el desmantelamiento de toda fuente de autoridad, de todo criterio de verdad. Al contrario,  va siempre de la mano con una recurrencia a la Escritura como única fuente de verdad: “mi conciencia es una cautiva de la Palabra de Dios”. Así lo expresa también Febvre, reiterando esta relación necesaria, para Lutero, entre la Escritura y la autoridad:  
Lutero no fue nunca un “liberal”: la palabra misma, pronunciada a propósito de él, huele a anacronismo. También sobre este punto son muy justas las palabras de Will: “su conciencia estaba obsesionada mucho menos por un deseo de emancipación que por una necesidad de obligación interior”. No pretendía defender la tesis de que cada uno debe disponer libremente de sus facultades, ni proclamar los derechos de la razón humana sobre el dogma. Pretendía, por el contrario, someter razón y conciencia a la única autoridad que reconocía. No la buscaba fuera de él, como un católico, refiriéndose a la Iglesia, a la tradición, a la autoridad. La sacaba de sí mismo. Era la “Palabra de Dios”, creadora en cada uno de nosotros de una necesidad más poderosa que todas las contriciones.  (1980: 172) 
Sin embargo, la afirmación contundente de Lutero unas líneas arriba va mucho más allá de la reivindicación de las Escrituras como única fuente de autoridad y de verdad. El reformador no sólo se escuda en la Palabra de Dios, sino que, tal y como lo destaca Letocha, se escuda en la libertad de su propia conciencia, conciencia en la que ha depositado una confianza absoluta: “[Lutero] invoca al foro interior cuyo imperativo es tomado como un absoluto normativo: la conciencia por derecho no puede ser violada por una coacción humana” (2003: 2, cursivas mías).
Tales son las consecuencias del reductivismo luterano de la autoridad: en la medida en que el cristiano tiene una relación exclusivamente privada con Dios, y en la medida en que el espacio en el que ese encuentro se lleva a cabo queda completamente separado de cualquier realidad o autoridad exterior, el hombre termina erigiéndose como el criterio de su propia certeza, de su propia verdad; la conciencia se convierte en el criterio normativo de autoridad. 
Por supuesto, esto queda relativizado en Lutero por la apelación a un criterio objetivo, y no subjetivo, de verdad: las Escrituras. Para él, tal como se lo hace notar a Erasmo, las Escrituras no dan cabida a la interpretación:  
De que en Dios hay muchas cosas escondidas que permanecen ignoradas por nosotros, nadie lo pone en duda. [...] En cambio, si bien los impíos sofistas afirman por doquier que en las Escrituras hay ciertas cosas abstrusas, y que no todo es accesible al entendimiento –y tú también, Erasmo, hablas aquí por boca de ellos– sin embargo jamás han producido un solo artículo en prueba de sus disparates, ni lo podrán producir. [...] Todo lo que las Escrituras contienen está puesto al alcance del entendimiento. (SA, 45) 
En las Escrituras, según Lutero, todo está claro, todo parece ser evidente a la luz de quienes tienen la fe para comprenderlo. Lutero reclama claridad en las Escrituras, pero Erasmo se ha dedicado a mostrarle en su discurso, de manera más que evidente, lo ambiguas que éstas pueden llegar a ser. Mientras para el segundo la carencia de certeza es sólo la aceptación cristiana de la incapacidad humana para comprender a Dios, para el primero la duda es la muestra más clara de la falta de fe. Para Lutero no hay nada más deplorable que la falta de certeza (cf. SA, 41). Es eso lo que más le molesta de la reflexión de Erasmo, como se lo hace notar permanentemente en su respuesta a éste:  
Lo que corresponde a un corazón cristiano no es el sentir desagrado ante las aserciones; antes bien, las aserciones deben agradarle, de lo contrario no será cristiano. Mas por ‘aserción’ (hago esta aclaración para evitar que juguemos con los vocablos) yo entiendo: adherir a algo invariablemente, afirmarlo, confesarlo, defenderlo y perseverar en ello sin claudicar [...] Lejos estén de los que somos cristianos, los escépticos y académicos. (SA 38-39). 
El cristiano, dice Lutero, no duda; afirma y se adhiere constantemente a su posición. Tal y como lo destaca Taylor, en el protestantismo, “allí donde no es posible la salvación mediada, gana suma relevancia el compromiso personal del creyente” (1989: 233, cursivas mías). Es sobre la propia certeza, dada por la fe, que el cristiano puede reclamar su verdad, una verdad que no deja de considerar revelada, pero que al final, tal y como se lo teme Erasmo, encuentra su fundamento en la certeza personal, en la convicción propia y, en últimas, aunque Lutero no lo acepta nunca así, en la propia interpretación de la revelación.
Este sentido fiducial de la convicción luterana, esta certeza inamovible, van ligados, de esta manera, con un  proceso claro de interiorización de la religión, a partir de la interiorización de la autoridad y los criterios externos de verdad. Tal y como lo describe Erika Rummel, este “dogmatismo” no es más que el resultado de una “convicción personal guiada por lo divino” (2000: 56) [5]. Lutero fundamenta todo sobre la base de la confianza en su vocación de profeta: él es un hombre de fe, mientras Erasmo es sólo un hombre de religión. Esta certeza última interiorizada, aunque involuntariamente, preparará el camino para la constitución de la subjetividad moderna. El protestantismo funda la fuerza vinculatoria de su verdad en la “última convicción personal, y no en la autoridad dominante como tal” (Febvre 1980: 17).
Sin embargo, esa interioridad, que gana un espacio propio e independiente en Lutero y que después de él será interpretada a la luz del sujeto que se autofundamenta y que se erige a sí mismo en su propio criterio de verdad, no es la afirmación de sí mismo característica del sujeto moderno, sino que trae consigo la negación absoluta de sí en la apertura a Dios. Como lo destaca Ballestero, “la posición privilegiada de la interioridad [en Lutero], va a darse, paradójicamente, como su destrucción” (1979: 85).
 
1.4. La individualidad sumida en la unidad de la revelación 
La negación de toda heteronomía externa no implica, en Lutero, la afirmación de una autonomía, de algo así como la apertura del hombre a la subjetividad moderna. Para ello haría falta abandonar una imagen revelada del hombre, que aún está claramente presente en el reformador alemán. Así insiste él mismo en su escrito sobre la libertad del cristiano: “El cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo” (LC, 170), de lo contrario, corre el peligro de erigirse en ídolo de sí mismo y olvidar que él no es nada sin Dios y sin la fe concedida por la gracia.
La separación entre el hombre exterior y el hombre interior no puede, pues, equipararse con la separación objeto-sujeto de la Modernidad. Quien habla en Lutero, quien tiene toda la certeza y reclama toda autoridad, no es la conciencia del reformador, sino la presencia de Dios en ella. El verdadero sujeto, si hay tal, es Dios, o, como afirma Letocha, la gracia divina; el hombre representa, más bien, al objeto de esta gracia que invade a la conciencia. Así, como afirma Ballestero, el cristiano es autonomía, pero no autónomo: se aloja en un punto en el que, a través de su fe, fluye la acción divina (cf. 1979: 107).
La convicción firme de Lutero va ligada también, de esta forma, con la necesidad de negar toda acción mediadora del hombre en su relación con Dios. El cristiano no duda, porque no tiene la ocasión de hacerlo, pues su relación con Dios (establecida por este último) no tiene la posibilidad de ser mediada por ninguna reflexión. Esto es lo que Lutero rechaza de Erasmo: la introducción de la razón y, por lo tanto, de la duda, en cuestiones de fe. A eso se refiere cuando rechaza a los escépticos y académicos como cristianos (cf. SA, 39), cuando llama a la razón la “necedad humana” (cf. SA, 206) y cuando reitera, en su carta a la nobleza alemana, que Dios no quiere ni puede tolerar que se comience una buena obra con la confianza puesta en la razón (cf. NC, 6).    
No es que Lutero rechace la razón. Él mismo se encarga de alabar a Erasmo por sus estudios humanísticos, y, como se dedica a mostrarlo Rincón González en su artículo, mantiene un respeto y un gusto especial por algunos de los autores clásicos. Por ejemplo, en su carta dirigida a los magistrados de las escuelas alemanas, dice Lutero: “Permitid que utilicemos la razón, y que Dios perciba nuestro agradecimiento por sus bondades; que los restantes países se den cuenta de que también nosotros somos hombres, personas capaces de aprender de ellos o de enseñarles algo de utilidad, contribuyendo de esta suerte a la mejora del mundo” (MA, 229).  Sin embargo, la razón también pertenece al hombre exterior, al mundo secular, y no debe interferir con la conciencia en la que, en medio de la negación absoluta de sí mismo, se da la relación inmediata con Dios. La “subjetividad” luterana, los visos que en él podrían entreverse de “individualidad”, desaparecen para dejar espacio a una inmersión absoluta en la unidad de la gracia y de la revelación.
Se podría decir, entonces, que con la negación de toda heteronomía, de toda autoridad externa impuesta, y de toda mediación en su relación con Dios, se da en Lutero un primer paso para la creación de ese espacio vacío que señala Letocha como elemento característico de la Modernidad. Y sin embargo, dicho espacio no es aquí el punto de partida para una mirada subjetiva del mundo, para la imposición, a partir del propio sujeto pensante, de los criterios normativos. Es, al contrario, el volverse de una conciencia a una unidad que anhela y que sólo encuentra en la propia negación. Es la cesión de todo dominio para acceder a la libertad de la sumisión absoluta a Dios. Esto, claro, como lo señala Rincón González, no dejará tampoco de estar presente en la Modernidad: el sujeto descubrirá, como lo hace en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, que todo dominio no es más que esclavitud, y que la negación de sí mismo no es más que el primer paso para la propia liberación. Las preguntas luteranas continúan siendo actuales. Pero, por lo menos desde la perspectiva de una Modernidad a grandes rasgos como la que se intenta manejar aquí, eso no significa que sean modernas, y mucho menos, que hayan sido las creadoras conscientes del espíritu de la Modernidad.
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2. Erasmo y el escepticismo cristiano
 
“Cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos”.
Eco. “El nombre de la de rosa”. Primer día, Tercia.
La Modernidad puede entenderse, también, desde otra perspectiva, como la consolidación de un impulso que habría empezado tres siglos atrás con el surgimiento del nominalismo. Éste introduce la separación entre las palabras y el mundo, que poco a poco se transformará en la separación entre el pensamiento y la realidad. Como lo describe Rincón González, tal y como se presentaba aún en el Siglo XVI, “la vía antigua [el realismo] proponía una relación directa y ontológica entre el retrato y lo retratado, mientras que la vía moderna [heredera del nominalismo] entendía tal relación como un vínculo mental que carece de toda base en la realidad, fuera del observador” (1983: 109). El pensamiento heredero del nominalismo precede, de este modo, la visión del mundo como representación, como imagen: al hombre le está vedado conocer absolutamente el mundo, las verdades universales, en la medida en que las palabras, el lenguaje a través del cual el mundo nos es accesible en el conocimiento, son ellas mismas meros símbolos de las cosas. Con ello comienza, a la vez, la comprensión de la razón como un instrumento, como un medio para conocer aquello que comienza a ser postulado como lo otro, como el objeto. Es el comienzo de la constitución del sujeto moderno a partir del reconocimiento de los propios límites de la razón.
El escepticismo de Erasmo puede mostrarse, desde este punto de vista, como una comprensión de la razón humana que, a partir de sus propios límites, busca el camino para referirse a sí misma y abrir un espacio de opinión en la conciencia: en medio de la carencia de certezas, cada uno puede juzgar por sí mismo, siempre y cuando se tenga conciencia de las limitaciones de la propia opinión. Hasta qué punto es esto moderno, hasta qué punto contribuya, por el contrario, al conservadurismo de Erasmo, es algo que conviene examinar con atención.
 
2.1.   El hombre escindido y el libre arbitrio  
La herencia del nominalismo se convierte en Erasmo, junto con muchos de los humanistas del Siglo XVI, en el punto de partida para una comprensión a la vez pesimista y optimista del hombre: a la razón humana le están vedadas las verdades universales, que sólo pertenecen a Dios, cuyos designios le son absolutamente desconocidos. La razón es un mero instrumento, cuyos límites deben ser reconocidos por el hombre. Y sin embargo, tras este reconocimiento, el hombre puede aún hacer algo por su propia salvación. Al contrario de lo que sucede en Lutero, y de lo que posteriormente reafirmará Calvino, el humanismo de Erasmo le reconoce al hombre la posibilidad de participación en su propia justificación. Es esto precisamente lo que puede extraerse de la visión antropológica presente en algunos de sus textos: a partir de la introducción del alma como la “facultad” o “fuerza” mediadora en el hombre entre el espíritu y el cuerpo, facultad que no quedará del todo corrompida después de la Caída, Erasmo logrará encontrar un punto de apoyo para su defensa de la contribución activa del hombre en su propia salvación. 
El hombre, para Erasmo, se encuentra en una lucha permanente contra el mal, tanto interno (los deseos), como externo (el mundo) (cf. E, 56). Esto, sin embargo, tiene muchas posibles interpretaciones. Por un lado puede entenderse, siguiendo la tradición platónica, como una escisión entre el alma y el cuerpo, entre las pasiones y la razón: “un mismo hombre pugna consigo mismo. La razón lucha con las pasiones, y una pasión tiene conflictos con otra, cuando hacia un lado empuja la piedad y hacia otro impele la concupiscencia. Demás de esto, una cosa aconseja la voluntad de la carne; otra la ira; otra, la ambición; otra, la avaricia.” (QP, 346). El alma, encerrada en el cuerpo, debe volverse a la virtud, al conocimiento, y con ello elevarse por encima de sus pasiones. La razón debe lograr gobernar por encima de los “sentimientos bestiales” (E, 100).
Por otro lado, estaría la visión de San Pablo y del Evangelio en general, que se asemeja más a la escisión luterana entre el hombre exterior y el hombre interior (también inspirada, por supuesto, en la visión paulina): el hombre, para San Pablo, está escindido entre la carne y el espíritu. La carne implica la esclavitud, la ley de los miembros, el estar sometido al cuerpo y a los deseos; el espíritu, por su lado, es la libertad, la ley del espíritu, el camino de la salvación. La visión paulina trae consigo, además, algo que para Erasmo parece ser importante: el paso del dualismo platónico a la unidad: “Platón puso dos almas en el hombre, San Pablo dos hombres en la misma alma, tan unidos que no estarán el uno sin el otro ni en el cielo ni en el infierno. Y, por otra parte, tan separados, que la muerte de uno se convierte en la vida del otro” (E, 104-5). Frente a la interpretación antropológica platónica, en la que prima la dualidad y, por consiguiente, en la que el hombre se encuentra en permanente lucha consigo mismo, San Pablo presenta a un solo hombre, que tiene la opción de optar por el bien, por la ley del espíritu, o por el mal, la ley de la carne, pero que sigue siendo siempre uno.
Sin embargo, Erasmo no se siente aún cómodo con la visión de San Pablo. En ella, como puede verse precisamente en la interpretación luterana, no queda muy claro el papel del alma en la lucha entre la carne y el espíritu. El alma  parece ser un elemento pasivo, el receptor de la primera o el segundo. Por el contrario, en la visión platónica, presente en muchos de los escritos de Erasmo (puede verse claramente en la Educación del príncipe cristiano y en la Querella de la paz, entre otros), la división interior-exterior sigue siendo clara, pero el alma juega un papel fundamental, va ligada a la razón y a la consecución de la virtud.
Ambas posiciones se ven conciliadas por una tercera, presentada por Erasmo desde la perspectiva de Orígenes. Según ésta, el hombre se encuentra escindido entre dos alternativas, el espíritu o la carne. El primero expresa “la semejanza con la naturaleza divina” (E, 114); en la segunda se encuentra impresa, por el contrario, “la ley del pecado” (E, 113). Pero hay una tercera parte, que se encuentra entre las dos anteriores, y que introduce el elemento que hacía falta en la visión paulina: el alma, que “está solicitada continuamente por una y otra parte, pero ella es libre de inclinarse por el partido que quiera. Si, venciendo a la carne, se inclina hacia el bando del espíritu, se hará espiritual. Pero, si se rebaja a los deseos de la carne, degenerará en carnalidad” (E, 114, cursivas mías). Así, concluye Erasmo, “el espíritu nos hace dioses; la carne, bestias; el alma, hombres. El espíritu nos hace buenos; la carne, malos; el alma, ni buenos ni malos” (E, 115).
La antropología de Erasmo está determinada, de esta manera, por una concepción positiva del hombre –al menos en relación con Lutero– que se hace clara en esta necesidad de introducir la visión conciliadora de Orígenes en el Enquiridion: el alma humana no está de antemano condenada, lo que está condenado es el cuerpo; pero el hombre tiene la alternativa de inclinar su alma hacia el espíritu, y con ello contribuir a su propia salvación. El hombre, tras la Caída, no quedó completamente corrupto:  
Nuestro poder de juicio –llamémoslo nous, es decir, mente o intelecto, o más bien logos, es decir, razón–  sólo ha sido oscurecido, pero no extinguido, por el pecado. Nuestra voluntad, entendida como nuestra habilidad para escoger o rechazar, ha sido, por lo tanto, dañada hasta el punto en el que no puede mejorar por sus propios medios naturales; ha perdido su libertad y fue obligada a servir al pecado al que alguna vez asintió voluntariamente. Pero, por la gracia de Dios, quien perdona el pecado, la libertad de la voluntad ha sido restaurada hasta el punto en el que, de acuerdo a los pelagianos, la vida eterna puede ser ahora alcanzada sin la ayuda de una gracia adicional. (LA, 23) [6] 
Tanto la razón, como la voluntad, perdieron su integridad tras la Caída. Pero por la gracia de Dios, que según Erasmo le es concedida a todos los hombres, ambas tienen una mínima capacidad de reorientarse hacia el bien, en lugar de hacerlo hacia el pecado. La razón del hombre conserva, gracias a la bondad de Dios, una “luz innata”: “Y finalmente depositó en su más sagrada intimidad [en la del hombre] una chica centella de la divina mente que aun sin la ostensión y aliciente de ningún premio, les ayudase por sí a merecer bien de todos, porque esto es lo más propio y natural de Dios, a mirar en su bondad por el bien de todos” (GI,  384, cursivas mías). Gracias a esta luz natural, el hombre tiene la capacidad, y por ende la responsabilidad, de participar en su propia justificación. Erasmo reivindica, frente a Lutero, el libre arbitrio: aunque el hombre sólo se salva por la gracia divina, esta gracia le es concedida a todos los hombres por igual, como primer paso en el proceso de salvación. El alma es la parte del hombre que, a partir de la razón y a través de la voluntad, asume la responsabilidad de su propia salvación [7]. 
 
2.2. El humanismo cristiano 
Esto va de la mano con el humanismo cristiano de Erasmo, con su filosofía de Cristo, que en sí misma no es más que un intento de conciliación de una visión racional del hombre con la doctrina divina de la salvación, una conciliación entre la razón y la fe, entre el saber y la virtud. Así la describe Halkin:  
Claro que se trata de una filosofía, es decir, de un conjunto de principios coordinados, y de ninguna manera de un mensaje irracional bueno para iluminados. Sin embargo, no es una filosofía como las demás: no es humana, sino divina; no es únicamente intelectual sino, a pesar de su nombre, permanece accesible a los más simples. Finalmente, hace a Dios sensible al corazón, ordena a la vez la interioridad y la fraternidad, es sabiduría y vida. (1992: 145-6) 
Por eso, en el Enquiridion, las armas del caballero cristiano son tanto la oración como la ciencia. Aunque la oración es más poderosa, dice Erasmo, la ciencia es necesaria, en la medida en que “sugiere lo que hay que pedir” (E, 68). La sabiduría se convierte así, por un lado, en un elemento indispensable en el camino de la virtud, y por ende, de la salvación; por el otro lado, y esto es característico del humanismo cristiano erasmiano, la facultad racional del hombre queda orientada casi en su totalidad hacia la moral. Así quedará también claro cuando, más adelante, en la Educación del príncipe cristiano, afirma: “Mas filósofo no es éste que conoce a fondo la dialéctica o la física, sino que, despreciadas las falsas apariencias de las cosas, e intacto su pecho, reconoce los verdaderos bienes y los sigue. Ser filósofo y ser cristiano es diferente en los términos, pero en la realidad es lo mismo” (EP, 26).
Todo el conocimiento se transforma, en Erasmo, en una preparación para la virtud. La sabiduría de los paganos, que hay que estudiar como una propedéutica a la sabiduría de los Padres de la Iglesia, debe entenderse como una guía para el “buen vivir” (E, 73):  
[...] si de los libros de autores paganos escoges lo mejor y cual abeja que va volando por todos los huertecillos de los antiguos dejas el veneno y chupas solamente el jugo sano y generoso, te sentirás no menos armado para esa vida común que llaman “ética”. Pues en modo alguno son de despreciar algunas de las armas de su destreza. (E, 79)  
Lo mismo sucede, una vez introducido en el camino del conocimiento, con la lectura de las Escrituras, ligada a la aproximación a los autores antiguos cristianos. Los segundos comprendieron, a diferencia de los escolásticos, que encontrar el sentido oculto y profundo de las Escrituras no es entrar en discusiones teológicas abstrusas, o pretender descifrar en las palabras los designios ocultos de Dios para con el hombre [8]. Es justamente esto lo que le reclama Erasmo a Lutero en la disputa del libre arbitrio: hay algunas verdades que deben ser claras para todos los cristianos, y suficientes para la cristiandad, tales como la conciencia de la responsabilidad humana sobre el mal, y el reconocimiento de que todo bien proviene de Dios; que todo cuanto sucede en el mundo lo ha querido hacer Dios para nuestra salvación, y que, por lo tanto, ninguna injusticia proviene de Él; finalmente, que la vida es una lucha del hombre hacia la salvación, y que éste debe buscar por todos los medios derrotar al pecado y pedir la misericordia de Dios (cf. LA, 9). “Solía ser suficiente para la piedad cristiana aferrarse a esas verdades” (LA, 9), concluye Erasmo. Lo único que Dios deseaba que supiéramos con toda claridad eran los preceptos morales para una vida buena (cf. LA, 9-10); esto es lo que tiene que ser aprendido y recordado por todos los cristianos, y lo que queda hay que dejárselo a Dios, porque “es más devoto adorar lo desconocido que investigar lo inexplorable” (LA, 10).
El humanismo de Erasmo se refleja justamente en este intento de combinar la sabiduría y la virtud, orientando la primera hacia la consecución de la segunda; en este intento de humanizar la religión transformándola, más que en una problemática teológica, en una cuestión de moralidad, en un humanismo evangélico que reclama “el antiguo sentido de la religio como orden moral y social de civilización” (Letocha, 2003: 2) [9]. Mientras el énfasis de Lutero va a ser en la convicción y certeza inamovibles obtenidas desde la perspectiva de la teología, para Erasmo el cristianismo es moralidad, y en ello consiste su filosofía de Cristo.
 
2.3.   Escepticismo erasmiano: “que cada quien juzgue” 
Esta posición humanista frente a la religión va de la mano, en Erasmo, con la comprensión que tiene del hombre y de sus facultades. Tal y como se veía, Erasmo considera que el hombre tiene aún un rastro de la luz divina natural dada a él antes de la Caída y, por lo tanto, la razón humana conserva una capacidad deliberativa que debe orientar hacia el bien, hacia la acción, para alcanzar la propia justificación. La diferencia con Lutero comienza a ser determinante desde este momento: si a todos los hombres se les ha concedido la gracia para poder salvarse, y si la salvación no es un momento pasivo en el que el alma recibe la fe por la gracia de Dios, sino que implica una acción del hombre encaminada hacia la justificación, el interés del hombre debe volcarse en su totalidad a la consecución de esta meta. La razón humana debe preocuparse, así, por llevar a cabo aquello que Dios espera del hombre, más que por entender las verdades ocultas de Dios. Y, por las mismas razones, aquello que Dios quiere que sepamos debe ir de la mano más de lo segundo, lo práctico, que de lo primero, el conocimiento de las verdades ocultas: todo lo que podemos comprender de las Escrituras, aquello que Dios quiere que sepamos, tiene un sentido práctico para la vida. El humanismo de Erasmo va ligado con un escepticismo que parte, en primer lugar, del reconocimiento de los límites de la razón humana. La sabiduría verdadera es el reconocimiento de la propia incapacidad, de los propios límites de la razón: ese es el verdadero camino hacia la virtud (cf. E, 101).
Esa es, también, la razón para la declaración del escepticismo erasmiano en su disputa con Lutero. La máxima aproximación que puede tener el hombre a la sabiduría divina está dada por las Escrituras, pero éstas no son más que la traducción de la voluntad de Dios en palabras accesibles al hombre: “La Sabiduría divina nos balbucea y, como madre solícita, acomoda sus palabras a nuestra infancia” (E, 77; cf. LA, 12). Así, toda pretensión del hombre de comprender las verdades divinas, va ligada a la soberbia de aquel que aún no ha reconocido su pequeñez.
El reconocimiento de los límites de la razón va ligado a la vez, en el escepticismo erasmiano, a un método que el pensador pone en práctica en la disputa con Lutero, y que deja claro desde el principio de la exposición: “Yo simplemente quiero analizar, y no juzgar, investigar y no dogmatizar” (LA, 7). El examen de Erasmo acerca de la cuestión del libre arbitrio comienza mostrando la oscuridad de las Escrituras a este respecto. Nuevamente el autor insiste en que Dios no quiere decirle todo al hombre, y que ello puede verse en las contradicciones a las que se llega cuando se intenta adentrar en terrenos que no le corresponden. Tomando apartes de la Biblia que hablen tanto a favor como en contra del libre arbitrio, Erasmo demuestra, en concordancia con el método escéptico, la imposibilidad de tomar una posición al respecto a partir únicamente de las evidencias. En estos aspectos, resalta, a lo máximo que puede llegarse es a una interpretación: “es un hecho que la Sagrada Escritura es, en la mayoría de los casos, o bien oscura y figurativa, o bien parece, a primera vista, contradecirse a sí misma. Por lo tanto, nos guste o no, tenemos que renunciar algunas veces al significado literal y ajustar su significado a una interpretación” (LA, 93-94). 
El siguiente paso es, entonces, buscar la razonabilidad en las posiciones. Aquí Erasmo, rescatando el papel de la razón, en contraposición a Lutero, muestra cómo la consideración del reformador acerca de la carencia completa de libertad en el proceso de salvación trae consigo consecuencias poco racionales, si no irracionales, para la comprensión que tenemos del hombre, de Dios y de la religión: “ha sido ya claramente mostrado qué cosas tan irracionales, por no decir absurdas, se siguen de eliminar la libertad de la voluntad” (LA, 94). La ausencia del libre arbitrio es menos razonable, en la medida en que la responsabilidad del hombre se vuelve inexplicable y la justicia de Dios muy poco comprensible:  
Una divinidad que nos imputa su excelencia puede ser tolerable para un alma pía. Pero es difícil explicar cómo es compatible con la justicia (sin mencionar, además, la misericordia), condenar a otros, en quienes Dios no se dignó a causar bien, a eternas torturas, a pesar de que, por sí mismos, no podrían de ninguna manera efectuar el bien, pues o no poseían libre arbitrio, o poseían uno libre exclusivamente para pecar. (LA, 82)  
Por otro lado, y por esta misma razón, las consecuencias de esta posición para la práctica serían también perjudiciales. En esto Erasmo muestra una tendencia al pragmatismo que va de acuerdo con su filosofía de Cristo y con la visión de la religión como moralidad. Si considerar que el hombre es responsable de su propia salvación lo va a llevar a actuar bien y a buscar ser virtuoso, mientras que, considerar lo contrario, no sólo pone en duda su responsabilidad, sino a la vez disminuye la fe (cf. LA, 90-91), es definitivamente mejor optar por lo primero que por lo segundo: “si uno busca tener una vida virtuosa más que erudita, es evidente qué hombres están del lado del libre arbitrio” (LA, 16). En la medida en que el hombre no tiene acceso a las verdades últimas y, por lo tanto, no tiene la posibilidad de escoger lo verdadero, puede al menos escoger lo más razonable y lo menos perjudicial: “Asumamos la verdad de lo que Wycliffe ha pensado y Lutero ha asegurado, es decir, que todo lo que hacemos sucede no en virtud de nuestra libertad de arbitrio, sino por pura necesidad. ¿Qué podría ser más inútil que hacerle al mundo pública esta paradoja?” (LA, 11) [10].  
Finalmente, Erasmo decide optar por una solución “moderada”, que combine las posiciones extremas (por un lado el pelagianismo, por el otro la posición de Lutero), teniendo en cuenta tanto lo más razonable, como lo más útil o menos perjudicial para la práctica. Al final, reitera nuevamente la imposibilidad de saber cuál es la posición verdadera, en la medida en que a la razón humana le han sido vedados tales principios de la voluntad divina. La posición, por lo tanto, aún queda abierta a discusión. La función de Erasmo, en el discurso, ha sido llevada a cabo a satisfacción, en la medida en que no es su responsabilidad juzgar, sino sólo mostrar una interpretación razonable. Por ello, termina: “He llegado al final. Que cada quien juzgue” (LA, 94).
 
2.4.   La verdad como consenso: apelación a la autoridad 
¿Hasta qué punto implica esta posición escéptica una libertad de conciencia?, ¿puede decirse que Erasmo se conforma con esta ausencia de certeza? La respuesta a estas preguntas es determinante para decidir qué tan moderna puede ser la posición de Erasmo y qué tanta importancia le da a la razón y a lo razonable en sus discusiones.
Si bien las afirmaciones de Erasmo, al final del Discurso sobre el libre arbitrio, parecen dejar abierta la cuestión y otorgar la responsabilidad de decisión a cada quien, el escepticismo de Erasmo no se conforma, en todo caso, con las incertidumbres resultantes de los límites de la razón. La suspensión del juicio, tradicional en la filosofía escéptica, es sólo el primer paso en un proceso que, en el fondo, es menos escéptico de lo que parece, y mucho más conservador de lo que algunos críticos eclesiásticos apuntaron en su momento. Tal y como lo señala Erika Rummel, el escepticismo de Erasmo es un “escepticismo cristiano”. La aceptación de los límites de la razón y, por ello, de la imposibilidad de incursionar en cuestiones teológicas sin caer en interpretaciones, no apunta a la libertad de conciencia, o mejor, a la libertad de opinión, sino que se constituye en la razón fundamental para la apelación última a una autoridad externa como medio de superación de la incertidumbre. La ausencia de certeza, en Erasmo, es superada por la apelación a la autoridad: “El cristiano escéptico es capaz de superar las limitaciones de la razón humana y convertir probabilidad en certeza, usando la autoridad y el consenso como criterios de verdad” (Rummel 2000: 57).
La autoridad a la que Erasmo apela es justamente aquella que, como se veía anteriormente, Lutero rechaza, precisamente por ser una autoridad impuesta desde el exterior, en contraposición a la certeza dada por la fe. Es la autoridad de los Padres de la Iglesia, la autoridad de la tradición y de la institución eclesiástica:  
Una vez el lector de mi disputación reconoce que las herramientas de mi lucha son las mismas que las del adversario, puede él ya decidir por sí mismo si atribuye más peso a las decisiones de muchos escolares, ortodoxos, santos, mártires, teólogos de épocas antiguas y más recientes, de todas las universidades, así como también de los muchos concilios, obispos y Papas; o más peso a las opiniones privadas de uno o dos hombres. (LA, 15)  
En efecto, asegura Erasmo, Lutero tiene razón: la autoridad de la Palabra de Dios en las Escrituras está por encima de la palabra de todos los mortales. Pero cuando se ha demostrado que el problema no se refiere a la palabra misma, sino a su sentido (cf. LA, 15), es decir, a las interpretaciones que los hombres hayan decidido darle, la ambigüedad puede ser reemplazada por el consenso, apelando a la autoridad externa de la tradición. 
La verdad en Erasmo, o mejor, el criterio último, en medio de la aceptación de los límites de la razón, se apoya en el consenso. Tal y como lo destaca Rummel, el consenso es una pieza fundamental de la epistemología erasmiana: el criterio de verdad se traslada enteramente al exterior, a la verdad doctrinal de la institución eclesiástica (cf. 2000: 57). Esto va unido a una situación paradójica de la doctrina de Erasmo frente a la Modernidad.
Por un lado, como heredero del nominalismo –que se muestra aquí como un paso decisivo a la Modernidad, en la medida en que rescata una concepción crítica del conocimiento en la que el ejercicio de la razón como instrumento es fundamental–, Erasmo señala los límites de la razón humana, haciendo conciencia, con ello, de la relatividad de las interpretaciones de la Palabra. Es justamente por ello que, como señala Halkin, atribuye  a la teología como tarea principal la filología: “Erasmo toma partido por una solución humanista de la cuestión bíblica. Aboga por la filología y particularmente por la necesidad del conocimiento del griego por los teólogos. En resumen, proclama los imperativos de lo que nosotros llamamos hoy en día una exégesis científica” (1992: 38).
Por el otro, este escepticismo, esta conciencia de los peligros que se corren al confiar en la propia interpretación de la Escritura, no son más que la confirmación de la necesidad de la tradición y de la institución eclesiástica como autoridades que definen la interpretación última, como representativas del criterio último de verdad. Esto va ligado en Erasmo, además, a una actitud conservadora, temerosa de todo cambio, que se contrapone completamente al espíritu moderno. En este sentido, como se veía, Lutero se mostraba más moderno que Erasmo al proponerse descalificar toda la tradición. 
Erasmo abre, en efecto, el espacio para una libertad de conciencia como derecho inherente del hombre, al poner en práctica el método escéptico y al oponerse rotundamente a posiciones como la de Lutero, que pretenden una claridad absoluta de las Escrituras y excluyen toda posibilidad de interpretación. Sin embargo, como lo destaca Letocha, la libertad de conciencia no es aquí más que “un espacio interior de opinión regulado desde el exterior por el estudio (por lo cual se impone la autoridad de los textos) y por la piedad (juzgada por Dios)” (2003: 6). Toda certeza viene del exterior, sólo se tiene libertad de opinión en aquellos aspectos que no tienen una regulación externa, es decir, sobre todo, en las cuestiones prácticas, que dependen de la deliberación de la propia conciencia, sometida al juicio de Dios. La libertad de conciencia aquí, por lo tanto, y a diferencia de lo que sucedía en Lutero, carece de objeto, en la medida en que el dogma, la certeza, le es inaccesible al hombre en su interioridad. En últimas, el escepticismo de Erasmo no es más que el resultado de la carencia, todavía en el Siglo XVI, de aquello que se constituirá en el rasgo esencial de la Modernidad: un punto de apoyo subjetivo fundamentador que permita remitirse únicamente a sí mismo, excluyendo con ello todo criterio externo. 
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3. Calvino y el pa so a la praxis
“Al hombre los planes del corazón, pero de Dios, la respuesta [...] 
Encomienda tus obras a Dios y tus proyectos se llevarán a cabo.
Todas las obras de Dios tienen su propio fin, hasta el malvado, para el día del mal.
Dios abomina al de corazón altivo, de cierto no quedará impune [...]
El corazón del hombre medita su camino, pero es Dios quien asegura sus pasos” 
Proverbios 16, 1-9
Uno de los rasgos característicos de la Modernidad es, para Letocha, “la elección de la praxis en contra del pathos” (2000: 79): el hombre, en la época moderna, deja de lado su actitud contemplativa y la posición pasiva frente al cosmos, deja de ser simplemente una creatura más en el continuum de lo real, para encargarse él mismo, a partir de su propia iniciativa, de transformar el mundo que le rodea. De esta manera, como también lo menciona Taylor, la Modernidad se caracteriza por llevar a cabo el paso de la contemplación a la eficacia productiva, como sucede en la ciencia (cf. 1989: 247), y por ensalzar al hombre como productor, el cual “encuentra su más alta dignidad en el trabajo y la transformación de la naturaleza al servicio de la vida” (1989: 231). Esto va de la mano con la comprensión de la naturaleza humana como un proyecto, antes que algo dado; o, por parte del hombre, va unido a la comprensión de sí mismo como un sujeto que debe generarse a sí mismo un espacio en el mundo; un mundo que debe ser, a la vez, adaptado a sus necesidades.
Tal como se ha hecho con las doctrinas de Lutero y Erasmo, veamos ahora hasta qué punto y en qué sentido  la doctrina calvinista ha podido significar un aporte al desarrollo de  la antropología moderna.
 
3.1. El hombre caído: la predestinación
La visión calvinista del hombre, en su condición de ser caído, es incluso más pesimista que la de Lutero. En este último, a pesar de quedar negada toda posibilidad de participación en la justificación, el hombre puede darse cuenta de su inferioridad, de su incapacidad para salvarse, y a partir de ello puede incluso desear ser salvado. Esto, en Lutero, no es aún señal de ser elegido, pues para ello, para desear ser justificado, no parece ser necesaria todavía la gracia que otorga la salvación [11]. Por el contrario, en Calvino, el hombre por sí solo no puede siquiera desear ser salvado, porque incluso el mismo deseo proviene de Dios: “Dios es quien produce en nosotros el querer” (IC: 196). Así lo menciona también Crouzet, al comparar ambas visiones: 
El itinerario soteriológico de Calvino, más allá de una génesis que quizás le hunde en el tejido de la misma angustia, no es el de Lutero: para éste, como el hombre ha adquirido por fin conciencia de su plena decadencia, se halla en condiciones de recibir el don gratuito de la fe. Para Calvino, la percepción de la majestad inmensa de Dios es el preliminar de un movimiento que conduce al hombre a comprenderse en tanto que criatura marcada por el pecado y, por ello, a estar en condiciones de tomar en consideración la sabiduría de Dios. [...] Una vez delimitada esta posibilidad de una unión entre lo infinitamente puro y lo infinitamente impuro, Calvino pone en comunicación la conciencia del pecado con la del deseo de buscar a Dios. Pero eso no significa que el hombre se halle en condiciones de ser el artesano de esa búsqueda, ni siquiera de ese deseo. Por sí mismo, por sus propias fuerzas, el hombre no es más que viudez, “mar de todas las malicias”, mientras que el poder de la salvación sólo puede proceder gratuitamente de Dios. (2001: 143, cursivas mías) 
Hasta ese punto ha quedado corrompida la naturaleza humana a partir de la Caída en el pecado de Adán. Ni el entendimiento queda capacitado para orientarse hacia el bien, pues “los ojos de nuestro entendimiento siempre estarán cerrados, si el Señor no los abre” (IC, 194); ni la voluntad puede siquiera desear ser salvada, ser justificada por la fe, pues, tras la Caída, la voluntad no puede desear otra cosa sino pecar (cf. IC, 178). Esto refuerza la condición trágica del hombre, en la medida en que, a pesar de estar condenado a ser pecador, nada lo coacciona, él escoge el mal, desea pecar y, por ende, es responsable de sus propias acciones; sólo en este sentido puede decirse que es libre: 
El alma queda encadenada, pues, como sierva de esta necesidad voluntaria y de una libertad perjudicial, y queda libre de modo extraño y harto nocivo; sierva por necesidad, y libre por voluntad. Y lo que es aún más sorprendente y doloroso: es culpable, por ser libre; y es esclava, porque es culpable; y de esta manera es esclava precisamente en cuanto es libre (IC, 203). 
El pecado es, así, una condición del alma del hombre, y éste no puede hacer nada por sí mismo para evitarlo, pues, sin la gracia de Dios, ni siquiera deseará hacerlo. La predestinación es absoluta y el hombre ni siquiera tiene la capacidad para comprenderla.
Por otro lado, en Calvino, a diferencia de Lutero, queda también descartada la posibilidad de una libertad de conciencia. Si en Lutero la visión del cristiano es optimista con respecto al pesimismo que caracteriza a la visión del hombre en general, en Calvino no parece darse tal cosa, al menos no desde el punto de vista de la puesta en práctica de su doctrina. Calvino no continúa con la separación resultante de la doctrina de los dos mundos luterana. En su acción política no quedan separados el ámbito de lo privado, de la conciencia, del ámbito de lo público, que le corresponde exclusivamente al poder secular. Al contrario de desaparecer, toda autoridad y toda coacción externa se refuerzan hasta el punto de adentrarse en el espacio privado de la conciencia.
Esto, por supuesto, no queda muy claro desde la doctrina, pues ni las obras cuentan en la obtención de la salvación, ni es posible acceder a la voluntad divina para reconocer quiénes han sido o no justificados. Sin embargo, en la puesta en práctica del calvinismo se tomará mucho más literalmente lo que ya afirmaba Lutero: “las obras son las que hacen a alguien bueno o malo a los ojos de los hombres; es decir, manifiestan al que es bueno o malo, como dice Cristo: ‘Por sus frutos los conoceréis’” (LC, 166) [12]. La exterioridad vuelve a ganar  importancia en Calvino, tanto desde el punto de vista de la autoridad externa (tampoco desaparece la institución eclesiástica, sino que al contrario es uno de los medios de coacción), como de las obras en cuanto reflejo del alma del hombre que ha sido justificado. Así, afirma Crouzet:  
En Ginebra [donde Calvino tiene la posibilidad de instaurar su régimen reformador], el individuo está precisamente como desindividualizado, como desadaptado, se trata de un individuo en negativo, y se muestra encerrado en una red muy tenue de obligaciones e imperativos de la que no debe deshacerse bajo pena de entrar en aquella espiral dramática de amonestaciones y reconciliaciones. (2001: 273) 
Toda esta desconfianza puesta en el hombre es, sin embargo, compensada en Calvino por una confianza infinita en Dios. Todo cuanto sucede procede de Él y había sido ya desde siempre predeterminado: “no puede acontecer cosa alguna que el Señor no haya antes previsto” (IC, 134), porque “no solamente mueve Él la máquina del mundo y cada una de sus partes con un movimiento universal, sino también porque tiene cuidado, mantiene y conserva con una providencia particular todo cuanto creó” (IC, 124-5). La predestinación no es, para Calvino, un camino de desesperanza en el que el hombre ha perdido el sentido de su existencia; es, al contrario, una fuerza potenciadora que lleva al hombre de fe a aceptar su insignificancia y a depositar toda su esperanza en Dios, en su justicia y bondad infinitas, incomprensibles para la razón humana. La providencia divina es un “consuelo” para el hombre (cf. IC, 127), pues “si con razón temíamos a la fortuna, igualmente debemos sentir seguridad y valor al ponernos en las manos de Dios” (IC, 146). El abismo insondable entre la sabiduría y la voluntad divinas y el hombre caído tras el pecado de Adán no son sino el comienzo del camino hacia Dios, camino que sólo Él puede ayudarle a emprender: “[...] no hay ya abismo, sino camino por el cual poder marchar con seguridad, antorcha para guiar nuestros pasos, luz de vida y escuela de verdad cierta y evidente” (IC, 137). 
 
3.2.   La regeneración como teleología 
Tal y como lo sugiere la cita anterior, el sentido de la regeneración para Calvino va mucho más allá de un acto momentáneo en el que el hombre recibe la gracia infinita de Dios. La reconciliación de Dios con la naturaleza corrupta del hombre es el comienzo de un camino, es la puesta en marcha de un proceso teleológico del hombre hacia Dios. Esto es así porque la regeneración en Calvino debe entenderse, antes que todo, y en un sentido platónico, como una reorientación del alma hacia el bien. La Caída, más allá de corromper la esencia del hombre, lo que hizo fue impedirle al alma dirigirse y orientarse correctamente. La gracia de Dios, que justifica y salva, hace tornar al alma nuevamente hacia el bien. Tal y como lo destaca Oberman: “Cuando la imago dei se ha perdido,  entonces ésta no es una pérdida de substancia o esencia, sino de orientación: desde la Caída el hombre queda perdido, desconcertado” (Oberman 1993: 266).
El hombre descubre, a partir de la regeneración, el fin para el que ha sido creado (IC, 163), que no es otra cosa que el conocimiento de Dios (IC, 10), la recuperación de la imago Dei perdida con la Caída y, con ello, la realización de la felicidad: “la gracia no provee la elevación ontológica, sino una reorientación psicológica: de la alienación miserable a la renovación de la aspiración a la felicidad” (Oberman 1993: 271). Esta teleología de la naturaleza del hombre es lo único que permanece tras la Caída y aquello a partir de lo cual el hombre debe reconstruir el camino de su salvación (siempre teniendo presente que esta reconstrucción y este camino son emprendidos sólo gracias a la voluntad de Dios, y sólo gracias a Dios pueden ser recorridos con y por Él: toda acción activa en el hombre tras la regeneración es, en el fondo, una acción pasiva, al ser de Dios, y no del hombre). Así, en Calvino, el hombre regenerado se concibe como un proyecto, como un proceso “en línea recta”  que se inicia y se lleva a cabo sólo por la voluntad de Dios, y que tiene como meta final la realización de la naturaleza del hombre, la recuperación de los dones divinos y, por ende, la eterna felicidad.
 
3.3.   La reivindicación de la acción 
Tres elementos se combinan para la comprensión calvinista del actuar del hombre en el mundo. En primer lugar, está esa tendencia, ya mencionada anteriormente, a combinar o, por lo menos, a no establecer diferencias radicales entre lo profano y lo religioso. La acción es una respuesta clara a la promesa de salvación y refleja a la comunidad el compromiso personal, la rectitud de espíritu y el deseo de agradar a Dios, todos muestras de la presencia de la fe en el hombre. Así, destaca Crouzet, “en los sermones de Calvino, la ética se confunde con la “integridad”. Según ha indicado André Bieler, la distinción entre lo religioso y lo profano, es, por tanto, inexistente. Durante su vida el cristiano realiza la obra de Dios, a la que se adhiere por la fe, voluntariamente y sin coacción, libremente” (2001:177). En efecto, una de las consecuencias del proceso, iniciado por Lutero, de rechazo de los espacios y los oficios privilegiados para lo sagrado, se reflejará claramente en Calvino y en su manera de concebir la vida corriente: “Al negar cualquier forma especial de vida como el lugar privilegiado de lo sagrado, [los protestantes] negaron la distinción entre lo sagrado y lo profano, afirmando con ello su interpenetración” (Taylor 1989: 234).
Así, aunque las obras estén excluidas como medios para conseguir la justificación, la vida del cristiano se realiza en el mundo; el cristiano no queda eximido de tener que actuar en el mundo para la gloria de Dios: 
[...] el decreto eterno de Dios no nos impide que miremos por nosotros mismos con el favor de su buena voluntad, y que ordenemos todos nuestros asuntos. La razón de esto es evidente: porque Él, que ha limitado nuestra vida, nos ha dado los medios para conservarla; nos ha avisado de los peligros, para que no nos hallasen desapercibidos, dándonos los remedios necesarios contra ellos. Ahora pues, vemos lo que debemos hacer: si el Señor nos ha confiado la guarda de nuestra vida, que la conservemos; si nos da los remedios, que usemos de ellos; si nos muestra los peligros, que no nos metamos temerariamente en ellos. (IC, 139) 
El calvinismo trae consigo, de esta manera, como un segundo elemento, una reivindicación de la acción como un medio para glorificar a Dios. En esto se diferencia radicalmente de la doctrina luterana. En ésta la acción no tiene conexión alguna con la relación del hombre con Dios, y se da exclusivamente en función del amor del cristiano hacia los hombres. Es por ello que el luteranismo trae consigo una actitud pasiva frente a la realidad. Por el contrario, como lo confirma Taylor, “el calvinismo va marcado por el activismo militante, por el afán por renovar la Iglesia y el mundo. En ello radica su notable diferencia con respecto al luteranismo” (1989: 243). El hombre no actúa para salvarse; pero una vez justificado, una vez regenerado, no puede limitarse a dejar el mundo tal como está, y mucho menos si éste se constituye en una afrenta permanente al orden querido por Dios. La función del hombre justificado, como respuesta inherente a la regeneración, es entonces, justamente, la de “mitigar el tremendo y continuado insulto hecho a Dios” (Taylor 1989: 244) transformando el mundo para su gloria. Miradas desde esta perspectiva, adquieren sentido algunas de las acciones políticas emprendidas por Calvino en Ginebra.
Y todo esto está incluso de acuerdo tanto con la humildad calvinista, como con la visión de la naturaleza teleológica del hombre, que se constituyen como el tercer elemento de la comprensión del sentido de la acción en Calvino. La construcción del Reino de Dios en la tierra hace parte de la acción del hombre regenerado en el mundo, hace parte de ese camino que ha emprendido gracias a la justificación concedida por Dios y que lo conduce a la felicidad, ya que en él el hombre se reconoce como un simple instrumento de Dios en el mundo, como un simple medio para la realización de Su voluntad. El mundo, a su vez, no es nunca el fin, sino el medio, un instrumento que Dios ha puesto a la disposición del hombre y que el hombre debe transformar para su gloria: “los humanos fueron creados para llevar el resto de la creación hacia Dios” (Taylor 1989: 237). En esto consiste precisamente el denominado por Weber “ascetismo intramundano”: el cristiano niega el mundo desde dentro, sin abandonarlo por fuera, porque la acción hace parte de la respuesta a la confianza infinita en Dios y su promesa de salvación.
La valorización de la acción, en Calvino, no es así contradictoria con el pensamiento de la predestinación y la providencia divinas. Al contrario, es otra posible respuesta a la misma cuestión planteada por Lutero. Una respuesta que, desde esta perspectiva, estará más cercana a la Modernidad, en la medida en que da inicio a la superación del pathos, de la sumisión y la contemplación, para dar lugar al énfasis en la praxis, en la acción y la transformación, que serán características de una nueva época.  
 
3.4.   Dios como director de la escena: la permanencia en el pathos 
Sin embargo, no por esto puede establecerse una relación inmediata entre Calvino y la época moderna. Si bien es cierto que a partir de una progresiva valorización de la acción es posible corroborar la facilidad con la que los países protestantes, y especialmente calvinistas, entraron a la Modernidad, la reivindicación de la acción, en Calvino, sigue haciendo parte de un ascetismo cuya finalidad va más allá de las iniciativas del sujeto: 
El luteranismo tolera al mundo en cruz, dolor y martirio; el calvinismo lo sojuzga para gloria de Dios en un trabajo sin tregua, en razón de la autodisciplina que inculca el trabajo y en razón también de la prosperidad de la comunidad cristiana que se alcanza con él. Pero ambas formas de ascetismo corroboran en el fondo, sólo que de diferente manera, el ascetismo de la rigurosa fe de salvación; el luterano evita el naturalismo y la confianza en las fuerzas e incitaciones naturales, el calvinista evita el endiosamiento de la criatura implícita en toda forma de amor al mundo por el mundo mismo. Ambos se entregan a la finalidad divina y ultramundana del mundo, el uno padeciendo, el otro actuando. (Troeltsch 1983: 50).  
Así como en Lutero se mostró cómo ese paso aparente a la subjetividad, a la libertad de la propia conciencia, no es más que una remisión a la presencia absoluta de Dios en el hombre, así también sucede con la reivindicación de la acción en Calvino. Si en Lutero Dios es el sujeto que habla desde su propia certeza y el hombre no es más que el medio para su manifestación, en Calvino el hombre es sólo el medio y el instrumento de una voluntad divina que obra a través de él:  
De esta manera, pues, el Señor comienza y lleva a cabo la buena obra en nosotros: en cuanto con su gracia incita nuestra voluntad a amar lo bueno y aficionarse a ello, a querer buscarlo y entregarse a ello; y, además, que este amor, deseo y esfuerzo no desfallezcan, sino que duren hasta concluir la obra; y, finalmente, que el hombre prosiga constantemente en la búsqueda del bien y persevere en él hasta el fin. (IC, 208) 
Dios es el autor de todo querer y todo poder en el hombre, y, por lo mismo, es quien se encuentra detrás de todas sus acciones. El hombre, como lo describe Crouzet, es sólo un actor de Dios; su tragedia consiste en ser “el director de escena de una vida que no pertenece a sí misma” (2001: 14), pero en ello también reside su reconciliación.
Desde un punto de vista práctico, como sucederá también en Lutero, el calvinismo aportará la imagen de un hombre que actúa en el mundo transformándolo, que no le teme al cambio y que comprende al mundo como un instrumento que puede adecuar a sus propios fines. Sin embargo, desde la doctrina, Calvino no es un revolucionario, sino un profeta, no habla por sí mismo, sino por Dios, y somete al hombre a la voluntad omnipotente de una providencia divina incomprensible para la razón humana. Nuevamente, como se veía en Lutero, si hay un sujeto, éste está representado por la gracia y la voluntad divinas, el hombre es sólo un instrumento, y por lo tanto, todavía está inmerso en el pathos, pues toda praxis le es aún ajena. 
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4. A manera de conclusió n
De esta manera se completa la tarea planteada al principio de este ensayo. He buscado retomar, a partir de una breve presentación de la antropología de cada uno de los tres autores, Lutero, Erasmo y Calvino, un elemento fundamental que permitiera ver con claridad la dificultad de establecer un vínculo directo entre el pensamiento de cada uno de ellos y la Modernidad. Así, con Lutero queda claro que, a partir de una visión del hombre que reivindica la libertad de conciencia frente a toda autoridad (tradición o institución) externa, es posible pensar la apertura del espacio de una subjetividad. Y, sin embargo, con la negación del libre arbitrio, y el papel absolutamente pasivo del hombre en el proceso de salvación, queda claro que quien actúa y reivindica la interioridad no es el sujeto, en el sentido de la Modernidad, sino la gracia, la presencia de Dios en el hombre. Como destaca Letocha, “conciencia en la exterioridad o creatura en la interioridad, el hombre luterano no es ni sujeto, ni objeto. Él se coloca como un ser entre los seres” (2003: 8), permaneciendo así, aún, en un contexto premoderno, incluso medieval.  
En Erasmo, por el contrario, el problema no es la reivindicación de la certeza, el asomo a una subjetividad que se autofundamenta, sino al contrario, el reconocimiento de una razón instrumental, a la que le está vedado conocer el mundo de manera inmediata, y cuyos límites no le permiten acceder a las verdades y los designios divinos. Aunque esto podría interpretarse como el primer paso para la separación definitiva entre el sujeto y el objeto modernos, y la conciencia de la interpretación que comporta toda verdad, en Erasmo esto conlleva más bien a la apelación necesaria y a la reivindicación de una autoridad externa que se constituya en criterio último de verdad. La invitación erasmiana a que cada quien juzgue no abre el espacio a una libertad de conciencia, sino que limita la posibilidad de opinión sólo a aquello con respecto a lo cual la verdad doctrinal no tenga nada que decir. El escepticismo erasmiano es así, aún, un escepticismo cristiano, enmarcado más en el ámbito del humanismo nórdico que en el del renacimiento del sur, y que renuncia a buscar una autofundamentación, en la medida en que carece aún de un “punto de apoyo subjetivo, autónomo y ‘raciocéntrico’” (Letocha, 2003: 5). 
Finalmente, la reivindicación calvinista de la acción humana como medio de transformación del mundo, y la introducción de la valoración del hombre por su actividad productiva en medio de una tradición que privilegiaba aún la actividad contemplativa, podía relacionarse con la superación del pathos por la praxis característica de la Modernidad. No cabe duda, en efecto, de que las consecuencias de la puesta en práctica de la doctrina estuvieron acompañadas, a la larga, de tal proceso de superación. Y, sin embargo, como se mostró, el hombre calvinista no es aún un sujeto que se construye a sí mismo desde su propia iniciativa y utiliza el mundo como instrumento para sus propios intereses. Al contrario, es aún una creatura que se reconoce a sí misma como medio para la realización de la voluntad de Dios. Su praxis no es sino una muestra más del pathos al que aún se encuentra sometido.
Así, como se anunciaba al principio, todo paso hacia delante implica, en estos autores, una mirada hacia atrás. Las transformaciones no son en ellos nunca radicales, sino que implican, por el contrario, la necesidad de conservar la tradición de la que vienen, y de la que aún no pueden desprenderse. Al fin y al cabo, esa es la historia de las ideas humanas. Y la Modernidad, en medio de los cambios radicales que propone, también se justificará a sí misma, en muchas ocasiones, como la recuperación de los orígenes. También ella reproducirá, pero en sus propias palabras, las cuestiones que ocupaban desde el principio la historia del pensamiento. El caso de los reformadores y de Erasmo como representante de la tradición católica no es más que un caso paradigmático, entre tantos otros que podrían ser analizados. Y a eso es a lo que este ensayo intenta suscribirse: a la conciencia de lo difícil que es estudiar la historia de las ideas si ésta pretende entenderse como un sistema quieto y determinado, y no como el resultado de la movilidad que caracteriza la acción y el pensamiento. En esto, como Erasmo, habría que ser más humanistas que dogmáticos.
 
 
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